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El desparramo de Claudio Bertoni. Marco Salas Opazo

claudio-bertoniClaudio Bertoni es aquí el centro de atención de este concepto: El desparramo, y de un título envidiado por el antipoeta Nicanor Parra: El Cansador Intrabajable, quien descendió del olimpo para visitar al artista visual y poeta.

 

 

EL DESPARAMO DE CLAUDIO BERTONI
Marco Salas Opazo

 

Pasaron dos cosas curiosas cuando, en sus últimos años de vida, Nicanor Parra fue a visitar a Claudio Bertoni. La primera —quizás la más evidente— es que Parra se haya tomado la molestia de ir a visitar a Bertoni. "Los poetas bajaron del Olimpo" decía el antipoeta; él mismo, por su parte, ascendido ya a los cielos como sus antecesores, se molestó en bajar a la casa de Bertoni, en la comuna costera de Concón. En ese improbable encuentro se reunían las dos principales figuras responsables del ingreso de la lengua conversacional, de la cotidianeidad, de la coprolalia incluso, al ámbito de la poesía chilena.

claudio-bertoni-zapatos

La segunda cosa curiosa que ocurrió aquel día es que Bertoni, sin caer en pedirle fotos o autógrafos a tan célebre visita, optó en cambio por conservar un particular recuerdo: guardó sin lavar la taza en la que Parra tomó café durante aquella conversación. No era, en todo caso, la primera vez que se veían; muchos años antes se habían encontrado afuera de la habitación de hospital donde Enrique Lihn se encontraba en la etapa final de su enfermedad. En aquella ocasión Parra elogiaba —o mejor dicho, envidiaba— el título de El Cansador Intrabajable de Bertoni. "¿Cómo no se me ocurrió a mí?" se lamentaba, en palabras de Bertoni, dándose vueltas "como un tornillo con las manos en la cabeza".

Estos encuentros pueden servir para poner en contexto la obra de este poeta, fotógrafo y artista visual, desde sus diálogos y afinidades literarias, pese a lo insular de su posición dentro del marco de las letras chilenas, donde figura como una especie de outsider. Bertoni no frecuenta los círculos literarios, no realiza lecturas poéticas, no visita las universidades y no profundiza en la reflexión metaliteraria mucho más allá de su lema que repite como un credo en numerosas entrevistas: escribe como habla, y lo hace para defenderse de las agresiones del mundo, de la vida. Sin embargo, es uno de los poetas más populares en Chile, devenido en personaje por las singularidades de su obra; candidato al premio nacional de literatura en 2016, y ganador del premio nacional del humor entregado por la Universidad Diego Portales en 2010, ha pasado su vida sin dedicarse a ningún trabajo remunerado aparte de la poesía. Con los ingresos que recibe por derechos de autor, mantiene una vida extremadamente frugal, como una particular especie de eremita en su cabaña cercana a la costa. La literatura parece no interesarle; no, al menos, en términos de ficción. Lo suyo es la reflexión filosófica, la teología —una teología siempre negativa, una aproximación constante a un Dios imposible de aprehender, la fe del blasfemo, la esperanza del incrédulo— la pregunta lacerante sobre el dolor, la enfermedad y las infinitas posibilidades de lo terrible que se ciernen sobre los seres humanos, frágiles y quebradizos. Todo esto expresado desde el miedo y la angustia, pero sin excluir el sentido del humor y la presencia de lo ridículo.

RIDÍCULOS

somos
ridículos
hasta cuándo
de noche
somos sólo una tripa
que se infla
y se desinfla.

que tiembla de pronto
que se peda
que suda
que habla en sueños
que se retuerce
que se levanta como un zombi

y mea

Visto así, no extraña que la producción de este poeta —con casi cincuenta años de trayectoria—sea lo que es: una profunda interrogación sobre la experiencia de la vulnerabilidad, de la precariedad y del miedo, pero que logra ocultarse perfectamente tras un estilo a-poético, basado en un lenguaje conversacional, cotidiano, familiar, construido en buena medida gracias a la presencia ineludible de los objetos cotidianos, en su profunda in-significancia. Aunque ha sido entrevistado en numerosos medios de prensa (y con dos libros de entrevistas publicados), la crítica académica le ha prestado poca atención. Probablemente, porque muchos de los poemas de Bertoni aparecen en la página como una taza o como cualquier otro objeto doméstico: silenciosos, cotidianos, familiares e incluso vacíos.

