Venus en el pudridero:
la utopía poética de Eduardo Anguita |
María Luisa Martínez

Eduardo Anguita1 se inscribe en la tradición poética moderna “como uno de los poetas líricos de mayor vuelo en el barroco chileno de mediados de siglo” (Alegría, 2007: 176). Venus en el pudridero (1967), poema que ahonda en los problemas del tiempo, la muerte, la belleza y la palabra, decanta las vertientes centrales de las que proviene la poesía de Anguita: el surrealismo francés, la amistad y la influencia creacionista de Huidobro, más anímica que literaria o intelectual, que se vio reflejada fundamentalmente en la revolución que significó desligarse de la pesadez americana y que opuso la gracia y ligereza de lo aéreo y metafísico al materialismo nerudiano; las lecturas de Rimbaud y Baudelaire; el proyecto poético de la generación del ’38, que se gesta bajo el influjo surrealista que Huidobro introduce en la poesía nacional y que incluye figuras tan heterogéneas y diversas como Gonzalo Rojas, Braulio Arenas, Teófilo Cid, Volodia Teitelboim, Miguel Serrano, Omar Cáceres y Enrique Gómez-Correa, entre otros; la vanguardia que intentó el movimiento “David”; y la poesía práctica, la que involucra dos procesos: el primero, de índole litúrgica, que consiste en el paso de la palabra a la acción, y el segundo, de carácter trágico, en el que el protagonista es poeta, hechicero, sacerdote y héroe: “En suma, se intentaba una modificación de la conciencia -como lo desearon también Rimbaud y Baudelaire- y derivar de la videncia poética a la acción práctica. Se trataba de vivir de otro modo” (Piña, 1990: 68).
La crítica ha indagado en la complejidad estilística y retórica de este poema largo que se remonta a la épica en su necesidad de cantar y contar, pero que excede la intencionalidad narrativa de los poemas largos fundacionales: “Vida y arte se buscan. Lo que antes había sido divergente o antagónico, ahora, con la vanguardia (pero ya desde antes con el Romanticismo), converge en un solo punto: la ambición de transformar la realidad. Acto de rebeldía o soberbia que termina con el fracaso o con la búsqueda de un nuevo orden fundado en la palabra” (Rioseco, 2009: 125). La necesidad de apresar el presente y la imposibilidad de asirlo, la fugacidad del instante que se escurre permanentemente en un flujo continuo sitúa el poema en una búsqueda utópica de la eternidad que se actualiza en el plano amoroso, pero que lo trasciende y se constituye en una búsqueda metafísica a través de la experiencia poética cognoscitiva o intelectual.
Venus en el pudridero expresa una forma de erotismo que se diluye en un fracaso de la actualización amorosa, siempre situada en un instante que fluye irremediablemente hacia el pasado y, por lo tanto, condenado a la muerte desde sus orígenes. La única manera de resistir la muerte radica en conjurarla a través de la palabra; los amantes dejarán de existir, la belleza se destruirá inexorablemente, la realidad del instante dejará de ser, pero lo que el poeta busca es combatir la destrucción que ejerce el tiempo a través de la enunciación del instante que venza a la finitud. El sentido de la temporalidad en Anguita se rige por la búsqueda del instante absuelto de las convenciones temporales de pasado, presente y futuro. El poeta no se dirige a un tiempo mítico, al “tiempo sagrado recuperado, en el cual el hombre se sumerge haciéndose contemporáneo de la primera acción creadora y objeto de un amor transmutante que lo purifica de las adherencias propias de la coyuntura temporal” (Blume, 1992: 341), sino que su búsqueda es de carácter utópico y se constituye en arco que traza una línea de fuga orientada hacia la plenitud del instante colmado a través de la mediación con el mundo entero, con todas las presencias que lo habitan y que, como los amantes del poema, también están destinadas al fin:

“Hoy” –digo entre estos muros.
“Hoy” –dirán mis descendientes siglos después.
Las paredes serán derruidas; el jardín, regado, crecido, cercenado, ladrado el perro.
Niños serán nacidos, viejos serán difuntos.
Nuevos gozos, nuevos besos, nuevas desdichas.
Rosas a los novios, coronas funerarias.
“Hoy”, ayer. “Hoy”, hoy. “Hoy”, mañana.
Reímos. Yo y mi amada reímos;
juzgamos que nuestro “hoy” es el “Hoy”.
Reímos, prolongándonos.
Así rieron mis abuelos, sin pensar que vendríamos;
así reirán mañana otros abuelos, echándonos al olvido.
¿Cuál es el “hoy” realmente único?
¿Eres tú? ¿Eres tú?, susurra la hoja que cae.
“¡O todos o ninguno!”
(Anguita, 1967: 24).

