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Al final de la calle Agostinone. Emilio Coco

emilio-cocoLes presentamos una muestra del poeta italiano Emilio Coco en traducción de Marco Antonio Campos.

 

 

 

 

Al final de la calle Agostinone
Emilio Coco

 

GRACIAS SEÑOR
por la criatura
que sacudiéndose la lluvia de las alas
se aproxima a saltitos circunspectos
a picotear del pan una migaja
casi bajo mi pie
mientras espero sentado en una banca
el autobús que me regrese a casa
luego de una noche insomne en hospital.
Gracias desde el alma por la compañía.
Gracias por no atemorizarla.

TE ALABAMOS SEÑOR
por nuestra ducha
con vidrios transparentes plegadizos.
Nos complacía así en desmesura
noventa por noventa y la compramos
para estar ambos adentro.
Qué maravilla de agua chorreante
sobre nuestros cuerpos desnudos
que mezclada al baño espuma dibujaba
nubecillas paradisíacas.
Y nos habríamos quedado
a residir allá dentro
si el lecho no nos hubiese convocado
a la complicidad
de nuestros jóvenes años
olorosos a talco.
Lejanas esas noches en que la carne
temblaba con los toques del placer.
Miro las inciertas formas
tras los mismos vidrios
velados por el vaho del vapor
mientras en el espejo estiro mis mejillas
en la obstinada lucha contra el tiempo.
¿Hacemos el amor? propongo.
Finges no comprender y sonríes
compasivamente
poniéndote la crema   
sobre los muslos trémulos.

YO TE ENCOMIENDO SEÑOR A ESTOS NEGROS
que salen por decenas por cientos
por grupos o en fila india
del pasaje de la estación de trenes
muy cerca de mi casa
y en gran borlote caminan al mar
tapan la calle desatienden el tránsito
que ganas te darían aun de gritarles
y hacerles contrapunto:
¡Sálvese quien pueda ay mamá los negros!
Es claro hay apertura
para sus exigencias
gracias a nuestro pasado de emigrantes
pero ¡diablos! un poco de respeto
para todo el que a esta hora hace la siesta
y hablar en voz alta es incivil.
Míralos cuántos son
semejantes a bíblicas langostas
a grey de carneros en Aspromonte
los hombres con los bultos en la mano
o anudados al cuello
mujeres comedidas con el resto  
de la familia entre los brazos
o colgados en los hombros.
Madonas dolorosísimas
que aún reviven matanzas de la guerra
y del hambre mujeres con suerte
de dejar atrás a otras mujeres
esclavizadas estupradas lapidadas
con heridas abiertas
de nupcias impuestas y viudeces
que trenzan los cabellos de las chiquillas blancas
con el vaivén de largos dedos negros
bajo la vista atenta de las madres.
Y hombres vagabundos
entre hamacas y sombrillas
con torres variopintas de sombreros
oscilando sobre sus cabezas
que como por arte de magia
extraen de mochilas y de sacos
bolsas a inflar cohetería flautitas
espantasuegras ranitas con luces
enanos que soplan bolas de jabón
rosarios figuritas
de Padre Pío y del odiado Papa
imágenes de Cristo sonriente
con el corazón roto por la lanza
los pobrecillos cristos musulmanes.
Señor préstame oídos:
de par ábreles la puerta del Jana
y pon en el seno de las huríes
su propia espalda rota
por el peso de inútiles negocios
con una nube donde reposar
los pies martirizados
por la arena ardiente del desierto
allí en la playa de Montesilvano.

 

TE DOY GRACIAS SEÑOR
por todas las cajeras que he encontrado
en el Íper de Pescara Norte en Brico
en Castorma en Auchan en Oasi en Sisa
en la Conad y en demás supermercados
donde hallamos refugio para huir
del calor de estas tardes.
Qué deleite aquellas blusas albas
levemente desabotonadas
en los senos bajo las batas ceñidas
con el nombre y el logo de la empresa.
Qué impagable regalo:
los dedos tan gráciles 
que discurren veloces
sobre el código de barras del producto.
Manos alabastrinas
con uñas de todo color y forma
manos tamborileantes
en teclas de la caja
manos de una belleza luminosa
que muy fortuitamente
entretocan las mías
colocando la compra en una bolsa.
Manos que quedarán
en todo el mes de agosto
hasta el próximo verano
en el disco duro del recuerdo.