La taza sucia en la que Nicanor Parra bebió no es un objeto para nada extraño en la casa de Claudio Bertoni. En el pequeño espacio de una modesta cabaña, en la que el poeta ha pasado la mayor parte de su vida, circulan llibros, fotografías, recortes, ropa, bolsas de té, botellas de plástico, e incluso una insólita escultura de corontas de choclo que eventualmente traería problemas de salubridad (la presencia de ratones que el poeta ha contado nos hace suponer que esta particular escultura ya no debe existir más…). Se trata, en definitiva, de la proliferación de objetos en constante desorden que él ha llamado el desparramo.

DESPARRAMO

A donde voy dejo el desparramo
Aquí en la mesita del café dejo el desparramo
Servilletas de papel cigarros anteojos libretas libros
Lápiz a mina y pasta granos de azúcar fósforos y ceniza
Afuera de mi casa también dejo el desparramo el water
viejo
El colchón viejo cajas y envases de vino botellas de
agua mineral
Leña plumavit calcetines toallas sobres diarios y mejor
no sigo
Alrededor de mi cama también dejo el desparramo y en
mi cabeza
Es por supuesto donde más dejo el desparramo es de
ahí donde
Vienen todos los demás desparramos dice mi siquiatra
y tiene
Toda la razón yo creo

Entre los objetos con los que Bertoni convive destaca su colección de zapatos que el mar arrojó a la playa de Ritoque, recogidos pacientemente por él mismo, día a día, durante los años ochenta y que suman más de mil (expuestos por primera vez con el título 1334 Miembros de la Comunidad del Calzado Nacional Marchando sobre Nuestras Conciencias). Y, sobre todo, los cientos de cuadernos (y de cassettes también) en los que el poeta ha registrado un interminable diario de vida fragmentario, caótico y disperso como los objetos que pueblan su mundo, y que constituye la principal fuente de la que extrae sus poemas.

De naturaleza marcadamente autobiográfica, la poesía bertoniana es la expresión de un sujeto que busca dar sentido a su propia experiencia vital, exponiendo sus obsesiones más profundas, que oscilan entre dos polos fundamentales. El primero de ellos, y el más destacado por la prensa, es el erotismo: un deseo venéreo acuciante, que sacude al poeta hasta lo más hondo de su ser. Probablemente esto haya contribuido a su visibilización más mediática a comienzos de los años 2000, pero también ha añadido un elemento de polémica a la recepción actual de su poesía (algunos de los textos, bastante sexistas, no han envejecido nada bien). Pero lo erótico en Bertoni se vincula además a una pulsión vitalista que se expresa en el amor por la música y por el disfrute de los pequeños placeres cotidianos, como tomar el sol por las mañanas. En oposición, encontramos otro polo vinculado al miedo a la enfermedad como sentimiento dominante: miedo que no tiene tanto que ver con la muerte, sino con el dolor, con la amenaza constante de la vejez y el terror de experimentar sus efectos más intensos. Hablamos de un hipocondriaco consagrado, que ha llegado al extremo de gastar el cupo de electrocardiogramas que una persona puede hacerse en el sistema público de salud, solo para descartar enfermedades imaginarias que constantemente lo acechan y que parecen nunca llegar. Este miedo a la enfermedad se manifiesta de manera constante en su escritura, casi bordeando en lo redundante. Pero esta misma insistencia, vista en el amplio marco de su obra como un todo —un work en progress incesante, como lo llamó Enrique Lihn en su momento; un solo libro que se va desgranando en cada publicación— tiene un mérito especial que es el dar cuenta, a modo de una gran performance artístico-literaria, del modo en que el miedo actúa en el espíritu de un sujeto, del modo en que prolifera y se apodera de la mente, no a través de progresiones profundamente desarrolladas, sino mediante insistentes ideas breves pero reiterativas que se multiplican hasta ocupar todo el espacio mental, como un cáncer que hace metástasis en el pensamiento hasta desintegrar al yo. Por eso no extraña que uno de sus mejores textos, Harakiri (Premio Consejo Nacional del Libro y la Lectura 2005), utilice el cáncer como metáfora principal para hablar, finalmente, de otra cosa. A finales de los noventa, Bertoni sufrió una crisis nerviosa que lo mantuvo en el infierno en la tierra por algunos años, y del que sólo logró salir con ayuda psiquiátrica. Y "salir" hasta cierto punto: hoy el poeta se mueve como pisando huevos, temeroso de una recaída que siempre parece estar a la vuelta de la esquina. "El cáncer es una bolita de dulce comparado con lo que me pasó" ha llegado a decir. Así, queda claro que la insistencia con esta enfermedad es finalmente un significante, cuyo significado es algo peor que la enfermedad misma: el miedo constante a padecerla, capaz de ponerlo en el sendero de la locura.