La experiencia amorosa y la caducidad de ésta constituyen un acontecimiento individual, pero también universal y, por lo tanto, colectivo. La intensidad de la felicidad alcanzada a través de la palabra y del erotismo se ubica en un instante liberado del tiempo y del espacio y, a pesar de la advertencia de la muerte que constituye la reiteración de la presencia del gusano que erosiona ese momento inaprensible, establece alianza con otros rostros y se instala como una voluntad desiderativa y utópica que busca negar la caducidad inapelable que establece el tiempo: “Los hombres mueren, las ciudades desaparecen, los imperios se desmoronan, pero la biblioteca ha reunido todo lo significativo del pasado, conservándolo así, por tanto, para la conciencia literaria […] la utopía de la inmortalidad se crea de nuevo en el acto y en la perduración de la producción del espíritu” (Bloch, 2007: 273).
El poema de Anguita transita entre zonas aparentemente contradictorias: la paradoja de la belleza condenada a la destrucción y al pudridero, el fracaso del instante y la eternidad que se anhela, el erotismo y la muerte que lo atraviesa. Las vivencias son evocadas en un tono que asciende hacia una expresión poética de carácter sagrado, cargada de angustia ante el amor ya ido. La imposibilidad de detener el momento presente es verbalizada con el dolor y la intensidad que caracterizan a la pasión amorosa. El poeta se precipita entre umbrales de percepción, entre lo finito y lo infinito, entre las diferentes velocidades y estados del amor, entre la exaltación y la desesperanza. Venus en el pudridero aúna dos visiones poéticas: la poesía intelectual y otra que expresa las posibilidades afectivas de la experiencia humana. Las visiones del amor desplegadas por Anguita son tan contradictorias como la pasión amorosa. El momento pleno que se quiere retener es evocado desde un presente poblado de nostalgia ante la conciencia de la muerte de aquello que los amantes creían imperecedero, pero que la palabra actualiza, porque la tristeza “puede ser también un estado de amor” (Ainsa, 1986: 367). El cuerpo y las diferentes posibilidades eróticas de los amantes se constituyen en un acto de fe y surgen como la esperanza de vencer la fugacidad del instante, porque, como señalan Deleuze y Guattari, el movimiento de lo infinito sólo puede hacerse por afecto, pasión, amor.
Venus en el pudridero sintetiza una voluntad utópica expresada fundamentalmente a partir de dos sueños íntimamente relacionados: en primer lugar, la creación de una nueva belleza, la perpetuación del instante fugaz y perdido en la historia a través de la palabra poética2 y, en segundo lugar, el cuerpo como instancia de transgresión, como línea de fuga hacia el infinito, y eterno en su juego de velocidades e intensidades. Ambas voluntades desiderativas deben comprenderse realmente como una sola. La felicidad se busca a través del lenguaje, que se orienta hacia un futuro liberado del dolor del presente y de la conciencia de la finitud del instante. De esa manera, el poema de Anguita no busca recobrar el tiempo perdido que la visión mítica añora, sino que es de orden proyectivo, aunque igualmente utópico en su voluntad de lo imposible. La poesía, para Bataille, es el sentido más insensato de este deseo, porque el lenguaje se confirma en ella como un rechazo, como una negación que vuelve sobre sí misma: “El lenguaje nunca tiene como objeto la pura felicidad. El lenguaje tiene como objeto la acción, cuyo fin es recobrar la felicidad perdida, pero la acción no puede alcanzarla por sí misma” (Bataille, 2004: 388). La palabra poética se traduce en un diálogo con las presencias y los rostros que el tiempo y la muerte han devastado. La certeza de lo imposible no reprime el deseo latente de un encuentro (im)posible que transgreda la fugacidad del instante y que se sueña en el lenguaje:

Amada, ya amada, llamada.
Venida, ven ida.
Amante, ama antes,
bésame después
(Anguita, 1967: 31).

