Arte desde el arte:
Rodrigo Moya y Kijano |
Raymundo Ernst

Barbacoa

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Siempre me ha fascinado la relación que se da entre las artes. Ya desde mis mocedades me he venido ocupando de la correspondencia de los lenguajes. Ahora, y a propósito de esta singular muestra del maestro Rodrigo Moya, se me da una oportunidad fabulosa para referirme al tema. La convocatoria para esta muestra artística parece común, pero en realidad no lo es tanto. Sumar las visiones de poetas, de un pintor, un músico y teóricos del arte, son el pretexto perfecto para hablar de aquello que realmente nos llama y es, la creación misma. La magia y la perfección del imaginario visual de Moya han sido el aliciente para pensar el arte desde el arte.
El uso popular de continuo nos recuerda que una imagen vale más que mil palabras. No estoy tan de acuerdo con ello, porque habría que definir con precisión qué es una imagen. Sin embargo, el coloquialismo aludido nos viene de maravillas para referirnos a la traducción, la inspiración, el referente, la estética comparada, las analogías expresivas y otras vertientes emparentadas.
En 1960 Paul Celan le escribía a un amigo y, entre otras cosas, le comentaba que “por más que parezcan corresponderse entre sí, las lenguas son distintas, están separadas por abismos. (…) El poema, el poema traducido que aspire a existir de nuevo en la segunda lengua deberá mantener en todo momento la conciencia de su condición de otro, de su cualidad de distinto, de su situación de separado.” La cita se ajusta con exactitud a nuestros fines. Y viene a justificar lo que tiene de especial esta muestra de Moya, ser una apuesta por la diversidad de los lenguajes, un regalo para que otros creadores puedan mostrar sus dotes y donde finalmente el espectador -sea voyeur, auditeur o regardeur, como lo consideraba Duchamp-, se convierte en co-traductor de su obra. Claro que este afán ya ha pasado por varias manos. Primero la de los artistas que han visualizado, a su manera, la creación moyense (utilizo el gentilicio porque la creación de Rodrigo Moya se ha convertido en un auténtico estatuto dentro de la visualidad hispanoamericana de la segunda mitad del siglo veinte) y luego el público, quien viene a interpretar lo ya interpretado.
En estos procesos de transferencia desde un lenguaje a otro hay distintos niveles: en el más humilde de los casos se traslada un texto o una imagen cualquiera a otra lengua porque el destinatario del mensaje no conoce, sencillamente, la lengua de partida; casi podríamos hablar de un servicio prestado por el traductor, de quien dependerá en último término el resultado. Pero no nos refiramos a simplezas, vamos al mayor nivel de exigencia posible, cual es la traducción poética. Ya no se trata simplemente de intercambiar palabras y, como no estoy hablando de textos poéticos sino de poesía, tal vez ni siquiera se trate de ofrecer una ayuda para la lectura. Una traducción poética será, ante todo, la interpretación de una imagen cuyo significado no se revela en el ámbito del uso funcional del lenguaje. Se trata de un proceso que involucra, al mismo tiempo, su refundación y nueva configuración; será el resultado de una recepción y de una nueva creación.
Desde este enfoque todo se podría retraducir. Y esta muestra da pruebas de ello. Se han retraducido a la vida los rastros dejados en el papel por Rodrigo Moya. Tan pregnantes han sido sus imágenes que la gran pregunta estaría en qué movió a Kijano o a Angela García o a Lasse Söderberg o a José Ángel Leyva o a Alejandra Atala o a Joel Joanquí, entre otros, a convertir las imágenes moyescas en textos, colores, sonidos o más bien motivos existenciales, materiales que comienzan a contar nuevas historias o con un sentido más ambicioso, vienen a narrar la Historia de Rodrigo Moya, la de un grupo de afortunados que hemos podido revisitar su creación, un segmento de la historia de nuestra América. Desde las imágenes donde inevitablemente hay un rasgo biográfico, un modelo de vida, se comenzaron a dibujar numerosos encuentros marcados por el pasmo, la tensión entre lo extraño y lo cercano, para finalmente perfilarse en afinidades electivas. Hay en esta relación una suerte de todo y nada.
