Samuel Vásquez. La crítica en Colombia

samuel-vazquezPara el artista plástico, poeta, dramaturgo y ensayista colombiano la crítica en su país perdió la alegría y el brillo, es un mero instrumento de poder, de ejercicio inquisitorial, de arrogancia sin visión.

 

 

crisis Crítica

 

En esta convención cartográfica que convenimos llamar Colombia la actividad crítica siempre ha sido anatemizada, y el conflicto, objeto de crítica, se transfiere al sujeto que lo señala. Así, en acomodada simplificación que mece nuestra infatigable siesta histórica, el conflicto no les parece otra cosa que la proyección de la mente de un ser conflictivo. En lugar de observar atenta y críticamente lo señalado, miran con desdén el dedo que señala: como han perdido toda fe en sí mismos (aunque lo nieguen) no pueden admitir la crítica; como han perdido toda razón vital (aunque lo disimulen emborrachándose) no hay espacio para la alegría.

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Samuel Vásquez Foto: JAL

Del «fracaso de las ideologías» y el «fin de la historia» chupan el sustento para su astuta convocatoria a una boba unanimidad de salvación nacional. Con las mismas manos que aplauden el desuso de las ideologías, más fuertemente se aferran a la suya, refractaria no sólo a todo lo nuevo sino a todo lo otro.

Para desactivar toda acción libre comunitaria o personal, pretenden querer informarnos, de manera perentoria, que la responsabilidad ética y social del ser humano sobre su propio destino, sobre su vida privada y colectiva ha quedado en suspenso definitivamente. Que la transformación de la realidad que nos han legado es sólo una astuta falacia de algunos listos, que la creación de imaginarios y de mundos propios es un embeleco para embaucar incautos. Que el «fin de las utopías» ya se dio. Que todo ya está decidido, que la historia está dada y no puede ser intervenida. Que toda cosa, proyecto o producto que no esté mediado por el mercado es apenas una fantasía inoperante, vacía de realismo. Que la creación en nuestras manos es mera ilusión, que nos queda la única posibilidad de ser espectadores. Que las ideas son meros placebos, que cualquier disidencia en un analgésico. Que un pensamiento no catalogado por ellos es pornográfico, que la práctica social o política contestaría en un delito, que el único lugar para los artistas y los intelectuales es el desencanto instruido. Que el arte y la poesía son apenas consoladores para la autocomplacencia. (Pero nosotros no podemos dejar de pensar en María Zambrano cuando nos dice que “la utopía es la belleza irrenunciable”).

Hay que resistir contra los taimados discursos seudo-históricos que anuncian el fin de la historia, el fin de las ideologías, que sólo favorecen la permanencia de su propia ideología que se aferra cada vez con más fuerza al poder a través del unanimismo del pensamiento único de derecha instruida.

Samuel - armando obra
Samuel – armando obra

Lo que nos pasa es previsible por ser el resultado lógico de las tendencias dominantes de la “inteligencia”, del orden único del mercado y de la política globalizada.

Hay que rebelarse contra el pensamiento indiferente y estéril, que con una pretendida neutralidad cohonesta su insensibilidad comunitaria y social, y poco le importa la circunstancia real de sus vecinos y de su ciudad, y arrebatar de sus manos la predeterminación de nuestro destino que siempre podrá ser posibilidad, oportunidad, tiempo indecidido. Hay que promover la insumisión y desterrar la apatía y el inmovilismo.

Hay que subvertir la lógica de las instituciones y la programación de sus espectáculos insignificantes –elitistas o populacheros-, y delatar la servidumbre cómplice de los medios de comunicación.

Hay que contestar, delatar y frenar el desmantelamiento cultural y artístico promovido por las instituciones públicas, obedecidas y auspiciadas por el capital privado. Hay que contestar el desmantelamiento artístico promovido por las instituciones privadas auspiciadas por el Estado.

La soberanía no empieza en San Andrés, la soberanía debe empezar en cada individuo, que es a quien le ha sido arrebatada por el pensamiento unanimista del statu quo y por la lógica monolítica de la globalización.