La exploración del lenguaje en Anguita supera las pretensiones vanguardistas y se vale de mecanismos retóricos y discursivos que incorporan lo narrativo, lo filosófico, lo religioso y que, como señala José Miguel Ibáñez, se aleja necesariamente de lo prosaico, porque no se relaciona con las preocupaciones de su época: “Esta poesía, sin ser necesariamente retórica ni arcaizante, se presenta con aplomo memorable como lo que es: poesía sin estilo coloquial, sin Vietnam, sin LSD, sin Pentágono ni crónica contemporánea ni testimonio de época” (Ibáñez, 1975: 240). Anguita defiende la creación de un lenguaje propio, necesariamente lírico y sagrado y que, por lo mismo, ambiciona alcanzar esferas sublimes de expresión. El lenguaje alejado de la trivialidad contribuye a conferirle un carácter sagrado al poema de Anguita y se relaciona con la crítica que el propio autor hace de la poesía coloquial: “No acepto, por principio, la poesía coloquial: lo vulgar puede tener gran fuerza en su plano de cotidianeidad, pero es muy débil trasladado tal cual hacia la escritura. Son otros niveles… Yo alguna vez ataqué la poesía coloquial y de alguna manera aludía a Nicanor Parra. En su caso particular, yo estaba equivocado. Parra es sin duda un gran poeta que hace una gran poesía, un hombre que ha creado un lenguaje propio” (Piña, 1990: 79). El tono apelativo de los tres versos iniciales de Venus en el pudridero provoca un extrañamiento lingüístico en el lector, quien es interpelado por la gravedad del poeta. Luego, la presencia del gusano irrumpe en el cuarto verso con una sonoridad que corrompe el clasicismo del principio. Esta paradoja se repetirá continuamente a lo largo del poema y se verá acentuada por ciertos residuos vanguardistas y experimentaciones con el lenguaje, que dialogan con versos de intelectualizada seriedad metafísica3. El juego “Eduardoa-licia Aliciae-duardo / Aliciaeduar-do Eduardoali-cia / Se colapsa el vaivén, en qué quedamos, / ¿a qué fracción tú-i-yo soy reducido?” (Anguita, 1967: 12) insinúa reminiscencias del frustrado Decoracionismo, movimiento o intento juvenil de Anguita por crear una palabra poética que fuera puro sonido y que reivindicara el poder musical del verso a través de una nueva forma de fraseo. Lo mismo sucede con el tsü, tsü, tsü o el twzsst, el breve silbo del ruiseñor que precede a la terrible constatación de la temporalidad, al diálogo con la destrucción y al deseo de contravenir su dominio:

Pasó el estío. Pasó. ¿Qué es de él?
No hay ni una hebra de día preservada
para yacer con la amada en los sembrados vivos de luz inmensa.
Pasó el estío. ¿Pasó?
Confórtame, gusano. Ríe, sombra. Dime:
Es estío. Todo está aquí presente
(Anguita, 1967: 16).

Las inclusiones lúdicas no alcanzan a afectar, sin embargo, el tono general del poema, que se resuelve en la pretensión filosófica y en la vertiente litúrgica. El final del poema plasma la concepción católica de Anguita, su función sacerdotal o su intención de abordar la creación poética desde el ámbito religioso. El “hubo una vez, hace mucho tiempo, en este instante / en este mismo instante, / una mujer y un hombre, / un amor, / un instante” (Anguita, 1967: 34) de los versos finales sitúan al lector como oyente de un cuento que parece trivial en su relato de una experiencia individual, pero que expresa la perplejidad y el dolor humanos ante la finitud, y el deseo de anular las barreras del tiempo. La anacronía es clara y remite al tiempo utópico, al tiempo sin tiempo y sin lugar, al instante que se proyecta desde la esperanza hacia la palabra ascendida:

Aspérgenos, Espíritu!
Desperdicio, detente! Detente, bello instante!
(Anguita, 1967: 34).

