Leonardo Valencia (Ecuador, 1969)

El ideograma

Kúo debía resolver qué libros llevaría al Templo de la
Ciudad Prohibida. Reglas centenarias disponían que el bagaje
de los jóvenes sacerdotes debía tener un peso similar al de sus
propios cuerpos. Ni más ni menos. Como Kúo no encontraba
respuesta en la arboleda de Kaoshiung, decidió buscar a su
maestro.
Siguiendo su costumbre de todas las tardes, el maestro
Tse-Tuan estaría escribiendo en una de las salas del pabellón
Tacheng. Kúo lo buscó y lo encontró reclinado sobre los lienzos
con su rostro pálidamente perfilado por la ceguera.
—Te vas a ir dentro de poco —lo sorprendió Tse-Tuan,
sin alzar el rostro, como si lo hubiera estado esperando—.
Aprovechemos lo poco que te queda y conversemos.
Kúo seguía en la puerta. No se atrevía a entrar ni a decir
nada. Tse-Tuan, percatándose de que el muchacho estaba
turbado, trató de calmarlo.
—¿Qué te ocurre?¿Por qué no hablas?
—Tengo un problema… —empezó tímidamente Kúo—.
—Pues si lo tienes y has venido a contármelo, te escucho.
Kúo avanzó hacia su maestro. Se agachó y sentó frente a
él.
—Me da pena no poder llevar al continente la mayoría de
mis pertenencias, sobre todo mis libros. Usted bien sabe que la
regla del Templo es inevitable. Sólo puedo llevar una carga que
pese tanto como yo.
Tse-Tuan tomó uno de los pinceles. Lo puso a remojar en
un diminuto tintero de jade rojo. A pesar de su ascetismo y su
modestia, este tintero era el único objeto que se preciaba de
poseer delante de sus colegas.
—Eso no debería preocuparte —le dijo—. Te llevarás lo
necesario.
—Pero es que todo lo que he adquirido y lo que me han
regalado en estos años me es necesario —continuó Kúo—. Y
usted sabe que he sido lo más austero posible. En realidad, lo
único que me entristece dejar son mis libros. He aprendido
tanto de ellos y estoy tan acostumbrado a releerlos y
consultarlos.
Si bien no lo miraba a los ojos, Kúo sabía que el maestro
lo escuchaba con atención mientras escribía con el rostro
inclinado hacia el lienzo blanco.
—Por lo que dices, a todos tus libros los has leído más de
una vez.
Kúo afirmó con orgullo.
—¿Y cuántos libros tienes?
—Son dos mil doscientos veintidós.
—Supongo que tendrás alguno predilecto. Siempre hay
uno.
—¿Aparte de los Manuales? —dudó Kúo.
—Aparte de ellos —aclaró Tse-Tuan—. Me refiero a los
que están más cerca de tu corazón.
No demoró en decirle que sus dos libros preferidos eran
Las memorias históricas de Se-ma Ts´ien y el Libro de las odas.
—Lleva sólo esos —dijo el maestro—. No vayas a dejar
una frazada por un libro.
—Claro que no —enfatizó Kúo—. Pero es que luego de
que he sopesado con mis manos los dos libros, derivo hacia
otros que también quiero y me digo que sí podría llevarlos, que
me mantengo aún dentro del peso, pero entonces tomo otro y
otro y otro más. Así hasta que no deseo dejar ninguno.
Tse-Tuan había iniciado un ideograma sobre el lienzo. Lo
dibujaba con lentitud. Antes de cada trazo, se detenía por culpa
de la ceguera.
—Entonces no te lleves ninguno —concluyó Tse-Tuan.
Kúo abrió los ojos.
—No te lleves ninguno —repitió su maestro—. Eso
hubieran recomendado los antiguos, lo sabes. Puedes seguir su
consejo y no te lamentarás. No obstante, puede encontrarse otra
vía.
