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"Poemas de Rue Parthenais", de Agustín Mazzini

agustin--mazziniAgustina De Caria escribe “Construir un paisaje interior”, para referirse al libro Rue Parthenais, de Agustín Mazzini, publicado por Editorial Difácil, de Valladolid, España, 2021.

 

 

 

Construir un paisaje interior

Reseña de Poemas de la Rue Parthenais, de Agustín Mazzini
2021, Editoria Difácil (Valladolid, España) 77 páginas.

Agustina De Caria

Leer poesía se parece bastante a la traducción. No se puede leer un poema sin intentar primero comprender un código, un lenguaje que no nos pertenece. Hay que extraer la piedra última del sentido, no para desentrañarla, sino para darle forma a la arcilla en la que antes habitaba el silencio: rendirnos frente a la permeabilidad de las palabras que pretenden decir algo inasequible, porque en última instancia siempre hablan de otra cosa. Siempre.
       Leer poesía implica saber perder.
       Y perderse.
       En el tiempo, en las cosas.
       Traducir esa pérdida.
       La poesía no es solo literatura, dice Agustín Mazzini, la trasciende. Eso es lo que más le gusta. Se habla de lo poético como un halago, de algo que puede atribuirse a un baile o al amanecer, porque en realidad, agrega, está más en la vida que en los versos.

Agustina De Caria
Agustina De Caria
En julio de 2018, Mazzini aplica a una beca para viajar a Canadá. Es escritor y quiere escribir. En febrero de 2019, baja de un avión. Faltan veinte días para que cumpla veintiséis años. Acompañado por la fricción exhausta de las ruedas de la valija y un cuaderno con poemas por las dudas, hace sus primeros pasos en Montreal. Atrás había quedado Buenos Aires y el calor sofocante del último día de enero. La ciudad lo acogió en sus brazos de hostil maternidad. Así, prendado del paisaje y del cosmopolitismo, el libro Poemas de la Rue Parthenais completó su gestación durante la estancia que se extendió hasta el 28 de marzo.

2018 y 2019. Buenos Aires y Montreal. Calor y frío. Tierra extranjera y tierra natal. La dualidad -distancia inseparable entre los extremos- será un contrapunto que se sostendrá a lo largo del libro, que se compone de cinco partes: «Montreal», «Una aurora que no comprende su propio brillo», «El espantapájaros, «Ocho pequeños poemas para invocar a un hada», y por último, «Latinoamérica». De alguna forma, esta progresión presenta un recorrido, que es hacia el sur y, de alguna forma, también hacia adentro.

Mazzini cuenta que el proceso de escritura fue cauto, por no decir tortuoso. ¿En cuánto tiempo se escribe un libro? ¿Qué se necesita para escribir un poema? El miedo de no poder escribir, irónicamente, lo llevó a escribir una enorme serie de poemas antes de irse. Tal vez este mismo miedo, el susto que supone toda sorpresa, es decir, lo inesperado, también lo haya llevado a escribir una vez instalado, porque justamente de lo desconocido que resulta familiar es que va a tratar esta primera serie. En «Montreal» nos enfrentamos ante una selección de poemas que en apariencia intentan representar de forma descriptiva la mixtura sintética de la ciudad: el cielo gris, el frío, los edificios, los vagabundos, las calles, el francés, elementos que imponen cierta distancia, una hostilidad involuntaria. La voz rodea los objetos con la meticulosidad de un fantasma, que invisible, que informe, existe y no existe, está y no está en los lugares que ocupa. El fantasma es un extranjero: del cuerpo, de los otros, yerra por fuera de sí mismo, por encima de las cosas y por eso se siente extraño. Tal vez -inquietud que se repite en los poemas-, sea eso la soledad. El sujeto disociado no siempre está presente de forma explícita, aludiendo a su sustancia y sentimientos, pero en la emotividad de los poemas puede encontrarse la búsqueda, el desgano, la nostalgia, una admiración por el paisaje, un sujeto que casi de forma pasiva recorre las calles de la ciudad, pero como si las estuviera viendo a través de una vidriera, sin que sea posible definir de qué lado del vidrio está. Esa distancia palpable lo vuelve suspicaz, por eso recupera lo olvidado, lo que el nativo ignora de la lengua y lo que el turista no alcanzará jamás desde la delgada superficie: observa como solo lo puede hacer un extranjero, intentando sacarle la ficha a la ciudad, al paisaje que lo rodea, pero también, a sí mismo.
El tiempo está detenido en Montreal, todo está quieto, solo el sujeto avanza y retrocede. El poeta, cristalizado en la percepción, no tiene más remedio que ver. Y escribir.

La segunda parte, «Una aurora que no comprende su propio brillo», podría pensarse como un conjunto trapezoide, en tanto asimétrico y variado, que quizás sirva como transición: una versión libre de Angie –la canción de los Rolling Stones-,  una oda a Nueva York, la palabra oda, la palabra perro, el voseo, la palabra gánster. No todo en un viaje resulta metódico, algo similar ocurre con la escritura de un libro. Pero es justamente en este libro donde definitivamente el yo se impone a la ciudad. Algo que había empezado a manifestarse en algunas líneas de «Montreal» y que es claro en los últimos dos versos: Montreal, ¿querés saber un secreto?/ De nosotros dos, vos sos la más parecida a mí. A partir de este segundo ¿capítulo?, se devela el motivo de la desconfianza: las descripciones no eran sobre los exteriores, eran sobre el interior.

