Rodrigo Moya
La máquina del tiempo:
Guadalupe Alonso Coratella

 

 

 

Mis fotografías son algo más que un instante de tiempo y acción sustraídos de la realidad, algo más que hechos y personas acaecidos más allá de su leve fantasma de plata. Las imágenes que conservé de mi oficio de documentalista son para mí un legado tan fuerte como la palabra escrita y tan profundo como los más hondos recuerdos. La fotografía fue para mí la aproximación más intensa a la vida, a la naturaleza del mundo, a los seres que entraron por mi lente y ahí siguen, poblando la memoria y la pequeña superficie del papel fotográfico, negándose a morir, mirándome con los mismos ojos con que me miraron hace décadas.

Rodrigo Moya

Cuando Rodrigo Moya decide quemar las naves y mudarse, junto con su esposa Susan Flaherty, a Cuernavaca, no imaginó lo que le traería el destino. Era el año de 1998. Atrás había quedado una significativa trayectoria en el fotoperiodismo y una Ciudad, la de México, que lo acogió desde de niño. Rodrigo nació en Medellín, en 1934. Su madre, una joven colombiana de dieciséis años, conoce a quien sería su esposo en la Compañía de Teatro de los Hermanos Soler. Ambos iban de gira por Sudamérica a bordo de un barco cargado de utilería. El joven Luis Moya, mexicano, era escenógrafo. Al poco tiempo nació Rodrigo y cuando tenía sólo dos años, se mudaron a México. En ese entorno creció, alrededor de gente de teatro, actores, pintores, artistas, escritores.
Rodrigo recuerda que desde chico su padre lo obligaba a trabajar durante las vacaciones. Iban a los estudios cinematográficos donde “la hacía de chicharito”, de aprendiz. En ese entonces comenzó a escribir: “Las primeras cartas fueron a mi madre. Así encontré el placer de escribir. Luego seguí con diarios. En un momento dado mi intención primordial en la vida fue la escritura.”
La fotografía llegó de manera inesperada, cuando conoció a Guillermo Angulo en los estudios de Televicentro, Canal 2. Con él se encerró unas horas en el laboratorio y, en el proceso de ver cómo se revelaba una imagen, descubrió lo que iba a convertirse en su gran pasión. “De inmediato le dije a Angulo que quería ser fotógrafo.”
Fue en la revista Impacto, una de las publicaciones más importantes de la época, rodeado de periodistas e intelectuales, donde Moya comenzó a reflexionar sobre la imagen, su equilibrio, los contrastes, la composición, “a buscar cierto orden en el cuadrito que da una cámara.” En esos años, los 50, hizo un importante registro de las artes escénicas: teatro, danza, circo, cine. Artistas, actores y directores como Juan José Gurrola, Juan Soriano, Rita Macedo o Silvia Pinal, presencias vivas en el archivo Moya, dan cuenta de un momento significativo de las artes escénicas en México.
La década de los 60 fue definitiva para su trabajo periodístico. En 1964 propone a la redacción de la revista Sucesos un libro: Cuba por tres, en el que participarían un caricaturista, Eduardo del Río, “Rius”; un redactor, Froylán Manjarréz, y él como fotógrafo. Viajaron a Cuba y, aunque el libro nunca se concretó, el destino quiso que Moya hiciera, en La Habana, una de sus series fotográficas más memorables. Así lo narra el fotógrafo: “Eran nuestros últimos dos días en Cuba. A esas alturas ya dábamos por perdidas las entrevistas que nos habían prometido con Fidel Castro y el “Ché” Guevara. Luego, inesperadamente nos citaron del Ministerio de Economía para decirnos que el “Ché” estaba listo para recibirnos. Sólo 15 minutos. Llegamos. La conversación se prolongó más de dos horas y media. El “Ché” nos da una entrevista muy larga en la cual tomo 19 fotos. Era todo lo que llevaba en la cámara. Comencé a disparar, la luz era difícil, tenía terribles problemas técnicos que resolver. Él estaba a contraluz, había una persiana que filtraba la luz de pleno en el lente; del lado no podía trabajar, la toma era muy contrastada. Entonces, planté la cámara frente a él y expuse para él. Decidí dejarla fija y tomar las 19 fotos que me quedaban desde el mismo lugar, concentrarme en la expresión del “Ché”, en el movimiento de sus manos y en su gestualidad. Y esa es la secuencia que tengo del “Ché”, gestos y manos.”
En esos años se afilia al Partido Comunista y forma parte de la célula El Machete. Debido a la labor que realizaba allí y su contacto con este y otros grupos de izquierda, se le consideró un fotoperiodista entregado a la causa. “Se me acusó de ser dogmático, pero pienso que la ideología de un fotógrafo es lo que determina su forma de fotografiar, los temas que escoge, cómo hacer las fotografías. Consciente o inconscientemente hay una carga ideológica que nos indica el momento de hacer clic.” En esa época viajó a Panamá para cubrir unas elecciones conflictivas y violentas. Registró también la invasión de Estados Unidos a la República Dominicana. Asimismo, la operación de la guerrilla, tanto en Guatemala como en Venezuela. “Veo de cerca la vida guerrillera que es increíblemente dura. En Venezuela me integro durante una semana al paso de la guerrilla, a la vida cotidiana que es terrible. No se duerme, se camina todo el tiempo, en condiciones difíciles, bajo la lluvia, en la selva, con gente muy diestra. El guerrillero siempre está en movimiento, come muy frugalmente y es duro marchar con un equipo si no estás entrenado”. En esa marcha Moya consiguió una fotografía reveladora, tanto por su estética como por lo que representa: Guerrilla en la niebla.