El poema se cierra en la unión del amor, la belleza, el tiempo y la palabra. La liturgia de Anguita conjuga las líneas temáticas centrales y desplaza la utopía desde el plano narrativo, lírico y filosófico hacia el nivel lingüístico y el ideal estético de la poesía práctica: la palabra ligada a la acción, la concreción del proyecto escritural, porque “el Paraíso que crea la palabra es intemporal, no tiene pasado ni futuro, ya que renace en cada ser que se acerca a su espacio y quiere disfrutar de la resurrección en tiempo presente que procura la lectura de sus páginas” (Ainsa, 1986: 461).
Venus en el pudridero es probablemente el poema más recordado de Anguita y el que el mismo autor considera el más perfecto de su producción poética,. El hermoso título resume lo que sus versos desarrollarán luego extensamente: “La dialéctica entre lo eterno y la destrucción: Venus, símbolo del amor y la belleza, como todo, también es perecible, puede cambiar, declinar, pudrirse” (Piña, 1990: 73). Niños y ancianos, maravillas y desdichas, semilla y muerte, belleza y gusano, alegría y tristeza, verdad y engaño son los diferentes rostros de esta relación. La única respuesta capaz de absolver estos contrarios es la palabra. La angustia de un amor en un hoy, un ayer, que se suponía eterno y que madura en el pudridero del presente se exorciza a través del triunfo que la palabra ejerce sobre la recurrente presencia del gusano. La belleza encarnada en la Venus del poema está condenada a desaparecer, pero su esencia seguirá viviendo. El acto poético deviene liturgia en Anguita. La poesía es videncia y el poeta es el sacerdote de esa experiencia entrevista en una individualidad que lo aleja del creacionismo al que, en ocasiones, se ha visto reducido: “La poderosa y original personalidad de Anguita empezó a diferenciarse de Huidobro desde el primer momento, tanto en su práctica poética como en la reflexión sobre la teoría o doctrina que la sustentaba” (Lastra, 1994: s/p.). Anguita, como poeta vidente, advierte la presencia de la muerte en el instante de la belleza esplendorosa y la conciencia de lo intuido une el dolor a la experiencia del placer y empaña la felicidad alcanzada. La relación lírica y metafísica que establece el poema de Anguita se resuelve en el triunfo del poeta sobre el filósofo. María Zambrano plantea que el fantasma de la belleza puebla el pensamiento filosófico y el poético, pero la muerte de esta belleza es asumida y comprendida de distinta manera por ellos. El filósofo, a través del ejercicio de la razón, queda a salvo de la melancolía que implica la muerte de la belleza amada y la esperanza, por consiguiente, reside en su razón. El poeta, en cambio, no puede aceptar la agonía en el momento pleno de la belleza amada: “El filósofo desdeña las apariencias porque sabe que son perecederas. El poeta también lo sabe, y por eso se aferra a ellas; por eso las llora antes de que pasen, las llora mientras las tiene, porque las está sintiendo irse en la misma posesión” (Zambrano, 2006: 38). Anguita integra la razón a la conciencia afectiva del dolor que implica la muerte de la belleza, porque “el hombre inquieto y razonable es aquel que, experimentando placer, no piensa en ese placer, sino en el dolor que ese placer presagia” (Jankélévitch, 2002: 58), pero es capaz de pensar y elaborar ese dolor en una experiencia lírica y cognoscitiva que ayude a sobrellevar la angustia de la muerte. La belleza se marchitará, los amantes desaparecerán, las promesas serán olvido, pero quedan los actos, las palabras, y éstos se impondrán sobre la muerte:

Lo que ella hizo, lo que ella habló, eso es verdad.
Porque no soy verdad yo, ni es verdad ella, ni eres verdad tú.
Alguien que va a ser dice algo que es.
Todas las bocas son necias; todas las palabras, necesarias
(Anguita, 1967: 27).

La anacronía del sueño utópico, el deseo capaz de abolir las nociones de pasado, presente y futuro, establece la esperanza que encierra la palabra. El verso “amor, te esperaré ayer” (Anguita, 1967: 31) cifra la voluntad utópica del autor y, en ese sueño, el cuerpo cumple una función transgresora en el poema de Anguita. Venus en el pudridero señala el fracaso de la búsqueda de la continuidad en el otro, pero no por eso es menos intenso el deseo de romper la discontinuidad. El pasado representa el instante, ya perdido, en el que se creyó en la posibilidad de la felicidad. El sueño de la unidad, del abrazo, de la unión entre continente y contenido en la que los amantes se prolongan en el otro y llegan a ser indiscernibles queda reducido a fragmentos. El deseo de encontrarse en otro que sea el mismo se produce a partir de una línea de fuga que erosiona el momento pleno. Hombre y mujer son uno en la visión desiderativa, pero en un tiempo imposible que es esfera, repetición, vaivén. La soledad se conjura a través del deseo de continuarse en otra individualidad y su tragicidad radica en el dolor que implica el despertar del sueño: “Sufrimos nuestro aislamiento en la individualidad discontinua. La pasión nos repite sin cesar: si poseyeras al ser amado, ese corazón que la soledad oprime formaría un solo corazón con el del ser amado. Ahora bien, esta promesa es ilusoria, al menos en parte. Pero en la pasión, la imagen de esta fusión toma cuerpo” (Bataille, 1997: 25). El sufrimiento es constitutivo de la pasión amorosa que el amante vive como fusión y, al mismo tiempo, como desgarro. Las tres formas de erotismo que Bataille reconoce (el erotismo de los cuerpos, el de los corazones y el sagrado) se dan cita en el poema de Anguita y expresan una aprobación de vida que resiste la muerte, a la que los amantes burlan en el presente del ayer:

