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Presentación La Otra 180, abril de 2022

Fernando Navarro García
fernando-navarroFernando Navarro García coordina este número especial dedicado a la Shoah o Shoá (Holocausto) y la poesía, que nos conduce inevitablemente a la antología "In Nomine Auschwitz" de Carlos Morales del Coso, a quien también agradecemos su valiosa complicidad con La Otra y deseamos que su esfuerzo siembre conciencias.

 

 

 

LA PALABRA COMO DEBER MORAL PARA RECORDAR LA SHOAH

(Introducción al libro "In Nomine Auschwitz" de Carlos Morales del Coso)

In Nomine Auschwitz
In Nomine Auschwitz
Soy católico y como tal mi carácter —mi ética— se ha ido forjando al calor del humanismo cristiano; un «ễthos» que resultaría inconcebible si lo desgarráramos de sus fuentes judaicas como por desgracia tantas veces hemos hecho a lo largo de la Historia. De niño no llegué a entender en toda su magnitud aquel pasaje del evangelio de San Juan, 1, 1-18 en el que se asocia la Palabra a la propia esencia Divina: «En el principio existía el Verbo [la Palabra] y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios […]. En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió […]. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros».
La Palabra y el Verbo. Es un error interpretar literalmente este pasaje, pues el evangelista no se refiere a la palabra como mero instrumento de comunicación humana sino como algo infinitamente más trascendente. La palabra es un reflejo del alma y, en consecuencia, es una huella divina. Es mediante la palabra que los seres humanos manifestamos nuestra verdadera esencia, nuestros sentimientos más profundos bien sean de gozo o dolor, tristeza, miedo o esperanza y también mediante palabras evocamos o vislumbramos un atisbo de inmortalidad. La palabra mana del espíritu y este, al igual que las palabras, perdura y se alza frente a la muerte. Esta compilación de poemas de la Shoah que durante décadas ha ido atesorando Carlos Morales es la prueba no solo de la perdurabilidad del alma humana, sino también alimento de nuestro recuerdo y constatación de que por encima de dioses y religiones prevalece la Palabra.
Durante todos los años que llevo estudiando la Shoah no he sido capaz de encontrar las palabras adecuadas para describir el horror y el dolor sufrido por millones de hijos, padres, hermanos, abuelos, novios o esposas. Nunca he podido encontrar las palabras que hicieran justicia a esa sensación de desvalimiento y vulnerabilidad ante la persecución creciente y criminal del nazismo hacia aquellos a los que consideraba ‘infrahumanos’ (untermenschen). Esta compilación de poemas lo hace y lo hace con una belleza desagarradorra que nos atenaza y despierta del olvido.
Sin embargo, es importante recordar que la Shoah no comenzó con las cámaras de gas, sino mucho antes. La maquinaria asesina hitleriana fue engrasada por el uso criminal de las palabras, para poder matar sin usar expresiones incómodas, asesinar por compasión o vejar por salubridad. En el nazismo —esa gran industria de la muerte— no se exterminaba, sino que se buscaba una ‘solución final’ para 11 millones de judíos tras una oscura tarde en la villa de Wannsee. Era el 20 de enero de 1942 y ya entonces se había asesinado a 800.000 judíos en la llamada ‘Shoah por balas’. Y así, durante años y soterradamente, se fue preparando y desarrollando la Shoah que, en modo alguno, fue improvisada.
Hay pruebas escritas —algunas muy tempranas y anteriores a las Leyes de Nuremberg— en las que se acredita la clara intención de Hitler de exterminar a los judíos. Y no era solo una forma de hablar, era una decidida voluntad de acabar con ellos. Y sus perros guardianes —Himmler, Heydrich o Eichmann a la cabeza— no dudaron en cumplir los deseos del amo. Y lo hicieron con celo y hasta delectación. Seis millones de judíos fueron asesinados en los territorios que ocuparon los nazis. Algo más de la mitad de sus objetivos, pues, recordemos, su intención fue asesinar a 11 millones. Solamente en Auschwitz —hasta su liberación el 27 de enero de 1945— se segó la vida de más de un millón de seres humanos. Un millón. El 91% de todos los judíos (y gitanos) deportados a Auschwitz murió en aquel campo, la mayoría a las pocas horas de llegar. No fue el único campo de exterminio, pero sí el más exterminador, con Treblinka a la zaga.
