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La sabiduría en La tempestad. Héctor Tajonar

hector-tajonarEl ensayista mexicano, Tajonar, nos ofrece su lectura sobre la poesía del nicaragüense Francisco de Asís Fernández, en particular del libro de reciente aparición La tempestad.

 

 

 

La sabiduría poética de Francisco de Asís Fernández

Héctor Tajonar
Ensayista Mexicano

 

Francisco de Asís Fernández Arellano nació poeta. Su padre, el célebre bardo Enrique Fernández Morales, le infundió su arte al bautizarlo con el nombre de El varón que tiene corazón de lis / alma de querube, lengua celestial / el mínimo y dulce Francisco de Asís, en memoria del icono de la espiritualidad cristiana mencionado en el poema «Los motivos del lobo», de Rubén Darío. Desde entonces, el autor de Quiero morir en la belleza de un lirio (2020) vive en y para la poesía, de su imaginación luminosa brotan versos con la fluidez de un arroyo cristalino y la naturalidad del trino de un ruiseñor. 

 La tempestad, el poemario más reciente de Fernández Arellano, es poesía encarnada y descarnada, intensidad introspectiva hecha verbo en la que el poeta nicaragüense se muestra a sí mismo sin ambages ni rebuscamientos en un fascinante ejercicio de desnudez lírica. El resultado es a un tiempo prodigioso y, por momentos, desgarrador.

Pero yo escondo mis debilidades,
no me gusta que las amistades sepan
que un inválido como yo
encontró la felicidad en la poesía,
en la soledad, en la música y en la fidelidad
a un amor que ya no me quiere.

Baudelaire apenas podía concebir una belleza en la que no hubiera melancolía. La bilis negra no es una tristeza cualquiera, ha sido detonador de creatividad en espíritus superiores a lo largo de la historia desde los trágicos griegos hasta la poesía de Nerval o el nihilismo de Nietszche y Cioran. En la poesía de Francisco de Asís la fusión de belleza y melancolía está iluminada por la esperanza que emana de una sabiduría poética alimentada por el erotismo, el amor a la vida y a la belleza. Como Rimbaud, Fernández Arellano sentó a la belleza en sus rodillas, pero no para injuriarla sino para poseerla con la misma pasión con la que amó a Leonor de Aquitania.

 La tempestad expresa una estética del dolor sublimada por el poder de Eros, la energía vital dominante en la biografía, cosmología y obra de nuestro poeta. Placer y dolor, extremos antagónicos que definen la vida de hombres y mujeres están indisolublemente vinculados en este libro portentoso, pleno de humanidad poetizada frente al destino final de todos los seres-para-la-muerte que habitamos este planeta. Escribo en diciembre del fatídico año 2020. La desgracia humana, social y económica producida por la pandemia nos ha obligado a recordar la fragilidad de la caña pensante que somos, Pascal dixit, así como la misión salvadora de la poesía en tiempos aciagos. En ese contexto, celebro doblemente la aparición de La tempestad, así como la primacía del hedonismo poético en la obra de Francisco de Asís ante la disyuntiva entre Eros y Tánatos.

Pero yo gocé un exceso de vitalidad cuando descendí
por el Maelstrom borracho de amores
que aparecieron en las líneas de mi mano.
A todas ellas las amé igual que a mi vida,
como un condenado a muerte.

Epicuro postuló el placer como el bien supremo de la vida, entendido como ausencia de dolor en el cuerpo y de turbación del alma, sin limitarlo a los deleites corporales ni confundirlo con los excesos de los disolutos. El filósofo del jardín recomienda discernir entre lo deseado, lo deseable y lo no deseable a fin de alcanzar la ataraxia o imperturbabilidad, vía idónea para conquistar la felicidad. Contrario a lo que suele pensarse, el epicureísmo relega el placer y la pasión sexual debido a su carácter efímero y a que puede provocar malestar e inquietud física y espiritual.  Ello lo acerca a los estoicos. Acaso el vitalismo erótico de Francisco de Asís Fernández sea más afín a las ideas y costumbres de Carpócrates, supuesto fundador de una secta gnóstica en el siglo 2 D.C. que practicaba una suerte de misticismo sexual mediante el cual la copulación con una mujer joven y hermosa era la vía para acceder a la manifestación del espíritu de la Divinidad, por lo cual proponía un culto al orgasmo como liberador de la "luz celeste".   Conocedor del secreto de Tiresias, nuestro poeta no recurre a esos excesos ni a las perversiones descritas por el Marqués de Sade o por Edward Sellon en El nuevo epicúreo (1865). El erotismo poético de Fernández Arellano es pleno y dichoso, tal como lo expresa en el poema "Yo fui el amante de Leonor de Aquitania":

Ella hacía el amor como una loca
Debajo de las estrellas
sin perder su majestad.
Ella me enseñó lo que es el amor, la poesía,
me hizo un trovador que ama el viento invisible,
la verdad de la locura.

