Juan Manuel Roca

Juan Manuel Roca. Tres asedios al cuerpo

Juan Manuel RocaEl poeta colombiano se enfrenta cuerpo a cuerpo con el cuerpo. Cada palabra se convierte en un golpe de conciencia y de búsqueda, de encuentro, de re-conocimiento; con jabs de prosa y volados de lirismo se sacude el alma.

 

 

 

Tres asedios al cuerpo
Juan Manuel Roca

I. Episodio del solitario

Mis luchas con el ego ocurren en un estadio abandonado, una especie de  Madison Square Garden de aldea donde mi poderoso yo se sueña entre grandes reflectores. Con humildad busco huir del cuadrilátero aprovechando un descuido de mi ego. En vano. No soy en verdad un profesional del combate, un peleador fogueado en peleas clandestinas. El demonio de mi ego aprovecha mis dudas y me apalea. Su más constante jab es el que lanza a mi falta de pericia cuando me lleva a empujones  a las cuerdas del ring. Sus brazos de molino apuran una andanada de ganchos de izquierda que estallan en el centro de mi ausencia. Imaginen un cuadrilátero bajo el neón de la luna, donde mi ego busca poner fuera de combate mi budista aspiración a la humildad. Mi ego es procaz, se oculta en estos huesos calcáreos de hombre timorato que sólo atina a defenderse. El último combate no tuvo parangón. En una esquina mi ego, curtido y altanero  (sin duda un campeón de peso pesado) y en la otra mi aspiración de hombre prudente y noble (un púgil aficionado del montón), se examinan con cuidado, como si no vivieran desde siempre en el mismo vecindario. Desde el primer asalto mi ego me acorrala y zarandea como a un muñeco de fieltro. En el 5º asalto caigo de bruces, fulminado, con los brazos en cruz en un torpe remedo de Cristo. Mi ego da vueltas en torno de mi yacente armazón, brinca como un comanche alrededor del fuego, levanta los brazos jubilosos, me mira con el desdén de un  gladiador. Un público fantasma y un coro de expertos me nombran Rey de Burlas mientras aplauden con furor a mi soberbio contrincante.

 

II. El extraño caso del cuerpo

Mi cuerpo, como en una novela negra, me persigue. Donde voy, va conmigo. Mide sus pasos en mis pasos, casa su sombra con la mía. Para sorprenderme acude a los viejos manuales del sigilo. Me espía agazapado oculto en el cuello de su gabardina, sigue los viejos moldes policiales, desde esconderse tras un periódico hasta ponerme como señuelo una espigada pelirroja. Una noche me lo encuentro a boca de jarro al doblar una esquina y me resulta imperioso saludarlo como a un viejo conocido. Debo aceptar que me siga a todas partes.

 

III. Suena la campana

Dios me tiene al borde del nocaut, me golpea como a un mal sparring de barriada. Desde el primer round Dios me dice dulcemente: «Ahí le va mi golpe de gracia, intente si puede esquivar mis bendiciones» y en verdad me apalea como a un Cristo que levanta sus brazos escuálidos al cielo. Como el guantazo que le dio a Saulo en el camino de Damasco. Si tuviera toalla la arrojaría al cuadrilátero o al menos me limpiaría el sudor y la sangre, pero la perdí al levantarla como bandera del último naufragio. Dios se aprovecha de mi aturdimiento y no para de azotarme. El demonio me tiene al borde del nocaut, me da con un balde en la cabeza cuando suena la campana, me martilla el hígado una y mil veces, me pisa la sombra que queda inmóvil y no sigue el pesado balanceo de mi cuerpo, me acorrala y zarandea como a un muñeco de trapo, bailotea como un derviche  y lanza un aguacero de golpes a mi costillar. Un público vestido de frac lo aplaude con furor, le lanza besos de azufre y labios de mujer. El demonio no para de decirme: «póngase en guardia, bastardo, ahí le va el jab del infierno con el que aplasto las mañanitas de Dios». En el camerino, vuelto trizas, pienso que debo volver a casa y cancelar mis altos estudios en teología.