La toma de consciencia no es un hecho dado, ya realizado y cerrado. La toma de consciencia se construye cada día ante cada circunstancia que se presenta.

Los reencauchados teóricos criollos se sienten muy cómodos en su posmodernidad, porque al fin terminó esa angustiante exigencia modernista de originalidad, de riesgo, de audacia, de avanzar con alegría en lo desconocido. En su odio a las vanguardias olvidan que una vanguardia que triunfa es como una teoría científica que se comprueba: permite actuar sobre lo real  hasta hacerlo parte de la realidad misma. En su odio a lo nuevo olvidan que tradición y traición  provienen de una misma raíz latina.

La fuerza de los pensadores del siglo antepasado y de principios del pasado, radicaba en su amor irreductible hacia el espacio que respiraban, y en su capacidad para la ironía ante su precario e inestable presente personal. Conocían el pasado a cabalidad y lo comprendían con sabiduría, y tenían una maravillosa capacidad para predecir el futuro, pero su presente personal era apenas una tragicomedia. La contradicción entre su entusiasmo desbordado por las amplias posibilidades que ofrecía la vida moderna y su humor ante la propia insegura circunstancia existencial, fue la generadora de su fuerte visión crítica y de su dialéctica enriquecedora.

Hoy la crítica, la contradicción, la interrogación, son despreciadas y consideradas rasgos inequívocos de inseguridad y debilidad. Por eso se añoran los gobiernos fuertes: se anhela el padre responsable que responda por nosotros a preguntas que no queremos siquiera conocer, porque nos negamos a acceder a una edad adulta, es decir, creativa.

Hoy el peligro (propiedad exclusiva del presente) se disimula, se oculta, se disfraza, porque de otra manera se estaría obligado a plantear preguntas y a dar respuestas. Nietzsche dice que el peligro «es la madre de la moral», pero ahora la moral es esa «mala hipocresía de la envidia» de que hablara el poeta.

 

LA CRÍTICA DE ARTE COMO CONTRAPUNTO

La obra de arte no impone un monólogo soberano sino que plantea un diálogo invencible, como dice Malraux. Y debiera ser el crítico, en representación del público, su autorizado interlocutor. Es él quien debiera rescatar al espectador su derecho a la pregunta. Debiera ser él quien restaurase la dignidad del espectador de la humillación a la que ha sido sometido por el Poder Cultural. (Poder sutil pero tiránico). Es obligación indeclinable del crítico estar en el exacto momento de la imagen, de la vida y del presente histórico.

Contra la visión arqueológica donde la acumulación de tiempo otorga valor a las cosas sin distinguir objeto de obra, viejo de antiguo, manufactura de estilo, y sin la visión histórica donde la coherencia espacial, temporal y social asignan un punto de vista obligado, una forzada perspectiva que encajona la obra de arte, el verdadero crítico (sin tiempo y sin distancia) está obligado a poseer el don de la iluminación instantánea que le confiere el milagro. Debe ser él, como instrumento sensibilizado, el ser dotado para revelar las, a veces arcanas, señales de la obra.

Pero en nuestro medio el crítico hace parte del Sistema, hace parte del Poder Cultural: estafa intelectualmente al espectador y chantajea al artista. Como «espectador de profesión» que es, padece el deber de leer todo, de mirar todo, de juzgar todo, perdiendo la libertad y la alegría de leer y de mirar del espectador común que es aleatoria y se fundamenta en el placer, en el goce. En su exhibicionismo intelectual de entendido ha castrado lo más maravilloso que es dado al espectador de arte: su orgullo de cámara.

Su lenguaje es un ejercicio de Poder. Su discurso sólo conduce a un veredicto. No hay en sus palabras ni amor, ni dolor y mucho menos asombro. En su arrogante vanilocuencia olvida que la verdadera crítica pertenece al silencio del artista ante el papel, el lienzo, la pantalla en blanco.

Para Guilio Carlo Argan,
por su esplendente correspondencia
con el muchacho que yo era.