Rodeaba mi cintura para ser ella copa y yo agua.
Quería aprisionarme, y no sólo por fuera,
pues podría escaparme hacia adentro,
y para que no me evadiera así, me insinuó encerrarse ella dentro de mí.
Accediendo, la ceñí a mi vez por la cintura,
siendo ella ahora el agua y yo el vaso.
Y se hizo tan íntima, que aun durmiendo me encontraba con ella
como si la hubiera habitado y comulgado.
Llorando esta condena feliz estrechamos los abrazos
y caímos veloz
por la corriente que arrastra juntos al pájaro y al vuelo
(Anguita, 1967: 11).

El cuerpo es el centro de todas las utopías, de él surgen y nacen todos los sueños, acaso para negarlo y prescindir de su materialidad. Las utopías, de acuerdo con su sentido etimológico, se despliegan en un no lugar. Sin embargo, las visiones desiderativas ocupan espacios que, aunque irreconocibles, tienen una realidad que surge de los anhelos. Foucault denomina heterotopías esos contraespacios, esas utopías situadas que nacen de los sueños y de la esperanza de alcanzar la felicidad, y que sólo son posibles de situar en un presente a partir de tres elementos: el cadáver, los espejos y el amor: “Es el espejo y es el cadáver quienes asignan un espacio a la experiencia profunda y originariamente utópica del cuerpo; es el espejo y es el cadáver quienes hacen callar y apaciguan y cierran sobre un cierre -que ahora está para nosotros sellado- esa gran rabia utópica que hace trizas y volatiliza a cada instante nuestro cuerpo […] También el amor, como el espejo y como la muerte, apacigua la utopía de tu cuerpo, la hace callar, la calma y la encierra como en una caja, la clausura y la sella. Por eso es un pariente tan próximo de la ilusión del espejo y de la amenaza de la muerte” (Foucault, 2010: 18). Cadáver, amor y espejo se aúnan en el poema de Anguita y constituyen zonas ligadas a sistemas de apertura y cierre que regulan la entrada en ellos. El cuerpo de la amada es cadáver en medio de la belleza y es espejo que refleja una imagen disolvente; es un contraespacio, el lugar del sueño. Esta heterotopía del poeta, quien atraviesa rítmicamente sus umbrales en el amor, es contradictoriamente zona de aislamiento y de comunión: “Tú eres aquello. Y yo soy tú. / Pero no al mismo tiempo. Por eso entro y salgo” (Anguita, 1967: 12). Venus en el pudridero puede leerse como búsqueda de la especularidad en el amor, como una experiencia que involucra la adopción de un nuevo rostro. La amada del poema es un cuerpo fragmentado: boca, nuca, cuello, cintura, caderas, muslos. La búsqueda de la identidad se da a partir de una imagen caleidoscópica que se encuentra al otro lado del espejo en el cuerpo de la mujer. La unión de los contrarios, la fusión erótica, la clepsidra, hendidura de bambú, mezcla de grano y arroz permite el ingreso en el espacio de la utopía que une los fragmentos:

Boca con boca, pecho con pecho,
parte con parte, todo con todo.
Después, también parte con todo.
Aludir y eludir:
mi mano no cesaba de dividirla y sumarla en reuniones fluctuantes.
Con mis palmas sensibles como espejos internos,
amorosé su espalda;
bajaron por los flancos hasta la juntura que da acceso
(Anguita, 1967: 13).

La unión erótica resulta transgresora, porque invierte las categorías convencionales en el prodigio del instante. El cuerpo se aleja del presente en el momento pleno del rapto demónico y el rostro que devuelve el espejo es desconocido y misterioso. El placer es la puerta de acceso a la muerte:

Sobre su nariz, el entrecejo es el puente atravesado sobre el goce y el río,
para que yo mida mi alcance, mi agonía
y mi consumación
(Anguita, 1967: 15).