AL FINAL DE CALLE AGOSTINONE
donde cruza con la costa marina
esperaba paciente canturreando
en una silla trípode de plástico
y distribuía amor
a desbandados y a negros
por el módico precio de cinco euros
como estaba escrito en un cartelito
que llevaba apuntado sobre el suéter.
Trabajaba en un viejo caserío
donde dejaba la pineda el sitio
a una senda invadida de maleza.
Pasábamos allí para acortar
la calle hacia la playa,
y parecía que quisiera saludarnos
surgiendo entre un intervalo y otro
con el gorrito blanco y pantalones
a media pierna que se abotonaba
con estudiada tardanza.
Sacudía el colchón y lo ponía al sol
antes que lo ocupara un nuevo cliente.
Marcada la frente por las arrugas
y las mejillas flácidas escondía
el peso de los años
embarrándose el rostro
de colorete y de pestañas falsas
en la casta mirada de una niña.
Las nuevas construcciones
se fueron apropiando de la zona
borrando toda huella
de aquella calle y de su presencia.
Sólo ha quedado un trozo de cemento
donde van ascendiendo
cúmulos de inmundicias y detritus
y llegamos al mar
por una avenida con anchas aceras
alineadas de fresnos
y cercados de boj.
La vi de nuevo esta noche cuando andábamos
por la calle que va a grandes hoteles
con el gorrito y con los pantalones
azules a media pierna
y el paso tambaleante de una ebria.
Vivía de la mendicidad. No sé
si me reconoció pero en los ojos
brilló la casta sonrisa de una niña
al recibir cinco euros en la mano.
En tu casa santa Señor acéptala
pues dispensó placer a derrelictos
ella misma una paria en esta tierra
y dale un lecho mórbido
y sábanas de lino donde alcance
a reposar su vientre devastado.

 

EL BLANCO RAYA Y ARDE EN LAS PAREDES
y cae sobre escarpados escalones
se aferra en línea recta hasta en el monte
extraviándose entre fosos y escombros
con cartabón y pan y olivas construido
se encaja y desenrolla de bajada
hacia el mar soñado tras los bosques.

En calle Cappellini las comadres
recaman en umbrales de las casas.
Pero no te ilumina el sol la carne
inquieta bajo un luto milenario
y me retienes con manos calcáreas
los cabellos del viento despeinados.

Grita el ocaso y en tropel se vuelca
en la plaza abajo de Santa Clara.
Con lo oscuro desclávanse las vigas
y abre tus ojos te seca la saliva
la fúnebre tromba del tonel.

He ascendido hasta el camino nuevo.
Tras el muro los techos de San Marcos.
Traigo el pantalón corto con parches
y la mirada arisca.

Abuela graziuccia
que dormía sola
con el orinal bajo los trípodes
y con la carbonilla
amontonada entre los trastes
removía en el bracero
donde brillaba un poco de tizón
antes de irse a la cama.
El sueño se escandía
por el golpeteo del péndulo
que a veces en la noche
se olvidaba de llamar las horas.
Me llamaba a las siete de la mañana
para repasar un canto de la Ilíada
o  el último capítulo de historia
antes de prepararme para la escuela. 

Abuela Graziuccia
con el plato de pasta al jitomate 
en la servilleta a cuadros
se bañaba de salsa al oscilar
entre mis dedos sujetando las puntas.
Se lo llevaba reteniendo el hálito
y sus ojos gozaban
cuando en la mesa lo abría humeante.
Por cada viaje me daba cinco liras
que gastaba en comprar
el habitual helado
con nata chorreando sobre la crema
y lo lamía lento
para alargar la llegada con las tías.