De esta misma desintegración da cuenta Una Carta, obra peculiar dentro de la producción de Bertoni por la inclusión de poemas que escapan a su estilo tradicional: textos complejos, barrocos, extensos, llenos de imágenes surrealistas en una lengua críptica y enrevesada, pero cuyos referentes siempre siguen siendo cotidianos. Declarándose herido y abandonado por la mujer amada, Bertoni se defiende mediante el lenguaje, pero éste se extiende, se multiplica y lo sumerge en una vorágine de sábanas, alfombras, lenguas de género… la multiplicación incesante de objetos lo consume, pero esta vez ya no son materiales, sino imaginarios: objetos domésticos tales como los que lo rodean a diario, pero que dentro de su cabeza causan estragos, creando una especie de arena movediza, "sémola claruchenta" o "malsano resbalín" en el que se hunde, procurando desesperadamente resistir el desamor, ahogándose en el despecho y braceando contracorriente en un mar de palabras para preservar la cordura. La vida de ermitaño que ha elegido —nunca se casó, nunca tuvo hijos— es, al mismo tiempo, una bendición y una maldición. Por estos días, reconoce, es un poco más una maldición: el virus que ha paralizado a la humanidad completa ha vuelto a sacar a flote sus pesadillas, sus temores bien conocidos y, sin embargo, siempre nuevos, los que reaparecen en Cero (2020), su poemario más reciente.

¿Dónde escapar, dónde esconderse, donde huir cuando el miedo lo llena todo? Una vía de escape la ofrecen las cosas, los mismos objetos cotidianos que Bertoni acumula y atesora. Desde una mirada Zen —para Bertoni el budismo es una de las ideas más sensatas de la vida, y una clara influencia en su estética—, las cosas pueden ofrecer una alternativa, un punto donde detenerse, donde parar el ruido insistente del pensamiento. Los objetos bien pueden ser signos de muerte: mirados desde una perspectiva materialista, están vacíos y en ellos solo se encuentra la nada que nos espera después de esta vida y entonces da lo mismo "haber sido Jesús / Bill Gates o un tarro de Nescafé". Sin embargo, desde el budismo Zen, ese mismo vacío es signo de plenitud, de una contemplación que permita fijar el ser en el momento presente, de modo completamente opuesto a esa permanente prórroga del ahora a la que se somete el hipocondríaco, viviendo eternamente sometido a la tiranía del futuro y la infinidad de maldiciones posibles. En el silencio de los objetos, en su vacío, se puede por un momento respirar, suspender "el padecimiento continuo" como diría Bukowsky, e ingresar en un momento de pura inmanencia. Este silencio Zen es clave: la paz no se encuentra en la verbosidad, en la reflexión interminable, sino en el silencio, en la meditación, en la contemplación silenciosa. De ahí que aquellos poemas más minimalistas, aquellos en los que los objetos son apenas nombrados, sean los que ocultan una forma especial de profundidad. La in-significancia de estos objetos —es decir, su precariedad, su escaso valor— se vincula entonces a su a-significancia en la medida en que no remiten a nada, no ocultan ningún otro significado, simplemente están. Y gracias a ello, el poeta puede lograr, aunque sea por un instante, lo que tanto anhela: olvidarse de sí mismo.

LA ENSALADA

sucedió algo maravilloso
entre las hojas de lechuga
había un pedazo de palta (2011, p. 109)

Y es que si hubiese que describir un rasgo primordial, una característica que defina la obra de Claudio Bertoni en sus aspectos principales, diríamos que es una obra paradójica: una escritura que, en apariencia vacía, superficial diríamos, logra decir mucho acerca de la naturaleza humana y de los modos como nos relacionamos con el sufrimiento y el miedo, cómo lo experimentamos, y cómo lo rehuimos. Una obra en la que la presencia de los objetos cotidianos puede ser parte del caos mental, pero que puede también ofrecer una vía de escape que remita al gozo del momento presente. Y sobre todo: la escritura de un sujeto obsesionado con su propio yo, que busca desesperadamente escapar de sí mismo:

me
alivia
estar sin
mí.