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Víctor Rodríguez Núñez, husmeando el olor del misterio. Jorge Boccanera

jorge-boccaneraJorge Boccanera, destacado escritor argentino, ensaya sobre el libro El cuaderno de la rata almizclera del poeta cubano Víctor Rodriguez Nuñez, un poemario con “una textura surrealizante”, donde “se antepone la imagen visual a la metáfora”

 

 

 

Víctor Rodríguez Núñez,  husmeando el olor del misterio
Jorge Boccanera

 

A cuarenta años de su primer libro Cayama (1979), el cubano Víctor Rodríguez Núñez continúa forjado una obra singular e insoslayable en el mapa de la poesía latinoamericana actual merced a una voz repujada por diferentes búsquedas expresivas. El cuaderno de la rata almizclera, uno de sus últimos libros, patentiza justamente esta labor sostenida y diversificada en sus registros discursivos. 
          Además, el desdoblamiento en roles diversos –poeta, periodista, crítico, traductor, conferencista y catedrático- hacen de Rodríguez Núñez (La Habana, 1955), un animador cultural, un divulgador del género y, en el caso de Cuba, un antologador de la poesía de los últimos tiempos a través de las compilaciones: En su lugar la poesíaUsted es la culpable y El pasado del cielo: La nueva y novísima Poesía cubana.
          A grandes rasgos podría hablarse de dos etapas respecto de su obra: una primera que va hasta el año 2000 en la que destacan entre otros títulos: Con raro olor a mundo, Noticiario del solo, Los poemas de nadie y El último a la feria; y otra que desde esa fecha a la actualidad comprende títulos editados en España, Cuba, México, Argentina y Chile, a la vez galardonados con relevantes premios. Sobresale el dato de la alta productividad en este último lapso donde se inscribe una decena de volúmenes –Tareas, Reversos, Desde un granero rojo, deshielos, Actas de medianoche I y II, despegue y enseguida(sic)- más la obra que analizamos aquí, El cuaderno de la rata almizclera publicado en Argentina por «Buenos Aires Poetry».
          Dicho libro evidencia, como quedó dicho, la aspiración del poeta (y toda búsqueda es además de trabajo, propuesta y anhelo) por una renovación que es una opción de mudanzas. Estos nuevos caminos que abarcan al pensamiento y a la inventiva, también comprenden al lenguaje y a los temas recurrentes del autor: el amor, la infancia (donde asoman la madre y la abuela, y se disipa la figura paterna), el dato político, la minucia cotidiana, los viajes (una cartografía que incluye a lugares diversos como Nicaragua, Trípoli, Madrid, La Habana, Ohio, Cochabamba, Moscú, Bogotá, Oregon) y un símbolo reiterado: «la estrella», claraboya que desafía la densa oscuridad, símbolo de esperanza y ángel tutelar.
          Hay que decir que estos cambios en Rodríguez Núñez van montados al lomo de su lengua; vale decir: transforman sin desvirtuar las huellas digitales de su voz; sus marcas esenciales aquello que ésta posee como coloratura. El gran manejo del ritmo del cubano a través del verso libre, la poesía en prosa, el soneto, el texto aforístico, etc- se constata en El cuaderno…alternando hemistiquios del verso alejandrino con su correspondiente pausa, con endecasílabos que repujan una respiración afianzada.
          Se corrobora aquí otra constante de su poética: el lugar del hablante: un ser descentrado, errante, precario, ajeno a las veleidades del poeta oracularintérprete de doctrinas secretas. Por el contrario se desliza aquí un «yo oblicuo pero autobiográfico» –utilizo palabras del crítico Julio Ortega- que se mueve «desde un centro-desplazado (con) «una innata desconfianza ante las retóricas consagradas por el uso». O –en palabras de José Emilio Pacheco», un bufón «doliente» y «degradado».