En el tantrismo, la mujer desnuda encarna el misterio insondable de la Naturaleza y es capaz de producir una hierofanía, una revelación de lo sagrado.  Ante la desnudez ritual de la yoguini (una joven instruida por el gurú para consagrar su cuerpo), el yogui experimenta una emoción mística al hacerle el amor, lo que conduce a la manifestación del misterio cósmico (Mircea Eliade, Erotismo místico en la India). Inspirado en ello y en los relieves de los templos hindúes de Khajuraho, Octavio Paz escribió el poema "Maithuna", vocablo que denota la celebración de la referida ceremonia sexual. Por una ruta propia, ajena a esas creencias y más cercana al Poema del otoño de Rubén Darío, Francisco de Asís Fernández recurre a la osadía poética de invitar a la muerte a un ritual amoroso, gritándole: ¡Ven muerte, amada mía!

Ven muerte, amada temida,
Llévame de este mundo miserable,
quítame los años que pesan como la roca eterna de Sísifo,
devuélveme la flor de las nieves,
quita mi corazón de mi puño cerrado.

Mientras en el mencionado poema de Darío se mezcla la meditación ante la muerte con un erotismo panteísta -como lo ha señalado Paz en su ensayo sobre el fundador del modernismo-, Fernández Arellano entabla un diálogo frontal con la muerte, mitad confesión, mitad seducción:   Yo toqué la lujuria de Eva… / Salí del paraíso sin remordimientos / para vivir dentro de las murallas de la imperfección… / dame una muestra de tu amor / ya no tengo necesidad de la vida.

Acomódame en un tren
que pase por todos mis arrepentimientos,
la lujuria, el demonio, el mundo y la carne,
por la santidad de la poesía
y la mística del amor.

En el erotismo poético de Darío y Fernández Arellano es clara la presencia de las creencias cristianas sobre el castigo eterno a los pecadores, pero no con un espíritu de sumisión al dogmatismo religioso sino más cercana a la visión de William Blake contenida en su célebre obra El matrimonio del cielo y el infierno (1793). Frente a la división maniquea entre el bien y el mal, Blake postula una visión unificada del universo en la que el mundo material, los deseos y placeres físicos, la razón y las pasiones humanas forman parte del orden divino; no hay división entre cuerpo y alma. Toda forma de vida corporal y espiritual está contenida en la circunferencia del Todo, al que llama Energía. Y la Energía es el Deleite Eterno. Menciono cuatro joyas de "Proverbios del infierno": La eternidad está enamorada de las creaciones del tiempo. La ruta del exceso conduce al palacio de la sabiduría. La desnudez de la mujer es creación de Dios. La Exuberancia es Belleza.

Baste citar una estrofa de Poema del otoño para mostrar la influencia de Blake en la poesía de Darío: ¡Si lo terreno acaba, en suma, / cielo e infierno, / y nuestras vidas son la espuma / de un mar eterno! En el poema "Vi su corazón de nácar sonando en una caracola", Francisco de Asís Fernández rebate con elegante firmeza el mito del paraíso relatado en el Génesis.

Tenemos que nacer sin pecado original
vivir con candor más allá del bien y del mal.
Hay que poner la realidad en el pico de las aves migratorias
para que la suelten en los vientos.
Tenemos que amar la abundancia infinita del universo
y amar a Dios sobre todas las cosas.

Dios es una presencia constante en la poesía de Fernández Arellano, pero no una deidad que mutila y reprime mediante dogmas, intimidaciones y falsas dicotomías sino un Dios de la vitalidad y la alegría –laetitia- concebido por el filósofo holandés Baruch Spinoza, a quien Francisco de Asís Fernández le dedica un poema, convencido de que Dios no pudo habernos creado para castigarnos.

A Baruch Spinoza le gustaba la poesía, la imaginación
y contenía sus emociones cuando encontraba a Dios en el infinito;
pero no creyó en el Dios que todos creían.
Spinoza no creía en un Dios despiadado,
creía en un Dios misericordioso.

El canto a sí mismo de Francisco de Asís Fernández no centra al cosmos en su persona como Walt Whitman, ni eleva un cántico a la Divinidad por la creación de la naturaleza como Jorge Guillén; tampoco se autonombra el desdichado, como el poema de Nerval, abrumado por "el sol negro de la Melancolía". Desde su propia visión poética de la existencia, el autor de La tempestad se analiza a sí mismo con rigor inclemente -no exento de humor- al tiempo de maravillarse ante las bellezas de todo lo vivo, explorar los misterios del cosmos y reclamar a Dios y al hombre por las aberraciones del mundo. Su deidad y verdad suprema es la belleza. En eso consiste la sabiduría poética de Francisco de Asís Fernández Arellano. Ello le asegura a mi admirado amigo de medio siglo un lugar privilegiado en la historia de la poesía contemporánea de lengua española, así como en la Isla de los Bienaventurados platónica por toda la eternidad. Sólo la belleza es eterna.