Para los interesados en la obra del maestro Moya, esta selección de fotografías permite aprender mucho sobre la forma de pensar y de ver de su autor, sobre sus gustos, sus lecturas y los objetos y personas a los que dirigió su atención. Las correspondencias presentadas por otros artistas constituyen un caso ideal de lectura, pues el acto de comprensión se da a sí mismo, de una u otra manera, mediante una forma que engendra un contenido hermano que se despliega tácitamente y escribe entre líneas.
“Para estatuas basta el reposo del obrero”, dice Söderberg en su poema Jornalero del Arroz. ¿Qué traduce, qué traslada? O, mejor dicho, ¿qué distancia salva? Probablemente lo extraño, lo extranjero, sin embargo, la afirmación es tan concluyente que podemos sentir verdad y cercanía cuando se tiene la voluntad de reconocerla. Así son las imágenes… ¡rotundas! Aquel jornalero de Moya, apoyado en su pala entre las canales de lodo, se ha convertido sin saberlo, en un ser mayestático y espléndido. Kijano, lo transparenta y nos ilusiona con su imaginería. Lasse, nos da un remezón. Son variaciones para un mismo tema. Estas ‘diferencias’ vienen a manifestarse como el oficio del barquero.
Estos nuevos Carontes transportan, trasladan en sus barcas, pero lo que llega a la otra orilla se ha transformado por el camino. ¿Alcanza la otra margen como algo que todavía es ajeno, extraño, distinto? ¿O se ha aproximado a lo propio hasta confundirse con él? Esta es la verdadera misión de la que vengo hablando: mantener lo más profundamente consustancial a lo ajeno, hacerlo visible o bien, hacer que hable también lo propio en la forma de lo ajeno. No se trata de apropiación sino de encuentro.
Pocos filósofos han logrado adentrarse con mayor profundidad al abismo que separa las lenguas como Heidegger. Él lo ve como un abismo de la historia del ser. No son solo las abstractas diferencias hermenéuticas entre las distintas lenguas y sus respectivas formas de pensamiento lo que impide permutar palabras, sonidos o colores como simples piezas de un léxico; son insondables abismos históricos los que impiden el entendimiento total pero nos dan una notable oportunidad.
Comencemos con algunos ejemplos. La percepción es de naturaleza sinestésica. Aquella es una máxima, pero en el caso de la percepción musical ésta se magnifica. Vemos y oímos simultáneamente, aunque al escuchar una música y ver cómo se origina, confluyen aspectos sensoriales complementarios. Revisemos un poco la historia y podremos constatar que a fines del siglo XIX todos aquellos aspectos visuales propios de la música y su interpretación, se vieron como un molesto ingrediente teatral que más bien perturbaba al arte del sonido. Este proceso fue exactamente al revés que el de la fe y la oración, vistas como intimidad religiosa: mientras en el románico la obscuridad y la pesantez de los muros propiciaban aquella relación inefable, el gótico se ocupó de que fueran la luz y la transparencia las grandes acompañantes de esa espiritualidad. Mientras en el siglo XVIII estaban profusamente iluminados los teatros y las óperas, en siglo siguiente se suprimió la iluminación, primero en las representaciones escénicas y luego también en los conciertos. Se introdujo la orquesta en el foso -tal es el caso de la Ópera de Bayreuth-, y en 1903 se construyó en Heidelberg un auditorio que también sustrajo al público de la visión de la orquesta: la atención debía centrarse exclusivamente en la música. De ese modo, la relación entre ver y oír quedó reducida al espacio sonoro virtual.
Cuando se pretendió materializar un concepto artístico que atribuía a cada arte un mundo sensorial propio, las bases de la estética clasicista eran ya incapaces de sustentarse. La división del arte en géneros se basó en la acepción, desarrollada en el siglo XVIII, de que el ser humano posee facultades intuitivas que se ejecutan separadamente en los distintos órdenes artísticos. La concepción del espació se entendió como limitada al campo visual, independiente de la percepción del tiempo. Lessing en su famoso tratado “Laocoonte. De los límites de la pintura y la poesía” de 1766 prescribía un estricto discernimiento de los géneros artísticos, basado en sus formas de manifestarse. Tal diferenciación correspondía a los postulados de Kant, en el sentido de que la percepción y el conocimiento se remiten a las distintas categorías a priori de espacio y tiempo.
