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Prohíbo decir mi nombre. Jaime Echeverri

jaime-echeverriPublicamos, con autorización de su autor, un fragmento de esta novela que nos coloca en la maquinaria mental de un expresidente colombiano que asume el poder como el arte de restar vidas donde no crecen sus designios. Foto: JAL

 

 

 

PROHÍBO DECIR MI NOMBRE

Novela de Jaime Echeverri
Intermedio Editores, Bogotá, Colombia 2019
(Fragmento para LA OTRA, pgs. 56, 57 y 58)

 

…tampoco me gusta tener en mi mano la mano de una persona que me haya humillado, que me insulte, que me ofenda. Yo me ofendo muy fácil y eso es una joda en el oficio. En esta vida todos mantenemos alguna cuenta por cobrar y también algunas por pagar. Parece que la vida fuera nada más que un debe y un haber como la pintan los contabilistas. En el balance general yo si acaso tengo una por pagar. Al ingresar a la universidad en la facultad de derecho conocí a varios amigos que me han acompañado casi toda la vida. Por esos días me metí al partido colorado. Era una tradición familiar en una región francamente inclinada hacia el partido blanco. Yo veía que mis convicciones no cuadraban muy bien con las ideas de los colorados, más allá de la doctrina del libre cambio. Pero no me hacía mala sangre por eso. En este país hay colorados muy conservadores y derechistas más libertarios que los colorados. Que uno se llame colorado o blanco no tiene nada que ver con lo que uno piense realmente. Por eso mismo es relativamente fácil de manejar. Y uno encuentra socios donde menos espera. Entre los compañeros hubo uno muy brillante. Eugenio Silva. Decían que tenía todo para ser presidente. Sabía echar buenos discursos, tenía carisma, conquistaba a los que se le acercaban y una memoria del carajo. A mí me conquistó y nos volvimos muy buenos amigos, pero por dentro me picaba la envidia. En la facultad hacer política era un juego más. Claro que lo tomábamos en serio para atajar a los revoltosos que le colaboraban a las guerrillas, pero deportivamente. Éramos los mejores en todo, en civil, en penal, en filosofía del derecho. Me ganaba en estudios constitucionales porque yo me la pasaba contradiciendo al profesor, un tipo al que respetaban todos, menos yo. Había sido magistrado de una de las altas cortes. Decían que era una lumbrera. Eso nos distanció. Nos veíamos de vez en cuando. Un viernes por la tarde, después de clase fuimos en grupo a tomarnos unos tragos a un barcito cerca de la universidad. A mí no me gusta el trago y me fastidian los borrachos. Por eso estuve poco rato. Cuando Silva se despidió, dejé que saliera adelante y luego me fui sin que nadie se diera cuenta. Lo alcancé antes de que se subiera a su carro. Como no le gustaba tomar los tres aguardientes lo habían prendido. Vamos a respirar aire puro, me invitó. Acepté y salimos de la ciudad por la carretera que va al aeropuerto. A una hora de camino ya había entrado la noche y era clara con una luna inmensa asomándose por las montañas. Te voy a mostrar un paisaje de otro mundo, ya verás, me dijo, y tomó por una carretera sin pavimentar que nos llevó a una cantera abandonada. Nos bajamos del carro y caminamos por un terreno agrietado, seco y lleno de polvo. Parecía un planeta muerto. Fuimos hasta una construcción sin paredes, un techo de teja sostenido por cuatro postes de ladrillo donde había un pozo muy hondo, un horno de carbón y restos de unas tejas de barro. Silva prendió un cigarrillo, yo miré el fondo del pozo…

           …abajo alcanzaba a brillar el agua. Silva y yo nos encontramos tres semanas después en la cafetería de la universidad. Hablamos de política como siempre, de los compañeros y los profesores, del cuerpo de alguna muchacha, de los planes para el futuro. Le dije que me había impresionado mucho su paisaje del otro mundo. Me contó que a veces iba hasta allá a practicar oratoria. Que se encaramaba al borde del pozo y se ponía a improvisar delante de una multitud imaginaria. Le gustaba porque la acústica le ayudaba a perfeccionar los tonos y la vocalización de cada palabra que pronunciaba. A marcar los énfasis de cada oración. Vamos ahora, le propuse. Tengo el carro en el taller, respondió. Fuimos en bus. Nos bajamos a la entrada del camino destapado y caminamos hasta la cantera. Otra vez el suelo seco y empolvado, otra vez la caseta, otra vez el final de la tarde. Silva se subió al borde del pozo y empezó a improvisar. Su voz vibraba emocionada al pronunciar la palabra patria, la palabra democracia, la palabra libertad. Cuando habló de dar la vida por la patria, perdió el equilibrio y cayó al pozo. Oí un ay muy pasito, oí que me llamaba, oí que me pedía ayuda. Yo no quise mirar. Fui a la carretera principal y regresé a pie a la ciudad…

           …al otro día empezaron a buscarlo. Hubo marchas estudiantiles. Hubo avisos con su foto en los periódicos. Se ofrecieron recompensas. Diez días después unos niños campesinos avisaron que había un cuerpo en el pozo. El entierro fue multitudinario y yo pronuncié la oración fúnebre…

           …Silva sin saberlo dio su