          Recurrencia sí, pero también detonante de exploraciones estéticas surgidas en el laboratorio expresivo de Rodríguez Núñez, porque ese hablante perdido en una urbe de límites e identidades más o menos verificables, derrama ahora su soliloquio en los no lugares del mundo globalizado: es un sobreviviente entre quienes naufragan aferrados a un celular. De ahí también que el cubano haya abandonado –o al menos adelgazado- la cuerda conversacional en un tiempo de incomunicación y diálogo exiguo, para trocar coloquio, locuciones populares y fraseo confesional por planteos abstractos, conceptuales. El núcleo del poema se diluye en el texto sin orillas y asoma por ratos una textura surrealizante. Pero más que nada, se antepone la imagen visual a la metáfora.
          Respecto a esto último, se observa en El cuaderno… una saludable influencia del poeta peruano Antonio Cisneros, El cubano, que ha señalado en diferentes entrevistas las vecindades con las obras de Fayad Jamis, Juan Gelman, Eliseo Diego y la poesía oriental, asume la cercanía de su amigo «Toño» Cisneros también en la escena visual y además en el gesto irónico, el pasaje narrativo y un pletórico bestiario (el peruano solía referirse a una especie de «zoofobia sublimada», para referirse a los animales e insectos que en su poesía asumen diversas representaciones). De este modo, el oso hormiguero, los gatos, perros, arañas y la gran ballena de Cisneros, comparten territorio con la rata almizclera, el ganso, la ardilla, el cuervo y el coyote de Rodríguez Núñez.
          Una prosopopeya singular alienta los versos del poeta cubano con imágenes restallantes: «Aquí los clavos gruñen/ con nostalgia de nudo», «eco sin eco», «Brilla la cicatriz/ que el viento hizo a la sombra», «la lluvia es la evidencia/ de que se puede remendar el cielo», «pero si escuchas bien/ la muerte trina», «junto a la res gravemente escorada/ la rata en realidad malentendido/su acentuado braceo/ en tu letra fatal».
          El enorme roedor acuático que con el pelambre mojado puede parecer un peluche de espanto, capta en el paisaje agreste –»tierra brava», vientos, hielo, «lluvias disciplinadas», polvareda- «la nerviosa osamenta de las cosas». De modo que el poeta toma del animal una perspectiva casi a ras del piso en un raid de vistazos, sensaciones, sueños, cálculos, observación, en fin, una suma de avances y retrocesos en la piel y el corazón diminuto de una rata acuática que arma con paciencia su madriguera a resguardo de la gula de animales que acechan: «cocodrilos, serpientes, esturiones» –esos peces que devoran ratas.
          Un paisaje de pueblos deshabitados, postales del readmovie, un silo cerealero sin techo sobre la sequedad alambrada, jardines de cizaña, bandadas de pájaros rapaces sobre un sillón desvencijado a la intemperie, dan el marco de una modernidad vacía. Es allí donde la obsesión identitaria de Rodríguez Núñez va del espejo astillado a la cinta moebius. La indagación del sí mismo y del yo escindido coloca a la otredad como eje de sus últimos libros (especialmente el que nos ocupa en esta nota) eludiendo la «mismidad» e interiorizando al otro (lo diferente) para aceptarse también como ese otro.
          Es de notar que la sensación olfativa se impone en Rodríguez Núñez por sobre los otros sentidos; el poeta llamó a uno de sus libros Con raro olor a mundo y remató un poema de Noticiario del solo: «hay un extraño olor lejos de casa». Son apenas unos ejemplos. Ahora nos presenta esta «ondatrazibethicus» que segrega una substancia (almizcle zibata) de gran utilidad para la industria de la perfumería. Y una vez más el hablante que metía su nariz en la realidad para advertirnos sobre aquello que «huele mal», camina con su bolsa agujereada por donde se han ido las certezas, las brújulas y algunos sueños. De todos modos no deja de husmear al fondo del misterio, como lo evidencia El cuaderno de la rata almizclera, sin duda uno de los picos altos de la obra de Rodríguez Núñez.

Víctor Rodríguez Núñez
Víctor Rodríguez Núñez