Tras la plenitud espera, agazapado, el descenso a los infiernos: el sueño de la amada que es el hombre y del hombre que es la amada fracasará inevitablemente: “Vamos reuniendo al ser, parece decirse el poeta, reuniéndolo para darle forma, forma apasionada, juntando con paciencia o con cólera o asombro, delicadamente, los pedazos del amor en la batalla: luces, sombras, raíces, secretos movimientos del ser antes de estallar, de besar o morirse” (Alegría, 2007: 177). La experiencia de vaciamiento individual a través de la unión erótica exige que los amantes fuercen el alcance de la pasión, la que según Susan Sontag (1997) está determinada por un estado de agonía y por un peso mortal que implican una atención obsesiva a través de las cuales el individuo puede sentir la disolución de su yo. La exigencia amorosa es parte de la ilusión; los amantes ofrecen más de lo que pueden efectivamente dar y es por eso que la experiencia amorosa está condenada al fracaso, pero lo importante es finalmente ganarle la batalla al tiempo:

Gusano, ¿hemos mentido?, ¿hemos mentido?
Pues bien, intenta destruir nuestras palabras
(Anguita, 1967: 17).

La experiencia amorosa es indiscernible de la palabra, aunque es cierto que sólo la última perdurará. El paso del tiempo confunde y borra las certezas. En el presente desprovisto de amor es imposible determinar si éste efectivamente existió, pero la palabra se erige en la posibilidad de devolverle su realidad y de conectar el amor, la belleza y la vida “nunca deshechos, nunca capturados” (Anguita, 1967: 29). La palabra es, de esta manera, afirmación de una vida que contiene la muerte, como dos polos inseparables, pero que expulsa a esta última, la desafía y la resiste. La utopía de Venus en el pudridero es el sueño de la palabra poética que se asume como una empresa de salud espiritual, visión que se explicita hacia el final del poema en el “decid una palabra / y mi alma será sana” (Anguita, 1967: 33). El arco que traza el poeta se dirige hacia la eternidad del instante y ahí, en ese lugar imposible que se anhela y se espera, el deseo, terrible y lúdico a la vez, soñará con imponerse sobre el olvido y la atroz trizadura que se esconde tras la belleza.

Bibliografía

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Deleuze, G.; Guattari, F. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-textos, 2000.

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Ibáñez, José Miguel. Poesía chilena e hispanoamericana actual. Santiago: Editorial Nascimento, 1975.

Jankélévitch, Vladimir. La muerte. Valencia: Pre-textos, 2002.

Lastra, Pedro. “Eduardo Anguita en la poesía chilena”, 1994. En http://www.letras.s5.com/anguita190802.htm

Piña, Juan Andrés. Conversaciones con la poesía chilena. Santiago: Pehuén, 1990.

Rioseco, Marcelo. “Venus en el pudridero: Eduardo Anguita y el poema largo en la modernidad”. Anales de literatura chilena, Año 10, nº 11, 2009, pp.121-139.

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Warnken, Cristián. “Eduardo Anguita en la Generación del 38”. Estudios públicos, 52, 1993, pp. 329-342.

Zambrano, María. Filosofía y poesía. México: Fondo de Cultura Económica, 2006.

  1. Una versión anterior de este artículo fue incluido como capítulo de libro en Anguita 20/20 (Braulio Fernández Biggs, Marcelo Rioseco editores, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2012).
  2. Ismael Gavilán ha señalado que toda la obra de Anguita, desde los poemas que erigen al poeta como hechicero, pasando por los textos breves, los sonetos y llegando a los largos poemas metafísicos de su última etapa creativa pueden ser leídos como “una búsqueda de la palabra y, por ende, como la autoconciencia de esa búsqueda” (Gavilán, 2005: s/p.).
  3. El carácter intelectual, casi ensayístico del poema de Anguita, unido a la intensidad lírica de sus versos configuran lo que Warnken ha denominado ‘poesía funcionaria’: “El poeta llega en su poesía a convertirse en un oficiante, un sacerdote […] Es el que tiene la palabra, la verdad y el que la predica. Ya en Venus en el pudridero el hablante es alguien que ‘sabe’ y que usa la poesía como medio para mostrarles a los amantes-lectores las verdades del eros, la muerte, el tiempo, el amor” (Warnken, 1993: 339).