Más arriba del reino:
David Jurado

Tres notas sobre la obra de Pedro Gómez Valderrama

Lo que sigue, una lectura desde México de una antología de cuentos, aunque diría más bien que se trata de cuentos y narraciones varias, de Pedro Gómez Valderrama, es también una breve indagación sobre las relaciones entre México y Colombia. La antología fue publicada en coedición por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y la Universidad Autónoma de Nuevo León en 2021.

Quien escribe, por otro lado, es oriundo de la CDMX, pero habla con acento colombiano. En el país de los sueños de Bolívar y los códigos de Santander lo apodan “México”, sin importar que el susodicho responda con un “quiubo” de clara tonalidad rola. Apodo que además asombra a turistas europeos que creen que, así como hay Francias, así debe haber Méxicos caminando entre los Andes. En la tierra del Grito de Dolores, en cambio, lo llaman a veces “el contacto colombiano”, por eso de la mala fama de las exportaciones del país, si bien la mayoría se contenta con el indistinto “güey”. Quien escribe, entonces, tiene algo de aquí y de allá, aunque también pueda decirse que no es ni de aquí ni de allá y que en él crepita la nostalgia del allá cuando está aquí. Y como muchos de la misma especie, pierden la noción de la frontera entre uno y otro país, mezclan horizontes y les resulta complejo hacer distinciones, pues no cuentan con esa distancia fría del que llega a un país que le es ajeno. Se trata, pues, de tres notas que intentar recrear esa distancia.

1. El escritor en el castillo

Pedro Gómez Valderrama formó parte del conjunto de escritores que, en América Latina, transitaron por ministerios y embajadas a lo largo de casi todo el siglo xx. México, de la mano del PRI, cultivó más que cualquier otro esta tradición. Si bien los gobiernos liberales en Colombia se acordaron de los escritores (piénsese también en Jorge Zalamea, embajador en México durante la presidencia de Alfonso López Pumarejo, o en Eduardo Caballero Calderón, embajador en Naciones Unidas en la de Alberto Lleras), su integración era más bien esporádica y a cuentagotas. Esto sin mencionar la sospecha que recaía en aquel que aceptaba un puesto de gobiernos poco adeptos a la libertad de expresión. En México, en cambio, la institucionalidad postrevolucionaria se forjó con el apoyo de figuras provenientes del mundo de las letras y las artes, muchas de ellas escritores. Manuel Maples Arce, Jaime Torres Bodet, José Gorostiza, Agustín Yáñes, Rosario Castellanos, Jaime García Terrés, Carlos Fuentes y Octavio Paz, por solo mencionar algunos, fueron embajadores y ocuparon otros cargos ministeriales. Luna de miel o “pragmatismo”, como diría Terrés, que se malogra con el “grito” del 68 y el acto inmediato de Octavio Paz de dejar la embajada de la India.

Al pensar en literatos que lidian con la burocracia, se me viene a la mente el personaje de K en una de las “Muertes apócrifas” inventadas por Pedro Gómez Valderrama. Este personaje, sin embargo, es y no es el K que todos creemos, el K que deambula a los alrededores de El Castillo. Es, en cambio, su doble, su reflejo maligno, ideado por un escritor amante, como Stendhal, del poder simbólico del espejo. Este K está entonces dentro del Castillo. Se trata de Henry Kissinger, aquel personaje oscuro de la diplomacia norteamericana, que el autor decide matar de un infarto provocado por los insoportables sollozos del presidente Nixon. En excelente tono diplomático, el escritor colombiano termina así su texto: “Se dijo que con la muerte del secretario heroico comenzarían los mil años de paz que esperaba la humanidad desde el Apocalipsis”.

¿Con cuántos de estos sujetos demoniacos se habrán cruzado estos escritores?, me pregunto. Probablemente muchos. Lo único cierto es que más mexicanos que colombianos tuvieron que recorrer pasajes y umbrales de piedra para salir de estos castillos pragmáticos.

2. El sátiro ilustrado de una república santanderista

Fue en el siglo xx cuando más nos preguntamos por nuestras identidades nacionales y sus abismos coloniales reprimidos. Claro, en cada país el proceso fue distinto. El Laberinto de la soledad agudizó una idea del “ser mexicano” que removió y dinamizó las opiniones para siempre. En Colombia, en cambio, de aquellas aproximaciones puntuales, las de Marta Traba en su Historia abierta del arte colombiano, por ejemplo, queda poco, y ni qué decir de los estudios de Virginia Gutiérrez de Pineda, que pasaron a ser literatura especializada. Caló más la indagación literaria de un José Eustasio Rivera o de un García Márquez, así como en México calaron las obras de Juan Rulfo y Carlos Fuentes.