«El espantapájaros», tercera pieza del libro, inicia diciendo: «Yo soy el lugar/ en donde ni la espera querría quedarse», declaración que dará lugar a otro tipo de viajes: los de la pesquisa de la definición propia. Hasta que en el final confiesa «soy otra vez un niño recostado en su primera fiebre» y, en este sentido, el yo recurre a la más atávica de las formas de la comprensión de la vida: la proximidad a la muerte. Porque un poco de eso se trata, de quién soy en la lejanía y para mí mismo, quién velará aquel cuerpo sin vida, cómo acercar las cosas con las palabras, cómo delimitar nuevas distancias en el tiempo y en el espacio cuando eso es una imposibilidad. En esta evocación de ángeles y espantapájaros, de rockeros muertos y amigos que se extrañan, lo que cobra corporalidad es la ausencia, más palpable incluso que el cuerpo del sujeto.
Recordar, recuperar la infancia, reescribir el pasado y el aparato imaginativo entonces se vuelven operaciones de existencia, desplazamientos posibles, formas alternativas de volver.

Como haikus de tono maravilloso, «Ocho pequeños poemas para invocar un hada», son diminutos peldaños de intimidad. La pequeñez se hace presente no solo en la extensión de versos y poemas, también en la ingeniería de cada composición, despojada de mayúsculas y de puntuación. Todo es chiquito, todo es simple y todo es revelación, pero a la vez, la decisión de desafectar a las palabras del rigor de la gramática es en parte asumir la dificultad de establecer un orden a la necesidad y al deseo. En esta pieza, el yo ya no recorre ciudades; ahora se empapa de sí mismo, tal vez en busca de una nueva honestidad. Pero, al igual que en el haiku, son los elementos de la naturaleza los que comunican esa interioridad y los que ayudan a construir un paisaje interior de frutas, jazmines, estrellas, viento, árboles, animales, que no necesariamente son lo que dicen ser. Recordemos el título: «Para invocar un hada», es decir, (otra vez) evocar lo ausente. Sin embargo, no es suficiente con nombrar, hay un gesto imperativo en la invocación, en traer lo que no está, en hacerlo presente, al mismo tiempo que el yo también se hace presente. De esta forma, «Ocho poemas para invocar un hada» es un reencuentro.

La quinta y última pieza de este libro se titula «Latinoamérica», compuesto por un único poema de título homónimo. En este poema nuevamente se recuperan las formas extensas y las reglas gramaticales. Hay un juego de formas que dibujan el mapa descendiente del continente americano. Pero en contraste con el libro de poemas inmediatamente anterior, el texto parte del yo para tomar una distancia satelital. De hecho, Mazzini cuenta que este poema empezó a escribirse en Buenos Aires y se terminó en Canadá a partir del encuentro con otros artistas latinoamericanos, anécdota que tiene una correlación directa con la experiencia de lectura de todo el libro. Es que, efectivamente, ese yo que empezó a delinearse en «Montreal» y recorrió los kilómetros que lo separaban de sí mismo, vuelve a alejarse para entenderse parte de un todo. El paisaje que ofrecía esta ciudad, que luego se había bosquejado como un espejismo del yo, se reconfigura y adopta una forma nuevamente externa, pero esta vez el yo es y no es un extranjero. Está en el lugar, pero no se termina de identificar y esa escisión se refleja en heridas, en dolor, en lástima: «Mi continente de cilicio y carne arrancada,/ fundado sobre piedras que giran en la palabra <<violencia>>, y te miro como el soldado a la foto de su novia bajo el ruido de las balas/ y te pregunto cuándo te acostumbraste a vivir/ con un revolver en la sien, cuándo empezó/ la electricidad oscura en el nervio que te mantiene con vida». Latinoamérica es una mujer triste, acaso el hada o las amantes que se extrañan que habíamos leído antes: «Sin embargo, vos te quedás conmigo, en mí, mujer que amo con dolor,/mujer traicionada, abandonada entre sus propias ruinas./ Paraíso del dios más cansado y triste». La constelación lexical que fue hilvanándose poema a poema a lo largo del libro encuentra en esta última pieza una locación y genera sensación de familiaridad. Latinoamérica es un lugar que reconocemos, porque ya lo hemos leído, porque, de alguna forma, es el propio sujeto que se fue metamorfoseando. El yo que divagaba de lugar en lugar en la búsqueda de una forma, de una identidad, se desvincula, pero es justamente esa distancia y esa ausencia su marca de nacimiento. Un yo perdido y atemporal, en una geografía de poemas que, incansablemente, arman el rompecabezas de su emotividad.

Los Poemas de la Rue Partheneis construyen y reconstruyen un origen, una sangre, un nombre propio. Buscan el idioma del abandono, con una objetividad ingenua, como si fuera posible tener la suficiente perspectiva del cuerpo y del amor para poder ver su forma. Por eso, en el libro de Mazzini, el sujeto -defectuoso, miope- traza a tientas el mapa de una pérdida irrecuperable.

Agustina De Caria. Docente de Lengua y Literatura por elección y vocación. Le fascina todo hecho lingüístico, principalmente el literario. Escribe poesía y narrativa. Actualmente, cursa la Maestría en Escritura Creativa, en la UNTREF y coordina el taller de escritura Lo no decible. Ha colaborado con reseñas en el medio de comunicación digital 25 horas.

 

Sobre Agustina De Caria
Agustina De Caria (Quilmes, 1992) es docente de Lengua y Literatura por elección y vocación. Le fascina todo hecho lingüístico, principalmente el literario. Escribe poesía y narrativa. Actualmente, cursa la Maestría en Escritura Creativa (UNTREF, Argentina) y coordina el taller de escritura Lo no decible. Ha colaborado con reseñas en el medio de comunicación digital 25 horas. Su instagram es @agusdecaria