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Por el humo se sabe dónde está el fuego. María Luisa Martínez

A través de esta crónica sobre el fuego, María Luisa nos coloca frente a la realidad política y geológica de su país, de esa memoria en que la violencia es el humo que nos lleva al sitio de las hogueras.

 

 

 

Por el humo se sabe dónde está el fuego

María Luisa Martínez M.

 

Un amigo español estuvo recientemente de visita en Concepción después de tres largos años de ausencia. Vivió cuatro años en mi ciudad y, por consiguiente, conoce su ritmo, su pulso, sus lugares y su gente; pero su regreso, después de los estragos arquitectónicos, físicos y emocionales causados por el estallido social de octubre de 2019 y por la pandemia, era quizás un reencuentro con un espacio irreconocible. Después de un par de días transitando por la ciudad, me dijo que le parecía que ésta no estaba tan distinta a cómo la había dejado en septiembre de 2019 ni tampoco tan maltratada como yo le había advertido. La verdad es que recorriéndola con él tampoco la percibí tan deteriorada y tuve la impresión de que me iba a costar transmitirle la emoción y los cambios experimentados en la ciudad, y también en mí, después de tantos enfrentamientos, toques de queda impuestos por el Estado y confinamientos sanitarios. Quizás la ciudad se ve igual que antes porque nunca estuvo mejor ni bien; quizás porque es primavera y el sol y la pintura aligeran la pátina de rabia y desconcierto grabada en los muros y en los rostros; quizás simplemente porque la amistad embellece la realidad de las calles y sus personajes. 
       El día en que mi amigo llegó a Concepción tras tres años de ausencia, esa misma noche, la ciudad lo recibió con un temblor 6.4. Muchos pensamos que el movimiento iba a seguir y crecer hasta terminar en terremoto. En otras latitudes, un temblor 6.4 provoca un desastre; en mi ciudad y en mi país, habituados a que la tierra se mueva, la inestabilidad es corriente y hasta me complació que su recibimiento fuera con una sacudida de la naturaleza: bienvenido, mi casa es su casa. Le había encargado que me trajera de su tierra unos botines de una marca que aquí no encuentro y él agregó unos regalos que sabía me iban a gustar: una hermosa camiseta estampada con la foto de “Los santos inocentes”, la película de Mario Camus basada en la novela homónima de Miguel Delibes; un tempranillo Valdepeñas Gran Reserva; un libro de ensayos de Adrienne Rich; y Cuerpos del delito, una novela gráfica de Antonio Altarriba y Sergio García, que se abre con un subtítulo casi a modo de epígrafe: “Por el humo se sabe dónde está el fuego”. Yo, a mi vez, le busqué algunas cositas de su interés y le dije que me sugiriera títulos de libros que quisiera o necesitara para regalarle uno. Me pasó una breve lista de narrativa gráfica, el tema que ahora lo ocupa y estudia, para que yo eligiera: Anomalía de Elisa Echeverría, Vivir un terremoto de Oliver Balez, Fuentealba 1973 de Ricardo Fuentealba, Silencio en el estadio de Álvaro Soffia y Clandestino de Amancay Nahuelpan; todos referidos a la realidad político-telúrica chilena. 
       Ayer leí Una mujer en Villa Grimaldi de Nubia Becker Eguiluz. Becker titula así su libro como un homenaje a Una mujer en Berlín, la novela anónima editada por Hans Magnus Enzensberger (quien curiosamente ha muerto hoy con 93 años), que recoge las anotaciones de diario de una mujer alemana entre abril y junio de 1945 durante el copamiento de Berlín por el ejército soviético. El relato testimonial de Becker, que Raúl Zurita califica como novela en el prólogo del libro, narra el encarcelamiento de la autora en una de las prisiones políticas más feroces y ominosas, emplazada en una antigua casa patronal, que existieron durante la dictadura de Augusto Pinochet; y el traslado posterior de Becker a Cuatro Álamos y, luego, a Tres Álamos. Este testimonio me remece y conmueve no sólo por ser mujer y chilena, sino también por mi biografía heredada, por ser hija de ese período y de un padre que sufrió ese infierno. Becker narra las infamias padecidas durante su larga estancia en Villa Grimaldi y las torturas de las que fue objeto; entre ellas, la parrilla es una de las más relevantes, los golpes eléctricos que la autora acusa con “mugidos nacidos desde el útero”. 