Abuela Graziuccia
con el cernidor colgado
en el muro de la casa de enfrente
lo alquilaba a diez liras la hora
a las mujeres de calle Cappellini
hasta la avenida arriba donde sacudían
las hojas de maíz
para engrosar los colchones famélicos.
Jamás supe su edad
–tal vez setenta y cinco–,
el día que la vi en el ataúd
envuelto el rosario entre las manos
y ni una sola cana en los cabellos.

Abuela Graziuccia,
con diez mil liras liadas
que escondía en la olla que colgaba
junto a los otros cobres sobre la masera
donde amasaba con manos cadenciosas
hogazas de seis kilos
y agradecíale a Dios a cada golpe
por el regalo del pan diario.
Las tías me compraron con las liras
en el primer cumpleaños ya sin luto
un Tissot con agujas relucientes
que presumí por años en la manga
de una chaqueta verde militar.

ABUELA GRAZIUCCIA,
duermes el eterno sueño
en el nicho apoyado contra el piso
de la iglesia Madonna delle Grazie
ya sin tu nombre y ya sin el florero.
Allí te quedó una oxidada argolla
en que ensartar al recitar un réquiem
un ramito de falsas margaritas
para el día de los muertos.
Tan sólo faltas tú
en la que es nuestra cripta de familia.

 

SE ASOMABA NINETTA A LA VENTANA
de la casa enfrente de la nuestra
un poco más baja. Y la miraba
pegado sobre la red del balcón
cuando abuela del cuarto de allá arriba
se bajaba a laborar con mi madre.
No me alcanzaba a mirar
porque era tan densa la trama
con apenas si algunos deshilados
por mis nerviosos dedos
a la altura de la ojos.
Con el seno apoyado en la cornisa
tendía las pantaletas
y los sostenes negros
sujetos por pinzas que semejaban
pájaros que venían a reposar
en aquellos alambres
fijadosen dos barras.
Oh si estuviera allí parado 
oler el fondo mismo de las copas
beber la última gota
de la impúdica seda.

Ninetta, que cantaba las canciones
de Natalino Otto,
con largo cabello a lo Rita Háyworth
–lo refería Michele,
quien ya a los catorce años conocía
los nombres y rostros de las más famosas
divas americanas–
le pasaba las manos
para darle más volumen
enriquecía de bucles las puntas
y me guiñaba sensual como diciendo:
Sal de allí Gigino que te he visto
si te vienes conmigo alguna tarde
te enseñaré a peinarlos.
Me la puñeteaba en el cuartito
pensando en el momento de engullirme
la cabellera suave
con fervor suicida.
Ella tenía veinte años y yo diez.

La tríada se había quedado huérfana
tanto de padre como de madre.
Alfreda la más chica
con cintitas oscuras en las trenzas
acunaba su muñeca parchada
en el umbral del portón.
Bambina tenía mi misma edad.
En la escalera un día
jugó conmigo a la enfermera
y me enfiló la mano en los calzones
alzándose el vestido sobre el pecho.
Me acariciaba la inocente piel
y me impulsaba a sorberle los senos.
Esa forma de juego la llamábamos
«haciendo porquerías».

Emilio Coco nació en Italia en1940. Es  poeta, hispanista, traductor y editor. Ha traducido, entre otras, la obra de Jaime Siles, Luis García Montero, María Victoria Atencia, Juana Castro, Luis Alberto de Cuenca, Juan Manuel Roca, Leopoldo Castilla, Marco Antonio Campos, Ramón López Velarde, Jaime Sabines y Alí Chumacero. Autor de múltiples libros de poesía. Está traducido a una docena de lenguas. En 2003 el rey de España Juan Carlos I le otorgó la encomienda con placa de la orden civil de Alfonso X el Sabio. En 2014 fue «Poeta Homenajeado» en el Festival «Letras en la Mar» de Puerto Vallarta. En 2015 recibió el premio «Catullo» por su labor de difusión de la poesía italiana al extranjero. En 2016 le fue otorgado el premio «Ramón López Velarde».

Traducción de Marco Antonio Campos