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Traducir: Eugénio de Andrade. Iván García

eugenio-andradeTraductor por profesión, curiosidad y gusto, Iván García López reflexiona sobre su contacto con el apasionante y a veces enrevesado mundo de la traducción, y destaca su encuentro con el poeta portugués Eugénio de Andrade.

 

 

 

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Iván García
Iván García (Oaxaca, 1982) es doctor en Letras por la UNAM, donde imparte el Seminario de Traducción Literaria en el Colegio de Letras Portuguesas. Ha realizado dos estancias en la Casa de Traductores Looren (una como traductor y otra como editor) y dirige la Colección Filtraciones. Formó parte del consejo de las revistas El poeta y su trabajo, Periódico de poesía y Sibila. Actualmente realiza una investigación posdoctoral sobre cantos de trabajo en México. Sus libros más recientes son El Canto del Castaño. Problemas de traducción de un canto del chamán araweté Káñipaye-ro (UNAM, 2020), Líneas de fuga. Muestra de poesía mexicana contemporánea (E1 Ediciones, 2020) y Perspectivas de la traducción poética en Brasil (Colección Filtraciones, 2021), de Álvaro Faleiros, que tradujo en colaboración con estudiantes. Desde hace quince años colabora como articulista y traductor en La Jornada Semanal.

 

 

 

 

 

Traducir: Eugénio de Andrade
por Iván García

 

Traduzco con escasas herramientas, con un conocimiento precario, casi siempre por gusto. Traduzco con frecuencia y doy alguna materia sobre traducción en la universidad, pero me es totalmente ajena la imagen del traductor profesional, experto, diestro, ideal, del que traduce "sólo con contrato y garantía de publicación", como le oí decir, horrorizado, a una compañera. Lo que atesoro es otra cosa. En principio, traduzco en mi mesa y nada más. A menudo traduzco sin contrato, sin idea de publicación; ponerme a traducir no depende de si ya se cuenta con el permiso. Peor aún, a veces he traducido sin saber muy bien la lengua o de plano sin conocerla (como ya me puedo imaginar las miradas reprobatorias de los expertos, retomaré algo de esto más adelante). O ya no sé qué es peor, pues también adoro traducir de manera indirecta. Lo adoro, me parece fantástico y su práctica se puede argumentar con suficiencia, así sea dentro de un contexto bien delimitado y consciente de reparos muy lúcidos como los de Boris Schnaiderman. Por descontado, cuando comienzo a hilvanar su posibilidad de publicación, cuando inicio ya un proceso más formal al respecto, observo muy bien el pago, las cláusulas, las diversas condiciones, los permisos, las distintas estrategias de asociación entre editor y traductor, etcétera. Pero en general, en mi caso, todo eso viene después. Aunque a veces he traducido por encargo y ahí la movida es otra, en principio lo que hay es un deseo y un responder a ese deseo. Soy un aficionado. No digo con ello que este deba ser el camino a seguir, digo que es el que yo me he hecho. De ninguna forma puedo estar a expensas del contrato y la garantía de publicación, de lo que buena o malamente me acerca el mercado editorial. Con esa renuencia, considero, uno se niega también a ser una extensión de ese mercado. A menudo, encuentro a mis autores o textos fuera de toda esa dinámica, así como del candelero de poetas contemporáneos desvelándose por su autopromoción. En mi lengua, no suelo valorar el trabajo de autores bien establecidos (Luiselli, Melchor, Volpi, etcétera) y lo mismo me sucede en las lenguas de las que traduzco. En clase, y en atención a lo que el traductor Sergio Pitol le enseñó a una inexperta Selma Ancira hace cuarenta años (leer cada mañana una hora del mejor español que se conozca), ni por accidente vemos esos materiales. El maestro tampoco puede ser una extensión del mercado. Al inicio de cada sesión, leemos, por ejemplo, una página de Arguedas, un poema de Ajmátova en versión de Olvido García Valdés y Monika Zgustova, algunos párrafos del "Elogio de la cocina nicaragüense" de Coronel Urtecho, fragmentos de Fray Luis de Granada y los cronistas novohispanos, pasajes campesinos, en fin, Michaux, Tsvietáieva, Safo, Rulfo, además de las reflexiones de traductores y teóricos. Hay siempre una riqueza tremenda esperándonos, no necesitamos de aquellos otros autores. Y los resultados, en estos dos semestres que llevo, son alentadores: con pocas armas, hemos traducido y publicado, por gusto, por pasión, de manera dedicada, un estudio de Álvaro Faleiros, Perspectivas de la traducción poética en Brasil, y un escrito muy valioso de Henrique Carneiro sobre la misoginia en Occidente; con Vania Rocha, que es una oyente extraordinaria de nuestro grupo, traduje fuera de clase un estudio etnomusicológico muy complejo sobre cantos de trabajo, de Edilberto José de Macedo Fonseca, y muchas cosas más (Ginevra Bompiani, Milo de Angelis, Augusto de Campos sobre Demetrio Stratos, etcétera). Porque no sólo nos importa la literatura. Es más, no nos importa la literatura (en literatura lo que menos importa es la literatura, habría dicho Décio Pignatari), sino poéticas depositadas en la etnografía, la danza, la arquitectura, la cocina, la filosofía, la política, la música, la moda, etcétera. Vivos y muertos. Antiguos y contemporáneos. De nuevo, hay una riqueza tremenda aguardándonos. Traduzco a mis compañeros de espíritu, dice el propio De Campos, pues "son nuestros hermanos en el tiempo y se hallan más cerca de nosotros que la flácida mayoría de los litterati que nos rodean", y eso es exactamente lo que procuramos.