       Tres años desde el estallido social y la pandemia no son poco tiempo, 49 años desde el fatídico septiembre de 1973 tampoco lo son. Las circunstancias parecen haber cambiado, pero no confío en apariencias; mi país y su gente se siguen quemando, y no es fácil borrar la memoria. “Nostalgia de la luz” del cineasta chileno Patricio Guzmán indaga en cómo la violencia política quedó inscrita en la violencia de la naturaleza; esa memoria fragmentada de restos humanos dispersos en el desierto de Atacama yuxtapone el calcio de las estrellas que se investigan en los observatorios del norte con el calcio de los huesos desaparecidos por la violencia, fragmentos de huesos sin cuerpo y sin ritual funerario, prácticamente calcinados por la salinidad del suelo. Siempre he creído que éste es un país de pirómanos, sino cómo se explica este imaginario y esta realidad de parrillas de tortura, de edificios quemados y de barricadas. Hace un par de meses leí “Las cosas que perdimos en el fuego”, un cuento de Mariana Enríquez; la historia narra la aparición en el metro bonaerense de una mujer quemada a manos de su marido, quien supone que ella es infiel y, para negarle la posibilidad de la traición o del abandono, le prende fuego. La mujer quemada impone su casi insoportable presencia a los pasajeros: se les acerca, les habla y hasta los besa. A partir de ella comienzan a sucederse numerosos casos de mujeres quemadas y la población presume que se trata de un incremento en la violencia de género; pero la verdad es que las “mujeres ardientes” se han extendido como un contagio y han organizado hogueras clandestinas para incendiarse y desfigurarse ellas mismas, mientras toda una red de clínicas, también clandestinas y conformadas por mujeres, apoya estas acciones. El cuento de Enríquez reformula el postulado de Poe y propone una nueva belleza, que es la manifestación de una nueva política regida por un “mundo ideal de hombres y monstruas”. Las mujeres fuimos quemadas durante cuatro siglos dice Enríquez y nos recuerda Michelet; pero todavía hoy, cuando se supone que hemos superado los juicios de brujas, las quemas y agresiones siguen. El ejemplo más paradigmático de mi país es el “Caso quemados”, el crimen en el que Carmen Gloria Quintana fue quemada con parafina junto a Rodrigo Rojas De Negri por una patrulla militar en 1986; Rodrigo Rojas murió, pero Carmen Gloria Quintana sobrevivió y es un testimonio vivo de la violencia dictatorial que nos emplaza y cuestiona. 
       Algunas de estas noches he mirado fragmentos de una teleserie turca, “El escape de Cemre”, en la que una mujer sobrevive tras el incendio cometido por hombres en un local nocturno; ella, desfigurada por el fuego, intenta recomponer su identidad ursurpada. Parece que el tema del fuego me persigue. Yo fumo y quizás por eso me gusta eso de que “por el humo se sabe dónde está el fuego”. También me gusta Gonzalo Rojas cuando odia lo que ama y ama lo que odia, como Armando Uribe, otro poeta de mi tierra. Rojas, en la ausencia de su amada, la imagina “fumando qué sé yo uno de esos 50/cigarrillos en los que le gusta arder, total/le gusta arder y que más da, se nace para pudrirse, o/para preferiblemente quemarse, ella se quema/y la amo en su humo de Concepción a Chillán de/Chile”. Yo también sigo ardiendo en el humo de mis 50 cigarrillos de Concepción y mi desenfado no admite la lógica perversa de advertir a quien fuma sobre las enfermedades que el tabaco provoca, una estrategia habitual del poder para culpabilizar al individuo. Nada menos amoroso que esas admoniciones. Cecilia Bolocco, la Miss Universo chilena de 1987, ya en las postrimerías de la Dictadura Militar, fue consultada al ganar el certamen de belleza sobre la situación política de Chile y, concretamente, sobre Carmen Gloria Quintana; su respuesta fue escalofriante: “¿Para qué se mete en problemas? ¿Para qué? ¡Para qué va a alegar!”.
       El domingo recién pasado recibí la llamada de mi madre, preocupada porque un departamento del edificio frente al suyo estaba en llamas. Dos días después del incidente todavía había en la calle rastros de colchones, ropa y muebles quemados; se trató, presumiblemente, de un problema de celos: una amante despechada entró al departamento simulando un robo y, para desaparecer las huellas, decidió quemar el lugar. Mientras, mi amigo español volvía ese fin de semana a su país. Antes de irse, nuevamente conversamos sobre su percepción de mi tierra, de mi ciudad; me reiteró que no notaba cambios tan radicales ni terribles, y yo insistí en querer demostrarle lo contrario: que la violencia política se inscribe en nuestra naturaleza. Le mostré una foto sacada una noche de octubre de 2019, con el Paseo peatonal de mi ciudad iluminado por las barricadas, y creo que entendió lo que intenté transmitirle. Nubia Becker cuenta en su libro el caso de la madre de una de las víctimas de la represión en Villa Grimaldi; la mujer se quedó sola en Valparaíso y nunca se pudo entender con su único nieto, un niño noruego, quien vino a conocerla en unas vacaciones que pasó aterrado por los militares y los temblores. “Quien sienta los pasos del amor, que aliste su camilla para heridos” dice Juan Manuel Roca. Creo lo mismo: quien sienta los pasos del amor, ya sea por un sueño, una utopía o un ser vivo, debe saber que eventualmente sorteará los escombros dejados por el humo, por los terremotos o por los militares; quien sienta los pasos del amor debe saber que los incendios dejan huella y que las hogueras siguen. 

Concepción, 24 de noviembre de 2022.