Pero quiero olvidar los números, ya que muy a menudo despersonalizan el horror y ocultan el dolor que siempre es singular y no entiende de estadísticas ni de porcentajes o decimales. El dolor es individual y absoluto. Toda muerte es singular y es por eso que me sumerjo en los rostros no tan lejanos, ni tan distantes, de mis hermanos asesinados y trato de recomponer los jirones de algunas de aquellas vidas truncadas por el odio racial. Y es ahí cuando cobra todo su sentido un poema, unas palabras en una cuartilla lanzadas al viento desde un vagón o una postal iluminada por un preso que se enfrentó con sus colores al hedor de la muerte y al aliento fétido de sus verdugos. Leamos en silencioso respeto los poemas, cartas y diarios de personas que murieron mucho antes de lo debido y veneremos a nuestro modo esos atisbos de inmortalidad, pequeños tesoros de cuerpos efímeros y de almas eternas, memoria en miniatura de todo el universo potencial que el nazismo quiso arrebatar a mis hermanos.
¿Qué fuerza impelió a aquellos hombres —en medio o después de aquel horror— a escribir un poema? ¿Qué alma poderosa fue capaz de redactar tan bellas y dolorosas palabras desde los barracones del Lager? ¿Puede haber dolor más grande que verte separado de tus hijos o un pánico mayor que el de una pequeña criatura al verse desgarrada de sus padres? Soy padre y aún recuerdo que una vez fui un dios para mis hijos. Mi simple presencia era garantía de seguridad. A sus ojos, yo podía con todo. Nada podía sucederles si yo estaba con ellos. Y aquellos niños —como los pequeños Immanuel y Avraham que ilustran nuestra portada— fueron arrojados brutalmente a la más despiadada verdad, en la que sus padres nada pudieron hacer por ellos. Nada. ¡Cuánto horror! Y sus poemas —sus Palabras— nos funden con sus almas y nos hermanan con ellos, generación tras generación.
En su hermosa «Carta a un Rehén» (1944) Saint-Exupéry sufre por su amigo León Werth: «[…] Quien esta noche me obsesiona la memoria tiene cincuenta años. Está enfermo. Y es judío. ¿Cómo sobrevivirá al terror alemán? Para imaginarme que todavía respira tengo que creer que, refugiado en secreto por la hermosa muralla de silencio de los campesinos de su aldea, el invasor lo ha ignorado. Solamente entonces creo que todavía vive. Solamente entonces deambular a lo lejos en el imperio de su amistad —que no tiene fronteras— me permite no sentirme emigrante, sino viajero. Pues el desierto no está allí donde uno cree».

Y yo creo que la palabra es vida y la vida no es solo biología sino espíritu. Puede que me equivoque y que mi fe quebradiza y torpe solo sea un deseo, pero eso no me impide que, parafraseando a Dylan Thomas, luche, luche con rabia contra la muerte de la luz. Y es que hay heridas en mi alma que no quiero que se curen. Quiero que me duelan, pues hay dolores que no son más que un antídoto contra el veneno del olvido. Y olvidarlos sería matarlos de nuevo, por eso somos muchos los que consideramos un deber moral preservar sus nombres y sus palabras. Esta obra maravillosa de Carlos Morales nace con ese objetivo.

El Yad Vashem, monumento vivo del pueblo judío a la Shoah, encabeza su página web con una cita del profeta Isaías 56,5: «Y les daré a ellos en mi casa y dentro de mis muros un monumento y un nombre (un ‘yad vashem’) que no serán arrancados».

Fernando Navarro García

Presidente del Centro de Investigaciones sobre los Totalitarismos y Movimientos Autoritarios (CITMA)

 

 

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