La traducción de estos poemas de Eugenio de Andrade, realizada hace ya varios años en solitario, no se dio de otro modo. Comencé a traducirlos mientras estaba en Brasil, haciendo una estancia de maestría en la Universidad de São Paulo. En realidad, no sabía gran cosa de portugués y al principio tampoco entendía demasiado de las conversaciones en la calle, pero el deseo y la necesidad de aprender sí eran grandes. Estaba allí para recopilar y traducir reflexiones diversas de Paulo Leminski sobre poesía –cartas, conferencias, artículos, apuntes, declaraciones en televisión, etcétera–, que sólo muchos años más tarde pude publicar en Argentina y que ahora, si todo sale bien, publicaremos en una nueva edición muy aumentada. Con torpeza, me inmiscuía en bibliotecas y librerías, en bares y cocinas, en las calles; bebí cuanto pude de lengua y cultura brasileña, a la vez que traducía. Como dice Hugo García Manríquez (ex compañero mío en la licenciatura y traductor de Paterson, entre otras cosas), "no todos tuvimos la suerte de estudiar idiomas desde pequeños, así que no tiene nada de malo aprender uno nuevo al mismo tiempo que traduces de esa lengua". Y ese fue mi caso con el portugués. No así con el italiano, por ejemplo, que estudié ya con la beca doctoral.

Un día, mientras husmeaba en las librerías de viejo, me encontré una pequeña antología de Eugenio de Andrade preparada para el lector brasileño. No era lo que yo estaba buscando y, sin embargo, era lo que yo estaba buscando. Como cuento en la nota introductoria de El sol del invierno, luego de hojear con dificultad aquella edición en portugués, percibí algo así como un canal, una fisura que me permitía entrar con todo y mis carencias, porque yo sin ellas no voy a ningún lado: "No sabría explicarlo, pero cada tarde llegaba a arañar el diccionario, iba anotando las palabras desconocidas, doblaba las esquinas de algunas páginas e iba traduciendo un poco. Cada tarde, también, salía reconfortado, contento. Me sentía acompañado por esos poemas y por un par de amigos con los que convivía y a los que a veces consultaba. Pero lo extraño no era eso, lo extraño era que sentía como si se me hubiera dado una licencia para mover palabras e incluso versos completos a mi antojo. Yo no sabía nada de la importancia de la empatía en la traducción, pero era eso lo que estaba sucediendo. Tampoco sabía nada de teorías, pero alcanzaba a darme cuenta de lo delicado que debía ser cada cambio".

Así traduje un puñado de poemas. No hubo mayor dinámica, sistema o misterio. Tampoco mayor preparación. Era simplemente que no podía resistirme a traducirlos. A veces todavía no terminaba de leerlos y ya los estaba deseando, imaginando, revolviendo en mi lengua. La falta de formalidades o protocolos de traducción imprimía también el máximo de libertad y placer. Ni remotamente pensaba en publicar un libro. A lo mucho, lo que hice fue enviarle el material a Hugo Gola (el mismo hombre de origen campesino que me animó a aprender lenguas, a traducir y a irme a Brasil, entre muchas otras cosas), como quien se lo comparte a un amigo. Algo de esto es lo que trato de enseñar en clase: el inicio es el placer, la necesidad irresistible, el entusiasmo, lo secreto, no hay tiempo para andar pensando en tonterías. A menudo deslizo ejemplos como el de Erri de Luca, que le robaba horas de sueño a la madrugada para aprender hebreo y ruso, antes de iniciar su jornada de obrero, hasta que acabó traduciendo distintos escritos de esas lenguas: "Todos los días me levanto bastante temprano y releo el hebreo del Antiguo Testamento con obstinación y como algo íntimo. Así aprendo". O el caso del cocinero Roberto Bernal, también de origen campesino, que estudió sólo la primaria en su pueblo y que, a los tumbos, fue aprendiendo italiano mientras traducía, por ejemplo, a Giorgio Caproni y Antonia Pozzi. Por supuesto que es indispensable conocer cada día mejor la lengua y la cultura del original, atender consideraciones diversas que sirven como contrapuntos para nuestra idea de la traducción y abrevar por encima de todo en el conocimiento de nuestra propia lengua, pues sin ello somos unos tontos y unos necios. Pero nada de esto sirve, para mí, si no va como articulado por un deseo. Mejor, como enrarecido por un deseo.