Había muchas. Kúo llevaba dos días considerándolas,
aunque ninguna lo convencía.
—Podría encomendar el resto de mis libros —arguyó
Kúo—. Después me los harían llegar clandestinamente.
El anciano alzó el rostro, interrumpiendo la escritura. Sus
ojos de ciego quisieron mirar al muchacho con una
reprobación.
—Eso no. Estarías violando la regla.
Kúo pensó que su astucia resultaba una torpeza. Debía
mantenerse dentro de lo permisible.
—Entonces me podría llevar aquellos que más releo y que
no excedan el peso.
—Igual extrañarías a los pequeños —objetó Tse-Tuan—.
Además, para eso, volveríamos al principio. Así lo mejor sería
que te llevaras tus dos libros predilectos.
—¿Y si llevo aquellos que no se conseguirían con
facilidad en la Biblioteca Imperial?
—Por si no lo sabes —sonrió Tse-Tuan—. Todos los libros
están en esa biblioteca. Tantos son que ni los alcanzarías a
imaginar.
—Entonces sólo me quedaría seguir el consejo de los
antiguos. No me llevo ninguno porque sé que allá los tendré
todos.
—Los tendrás y no los tendrás. Estarán en los salones de
lectura, pero no contarás libremente con ellos cuando el
insomnio y la duda te visiten cada noche en tu habitación. Allí
no los tendrás.
Al decir esto, el maestro Tse-Tuan concluía el ideograma.
Por estar a cierta distancia, Kúo no pudo reconocer de qué se
trataba. Tampoco le interesaba mucho. Lo único que deseaba
era encontrar la salida a ese callejón por el cual lo estaban
llevando la regla sacerdotal, sus libros y el maestro.
—No sé… —dijo rendido—. Parece que deberé dejar
algunos libros por otros.
—Eso ocurrirá, no lo dudes —dijo el anciano—. Lo
importante es lograr que la solución que tomes te convenza.
Kúo se irguió y levantó un poco la voz, indignado.
—¿La solución a una regla injusta?…Dicen que el Templo
es tan grande como para acoger a cada sacerdote con cien
bibliotecas, y aún así yo no puedo llevar mis libros. ¿Es eso
justo, maestro?¿Es justo?…
—No juzgues la regla —dijo Tse-Tuan ante el arrebato de
su discípulo—. Es una disposición centenaria, mucho más sabia
que todos los razonamientos o visiones que hayamos tenido a
lo largo de nuestras vidas.
—Es una disposición que no comprendo. Si tienen el
espacio y no son cosas inútiles…—sollozaba el muchacho.
—Escúchame Kúo —le dijo el anciano—. No te
desesperes más y escucha lo que te voy a decir.
Tse-Tuan dejó el pincel sobre el tintero de jade rojo, tomó
su sello personal y lo estampó sobre el lienzo que contenía
aquel extraño ideograma que Kúo no había alcanzado a ver.
—Tú sabes —le dijo— que los guerreros cuentan con un
sinnúmero de armas que van inventando a través de las
guerras, las muertes y los años. Son armas cada vez más
sofisticadas que suplen alguna limitación corporal, y en la
actualidad se cuenta por centenares esos aparatos. Si no mira a
los guerreros novatos cargados con tantos armatostes,
exhibiendo su riqueza y su modernidad. Aún así, el guerrero
auténtico sabe que sólo hay un arma principal, poderosísima e
imprescindible: la ligereza.
Kúo lo escuchaba en silencio.
—Así como el guerrero, los pájaros —continuó Tse-
Tuan—. El pájaro jamás va a comer en demasía el grano selecto
de los trigales vigilados por los perros. Sabe que debe volar
apenas descubran que ha sido tan audaz como para saquear el
trigal. De lo contrario, su gula sería su condena, y moriría con
el trigo atragantado en el buche. Eso en lo que corresponde a
los guerreros y los pájaros. Por último, quiero que mires esa
pintura que pende de la pared, a tu izquierda.
