Palabras A la Luz De Una Fogata:
Juan Manuel Roca

«Soy la mejilla y la bofetada«

(Charles Baudelaire)

Alguna vez quise hablar de unas flores de fuego, posiblemente como forma de hacer un alto elogio de la poesía. 

El pequeño texto afirmaba que en algún lugar de «El origen de la locura en Asia» Frazer cuenta cómo una tribu que invadía a los malayos entró en contacto con una desconocida flor roja. Se reunieron alrededor de ella, dice Frazer, y luego extendieron sus brazos para calentarse. Tal vez el misterio de la poesía consista, me decía entonces, en convertir flores en fuego, en fundar un mito o en atrapar un imposible.

Lo anterior no me obliga a hablar solamente de la luz o de un paisaje solar, porque sin duda la luz puede proyectar una sombra grata como en el claroscuro de tantos poetas y como la palabra sin tantas orillas irredentas. 

Siempre me ha llamado la atención una imagen surreal como la descrita en unas líneas del «Pentecostes», mucho más que si la hubiera dibujado el fatigoso señor don Salvador Dalí. 

Lo anterior me lo decía a mí mismo una noche en un bar bogotano llamado «El viejo almacén», que era un rincón oscuro, pero grato, donde había una imagen del avión en que se supone iba en un largo viaje sin escalas Carlos Gardel.  

Ese «Pentecostés» casero, no obstante estar en un bar de cierto tono orillero y digamos que «non santo», tenía por supuesto un carácter religioso en esa fotografía. Y es que la palabra fuego no es lo mismo de arrasadora en una canción que en los labios de un general.

La palabra fuego aún en labios de un monje tiene algo de febril inocencia, quizás tanto, tal vez, como los fuegos fatuos que se prenden de noche en un cementerio sin el aparente estímulo de Nadie. 

No se necesita ser un severo especialista para saber que hay fuegos naturales y que también hay fuegos provocados. No es necesario para saber que hay fuegos punitivos, como los de los nazis levantando una pira de libros, y algunos otros sencillos fuegos en la hornilla para el rito compartido del café. 

Me agrada esto de Luis Tejada, gran cronista de la generación de «Los Nuevos» (años veinte) de su texto titulado «Las Llamas»:
«No quisiera elogiar el esplendor de los grandes ingenios, sino escribir el poema de las pequeñas llamas humildes que alientan un instante a nuestro lado o pasan fugaces a lo largo de nuestra vida. La llama blanca del fósforo que cae encendido y permanece un minuto hierática y silenciosa, como una luz votiva».

Uno muy radicalmente distinto es el fuego de los bárbaros que andaban en su locura irredenta dedicados a la fundación de pirotecas, de libros convertidos en cenizas. Muy distinto, por supuesto, al fuego de esos extraños obreros que parecen trompetistas sin trompeta. A esos  sopladores de aire que le dan formas al vidrio. Forma de botellas, forma de floreros, forma de jarras, forma de lámparas, forma de lágrimas y forma de formas.

Es bueno recordar que la palabra fogoso, que viene de querer abrasar, de querer prender el fuego a un matorral o tal vez a un cuartel enemigo, dista mucho de un querer abrazar, de un anudarse. Es una palabra que no depende en puridad del acento o la ortografía de quien la mencione.  

Otra cosa dicen los grandes poetas que no tienen privativamente, solamente, ojos para el dolor y el arrasamiento, como en una luminosa imagen que nos compartió en uno de sus poemas de la grecidad Yorgos Seferis: «Son los niños quienes encienden los fuegos y danzan delante de las llamas».

Sí, otra cosa dicen los poetas capaces de transformar hechos sorprendentes en sucesos de máquinas que huyen de sí mismas en desbandada: 

TRANVÍAS
(Xavier Villaurrutia)

Casas que corren
locas de incendio,
huyendo
de sí mismas,
entre los esqueletos
de las otras
inmóviles,
quemadas ya.

Nota: Un amante del agua, un verdadero hidrólatra como Gaston Bachelard, querida vecina de columna, afirmaba que «el agua es una leche desde que es cantada con fervor» («El agua y los sueños») y me atrevo a decir que el fuego y el incendio también lo son.