La teoría genérica del conocimiento de Jean Piaget, muestra el espacio como resultado de una capacidad cognoscitiva, desarrollándose sobre la percepción del tiempo. La percepción del espacio es una abstracción consistente en extraer algo permanente a partir de impresiones cambiantes. La percepción espacial presupone un aprendizaje efectuado a lo largo el tiempo. La representación del tiempo es, por el contrario, más abstracta por ser menos evidente. La experiencia del tiempo la tenemos en las distancias espaciales, que nos permiten comparar movimientos a distinta velocidad. Tiempo equivale a superar un espacio en un antes y un después.
Así se evidencia en muchas obras de Moya. “La garrafa de mezcal” y “Érase una vez” son imágenes elocuentes de este aprendizaje multisensorial. Son la vanguardia quieta pero rebelde; son lo anacrónico pero juguetón; son lo romántico pero futurista.
Rodrigo Moya nos propone múltiples posibilidades de asociaciones sinestésicas. Los “matrimonios” entre la imagen y el sonido o si lo queremos entre lo óptico y lo acústico se han terminado por convertir en convergencias naturales. En el mundo de las imágenes moyescas han irrumpido estructuras rítmico-musicales. Así, un montaje artístico puede ser concomitante con el ritmo de la música y/o la poesía. Tales composiciones de imágenes pueden proponerse de modo tan diverso que se llegue a invertir artificialmente la relación entre ver y oír en la percepción cotidiana, no convirtiendo la acción en soporte de un episodio musical, sino haciendo aparecer lo visual como un reflejo sobre el material sonoro.
Remitámonos a las piezas musicales breves de Joel Juanqui, concebidas como petits morceaux de la segunda mitad del siglo XIX y que hacen referencia a los lenguajes chopinianos y de Debussy, sin embargo, no se insertan en la estilística propia de lo romántico ni mucho menos de lo impresionista. Casi una paradoja, ¿verdad? Su música cuesta definirla con palabras y más bien pareciera emanar desde el ‘entremedio’ de las notas, de las entrelíneas. Surgen como paisajes sonoros improvisados y diáfanos que complementan sutilmente el universo estético de Moya.
Los mundos visuales sonoros o la música para los ojos como lo han dado en llamar algunos, surgen hoy en día en variadas formas. Además del cine y el teatro instrumental se han desarrollado nuevos géneros en la intersección del ver y el oír. Así, en lugar de la idea de que los géneros artísticos estén separados por sus manifestaciones, asoma un pensamiento en correspondencias que desea fundir las artes en Arte. Lo acústico y lo visual finalmente transforman el espacio. Funcionan como puentes que permiten la complementación de los lenguajes; son verdaderas esculturas del entorno. Lejos de reducirse en su alcance, los objetos -reinterpretados como pintura, poesía, música o museografía-, ganan en fluidez al obtener una extensión en el tiempo. Se hacen visibles nuevos órdenes paradójicos. Por sobre cualquier relación simbiótica de modalidades sensoriales de tiempo o espacio, son un medio de expresión que encierra distintas esferas de la percepción.
La obra de Rodrigo Moya aparentemente tan clásica, se nos muestra como una forma artística sintética, probablemente de las más apasionantes y al mismo tiempo difíciles de asimilar, al formular una protesta crítica contra la naturalidad que implica el deleite sensorial. Los géneros tradicionales en el arte parecieran haberse anquilosado, sin embargo, siguen presentando un potencial utópico si nos dejamos seducir por la combinatoria innovadora de materiales y formas.
Esta es la asincronía del contrapunto de la cual el maestro Rodrigo Moya es el más notable conductor de una orquesta en la que participamos todos.

Raymundo Ernst, Ph.D.
Cartagena, Chile, abril de 2018.