Kúo se volteó. El cuadro, en efecto, estaba allí.
—¿Ves que hay dos guerreros en el cuadro?
—Los veo.
—Pues bien —continuó Tse-Tuan—. Como vez, ambos
galopan. El uno detrás del otro. El que va adelante, el enemigo,
está recostado sobre la crin de su caballo negro porque ha sido
herido de muerte. El que va detrás, montado sobre el caballo
blanco, con el arco y el carjac lleno de flechas, es el guerrero Ma
Ch´ang. Puedes observar en ese cuadro a la vida y la muerte en
un equilibrio perfecto. El artista los capturó al paso de su
galope, justo cuando están en el aire, casi como si ambos,
muerte y vida, estuvieran flotando en un mismo nivel. No
pintó la victoria de Ma Ch’ang, sino que elogia la cualidad de la
que te hablé: ser ligero. Ambos, el guerrero vivo y el guerrero
muerto, flotan. Eso hace que el cuadro sea valioso.
Tse-Tuan se quedó callado. Kúo supuso que seguiría
hablando después de la pausa, pero no lo hizo.Volvieron al
silencio que siempre se percibía en el pabellón Tacheng. Ahora
el maestro doblaba con sumo cuidado el lienzo con el
ideograma desconocido, para después limpiar el tintero de
jade.
—Bueno, querido Kúo —dijo el maestro mientras se
ponía de pie—. Voy a orar y luego descansaré. Pronto
anochecerá. Es muy seguro que ya no tendremos más
oportunidad de hablar. Sólo espero que mis enseñanzas de
estos años te hayan servido.
—Claro que me han servido, maestro —respondió
agradecido y perplejo.— Lo extrañaré.
—Yo también —le dijo—. Has sido el mejor de mis
alumnos. Por eso quiero darte un regalo. Toma.
Alargando sus brazos de ciego, pero firmes, Tse-Tuan le
entregaba el precioso tintero de jade rojo, su pincel y el lienzo
que había doblado hace poco y en el que había escrito el
misterioso ideograma.
—Es su tintero preferido —se excusó Kúo—. No se va a
separar de él.
—No seas tonto —dijo con firmeza el maestro—.
Tómalos, cuídalos y no los vayas a descartar del peso que
llevarás al Templo de la Ciudad Prohibida.
Al día siguiente no pudieron hablar de nuevo. Mientras
terminaba de cargar el caballo con las pocas vestimentas
rituales, algunas frazadas y dos libros que seleccionó la noche
anterior, Kúo lo alcanzó a ver por última vez a lo lejos. Estaba
podando el jardín del monasterio. Kúo lo llamó en voz alta. El
anciano maestro se irguió, alzó la mano y saludó al vacío. La
ceguera no le permitió precisar de dónde venía la voz lejana de
su discípulo.
El maestro Tse-Tuan murió poco tiempo después. Kúo,
cuarenta años más tarde, llegó a ser Sacerdote Mayor del
Templo. Esto le permitía desenvolverse muy cerca del
Emperador y de sus hijos. Es precisamente a ellos a quienes les
cuenta en los momentos de recreo la anécdota con su maestro.
Siempre termina relatando lo largo y fatigoso del viaje que
realizó desde su pequeña isla para llegar al continente. Les
describe su sorpresa campechana al descubrir la belleza que
adorna la capital del imperio. Y al final de su relato no se olvida
de mostrarles el ideograma que el maestro Tse-Tuan dibujó en
el lienzo mientras lo escuchaba:
Es el ideograma Nien, les empieza a explicar a los
chiquillos, representa la cabeza de una espiga que se inclina
por el peso de su madurez. Es el tiempo de la cosecha…
Pero los hijos del Emperador han oído el llamado de sus
nodrizas. Están inquietos, tienen hambre, hace frío. Dejan el
ideograma de Kúo y se levantan de los taburetes de cedro para
ir a tomar el té.