Por su parte, en Pedro Gómez Valderrama hay una indagación ilustrada e irónica sobre el origen. En “Cien años de aire”, una narración con visos de ensayo, el autor cuenta que leyó en un periódico un fragmento del diario del General Santander en el que consignaba su encuentro con un tal Henri Beyle, más conocido como Stendhal. Tiempo después, Pedro Gómez Valderrama quiso buscar aquel fragmento y no lo encontró. Es más, el fragmento no existía, lo había soñado. En una conversación con Jorge Luis Borges, otra de sus grandes influencias, este le dijo, palabras más, palabras menos, que, de haber sido verdadero, habría convertido su sueño en falso. El autor transformó entonces aquel encuentro entre el General y el escritor francés en una “adición ahistórica a la historia”. Con esta adición, Pedro Gómez Valderrama consagraba una unión, la de sus dos “padres originarios”, el de su idea de nación, la ley y el código republicano, y de literatura, la narración romántica y la autobiografía en código secreto, las dos centradas en la primacía de la escritura.

Gilles Deleuze, en su libro sobre Leopold von Sacher-Masoch, decía que la risa irónica, la sádica, desprecia lo real en nombre de un ideal inalcanzable. A lo largo de sus textos, Pedro Gómez Valderrama, gran lector del Marques encarcelado en La Bastilla, buscará con sátira y erudición, despreciar la historia real, sin por ello desconocerla, para buscar en el pasado, incluso el colonial, la utopía del presente. Desde esta paradoja se proyectan múltiples textos apócrifos, testimonios encontrados, versiones, anotaciones, conjeturas, manuscritos y chismes de eventos que pudieron llegar a ser y que cualquier lector distraído podría atribuir a un Monsiváis, quien, sin embargo, prefirió las más de las veces apegarse con minucia a la realidad. En el universo gomeciano, la “colombianidad” está pues de antemano perdida en un pasado cosmopolita que no fue, aunque lo pueda ser en un futuro inalcanzable narrado por un cronista ilustrado: versión pesimista de una obsesión de siglo xx, como la de Paz en su laberinto, pero logocéntrica y, por tanto, poco asentada en lo popular, como es más común en otros escritores de aquí y de allá.

3. El alquimista crítico de la violencia

A Jaime García Terrés le criticaron haber catalogado a la obra de Gilberto Owen de “alquímica”. Según Christopher Domínguez Michel, a Aurelio Asiain y Octavio Paz les parecía aventurero afirmar que el poema Perseo Vencido estuviera escrito en un lenguaje cifrado. Si el por muchos años director del Fondo de Cultura Económica hubiera escrito el mismo libro sobre Pedro Gómez Valderrama y no sobre el poeta mexicano, cuya vida en Colombia, dicho sea de paso, aparte de sus colaboraciones en los periódicos El Tiempo y La Estampa, es todavía un misterio, Octavio Paz y Aurelio Asiain habrían quizás halagado su precisión, aunque no habrían dejado de criticar su apertura tardía a las letras herméticas del sur. En efecto, llama la atención el fino interés del escritor colombiano por el mundo de la alquimia y el universo de la Edad Media: sus brujas, bacanales, escuderos, diablos y eremitas.

Juan José Arreola recurrió en varios de sus cuentos a este universo, muchas veces explorando también el código borgiano. Pero sus textos no tienen esa fascinación reiterativa por la alquimia y sus códigos secretos. De allí que en Pedro Gómez Valderrama la alegoría sea un recurso retórico recurrente y que la pintura, particularmente El Bosco, sea un detonante de elucubraciones simbólicas en varias de sus narraciones. Pero ¿qué busca el autor en estos desciframientos? Bajo el manto de estos horizontes medievales se encuentra cifrada una crítica a la estulticia, la violencia y la mojigatería de la sociedad de su época, aquella Colombia que descubrió entre los acomodos del Frente Nacional los horrores del corte de corbata, reciclados en los años ochenta con las salvajadas del narco. Pero también se esconde en estos textos un deseo por liberarse ritualmente a la luz y a los goces orgiásticos de la carne. En sus últimos escritos, aquellos en los que el pasado y el presente se confunden, que llegan incluso a tener un aire de escritura surrealista tardía (véase “La cabeza del Papa”), la blasfemia alquímica aparece como un arma y un antídoto contra un mundo de suplicios infernales.

 


David Jurado: Profesor de la carrera de Comunicación y cultura de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, autor de Résilience des images et des récits. Catastrophe et terrorisme d’État en Argentine, Chili et Mexique (PUR 2020) y de Alteropoéticas del yo en el cine documental colombiano (Aula de Humanidades 2021).