Moya tenía dos cámaras, una para cumplir rigurosamente la orden de trabajo y la otra para registrar lo que llamaba su atención: los barrios bajos, la gente de la calle, esos elocuentes rostros anónimos tan presentes en su trabajo. “Fui un fotógrafo pobre”, cuenta, “no tuve coche hasta los 30 años, entonces me convertí en un gran caminante y así, caminando, hice gran parte de mi trabajo fotográfico.” La Ciudad de México tiene un lugar preponderante en su obra, no sólo como sujeto arquitectónico que documenta desde diversos ángulos, también por su vitalidad, sus contrastes, sus habitantes, esos rostros anónimos que lo sorprenden al paso. “Me atrae porque empiezo a ver el drama de la injusticia en México, las diferencias sociales. Fotografiar esa realidad era una presión interna, un afecto, una manera de identificarme con otro mundo, con la otra parte de la ciudad, su costra. Tomaba mis fotografías al margen del periódico, sin saber que formarían parte de un archivo.”
Por otro lado, se acerca a las grandes concentraciones en las calles. Aquí destacan sus reportajes sobre la violencia, la cobertura del Movimiento Magisterial del 58 o el Movimiento Estudiantil en 1968. En sus imágenes desgrana rostros, expresiones; ensancha, como diría Susan Sontag, los límites de lo real. “Me interesa el tema de la violencia porque he visto cómo se ejerce. La violencia empieza a aparecer en mis ideas como un fenómeno social negativo que signa nuestro tiempo y lo sigue marcando.”
Al revisar estos reportajes sobre represión e injusticia, de inmediato emerge la voz de uno de los cronistas más notables de su tiempo. Moya, no va a cumplir una orden, sino a hacer un registro histórico y una declaración de principios. Es ahí donde expone su propia visión de la realidad, con plena conciencia de ser un testigo de su momento. El fotógrafo apuesta por un discurso vital, recurre al arte, a la imagen, como un instrumento que define su manera de acercarse y pensar el mundo. En Moya la fotografía es un ejercicio de reflexión.
“Me han puesto el sello de ser un fotógrafo de los disturbios, pero mi foto también tiene mucho de lúdica, de búsqueda en la calle, de visiones, me gustaba mucho aproximarme a la gente. Yo no salgo a buscar una fotografía, salgo y me encuentro con la realidad, por eso me digo fotógrafo realista y humanista, esencialmente. Me influyen mucho el neorrealismo en el cine y la pintura renacentista. Experimento poco, experimento sobre las mismas cosas que me ofrece la realidad, contraluces, siluetas, pero mi foto sigue siendo conservadora, formal.”
Si hurgamos aún en su archivo, sobresale la sección de retrato, acaso el núcleo de su quehacer. Aquí volvemos al personaje anónimo, al que lo sorprende en su andar, pero también a los protagonistas del momento: el Indio Fernández, Juan O’Gorman, Carlos Pellicer, Renato Leduc, Mariana Yampolsky, entre muchos otros. Consignó, además, el último encuentro entre David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera. Su amistad con Gabriel García Márquez, “aunque superficial, era afectuosa”, recuerda Moya. Las primeras fotos que le hizo, en el 67, ilustrarían la primera edición de Cien años de soledad, sin embargo, Vicente Rojo decidió no incluirlas en su diseño de portada. Más adelante, tras el incidente con Vargas Llosa, García Márquez lo buscó para registrar el hecho: “Vargas Llosa lo agrede brutalmente”, narra Moya, “le da un derechazo, en todos sentidos, con el puño derecho y también ideológicamente. Le daña un ojo. Al día siguiente García Márquez llega a mi casa, de improviso, para que le haga unas fotografías. Las hice y cuando salió, me dijo: ‘Mándame un juego y guarda los negativos’. Los guardé durante 35 años.” Las fotografías se publicaron por primera vez en el diario La Jornada, el día del 80 aniversario de Gabo.
El Archivo Fotográfico Rodrigo Moya contiene más de 40,000 negativos, alrededor del 60% de su producción fotográfica. El resto se perdió en la redacción de los periódicos y revistas. Desde su llegada a Cuernavaca hace 35 años, se ha dedicado, junto con Susan, a ordenar esa parte de su vida que había dejado atrás. “Cuando llego a vivir aquí, después de una larga enfermedad, me asomo a los objetos de la mudanza y flota un archivo fotográfico que tenía tres décadas abandonado. Ver ese archivo fue entrar a la máquina del tiempo. Ahí te enfrentas a la felicidad, a la desgracia, a cosas maravillosas y también terribles. La más cruel de las memorias es la foto, tiene una carga tremenda de nostalgia y melancolía, pero al mismo tiempo es un motor de la memoria.”
Asomarse al archivo fotográfico de Rodrigo Moya nos permite recorrer una época de la historia de México, mirar el pasado con los ojos puestos en el presente. Su fotografía no es sólo el testimonio de un periodista en su tiempo, es también revelación. La mirada crítica de Moya, provoca, invita a reflexionar sobre el modo como enfrentamos el mundo actual. Entrar en esa máquina del tiempo, perderse en sus laberintos, es ir al rescate de la memoria, cruzar el río del olvido.