Un ejemplo de lo que hice con De Andrade está en "Frutos", su poema para niños, que comienza enlistando una serie de frutas que le gustan ("pêssegos, peras, laranjas / morangos, cerejas, figos / maçãs, melão, melancia"). Ya lo he comentado en otras ocasiones: si yo me hubiera aferrado al ordenamiento del original, tendría una lista de supermercado y no un poema. Todos sabemos que una lista de supermercado puede ser un poema, como lo mostró William Carlos Williams, pero hace falta una fuerza singular, una fuerza motriz en las palabras, pues no son estas las que hacen al poema sino al revés, como ha enseñado Meschonnic. Paladeé el poema, lo mastiqué e intenté rearticularlo en mi lengua. El resultado, tal vez, fue favorable.

Por lo demás, con ese impulso he traducido varias otras cosas, incluso de manera indirecta. Así trabajé, por ejemplo, con las reflexiones de Guennadi Aigui, el radical y desconocido poeta chuvasio. Durante años fui juntando con fervor sus libros dispersos en varias lenguas y luego, casi mágicamente, pude contactar a su viuda para pedir permiso de publicar un libro. Antes les propuse ese proyecto a algunas traductoras del ruso, pero ninguna se contagió de mi entusiasmo. Quien sí lo hizo fue Patricia Gola –traductora del inglés y del alemán– y nos dispusimos a concretarlo. Algo similar me pasó con Mahadeví, vagabunda y poeta del siglo XII, la mayor entre los devotos de Shiva. ¿Cuándo voy a aprender lengua kannada? Nunca. Durante mi segunda o tercera estancia en Brasil, me traje un libro de traducciones de Pignatari, un volumen maravilloso que iba del "Rigveda y Safo a Apollinaire". Allí supe de ella y quedé impactado. Me documenté lo más que pude con libros de especialistas en inglés, portugués e italiano, además de las poquísimas traducciones al español, porque tampoco se trata de hacerlo al chancletazo, y me puse a traducir un puñado de sus poemas. Como Pignatari a su vez tradujo de manera indirecta, me gustó ver allí una traducción de la traducción de la traducción, una traducción vagabunda, el sueño de una traducción de traducciones, como quería Vincenzo Monti. Y así ha habido unos pocos casos más, cada uno ha reunido distintos elementos que me han llevado a traducirlos por esa vía, aunque siempre estableciendo distintas estrategias y recaudos: Tatsumi Hijikata, Forugh Farrojzad, Kuniichi Uno, Evtushenko y Turbiná, Rilke… En el caso especial de Forugh, no sólo la traduje indirectamente, sino que lo hice del francés, una lengua de la que desconozco casi todo. ¡Pero cómo no traducirla! ¡Cómo no amarla! Vi su película La casa es negra y me quedé impactado, atropellado. Busqué más de ella y, al ver que hacía tanta falta en español, me dispuse a traducir –supervisado minuciosamente por amigos muy generosos y conocedores– la única entrevista que encontré y luego un par de fragmentos de cartas.

Por último, durante mi primera estancia en la Casa de Traductores Looren de Suiza, encontré volúmenes con la correspondencia de Charles-Ferdinand Ramuz. El azar quiso que a los pocos días conociera al especialista y albacea. Todavía no he intentado traducir las dos o tres cartas que seleccioné, porque también están en francés, pero amenazo con hacerlo un día. Lucrecia Orensanz, que es experta en ese campo y que de hecho traduce una novela de ese autor, al saber de mi posible travesura fue la primera en entusiasmarse, en animarme a traducirlas y en ofrecerse a ayudarme. Esos son los espíritus que se necesitan. El resto es cualquier tontera y miseria del corazón: celo, ínfulas, prohibicionismos, pasiones tristes…

 

FRUTOS

Pêssegos, peras, laranjas,
morangos, cerejas, figos
maçãs, melão, melancia,
ó música de meus sentidos,
pura delícia da língua;
deixa-me agora falar
do fruto que me fascina,
pelo sabor, pela cor,
pelo aroma das sílabas:
tangerina, tangerina.

 

FRUTOS

Higos, fresas, manzanas,
melones, melocotones, cerezas,
peras, sandías, naranjas,
oh música de mis sentidos,
pura delicia de la lengua;
déjame ahora hablar
de la fruta que me fascina,
por el sabor, por el color,
por el aroma de sus sílabas:
mandarina, mandarina.