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Sandro Cohen. «Flor de piel»

sandro-cohenSandro nació en Estados Unidos, pero es en México donde vino a nacer en la lengua literaria y en la poesía. Es, además de editor, un defensor de la escritura correcta del español. Aquí algunos poemas de su libro de poemas Flor de piel, que está por salir de prensas.

 

 

 

Flor de piel

Hasta la orilla

Los años caen hasta lo azul del fondo.

Me gusta el hecho de que no te cuelgues 
de mi deseo deshilachado y simple.

Me ves como animal, lento y curioso, 
el mono ciego que ejecuta duetos 
de piano solo y cuello de botella, 
cual debe ser en meses de calor.

Estos días muy poco hay por delante, 
y todo se me cuelga por atrás, 
flácida piel y un hueso al aire puro: 
se secará muy pronto desde dentro.

Me da placer sentir tus ojos, ávidos 
y lejanos, tan cerca de mi piélago.

El horizonte está a muchos kilómetros.

 

 

De todos los temblores terremotos

Cuando se tienen quince años pesa 
más el trino de pájaros que bombas 
que devuelven los cuerpos guerrilleros 
a la húmeda tierra y selvas vastas 
del sudeste de Asia, de Vietnam. 

Importan más colores ocres, verdes; 
los olores tan frescos de aquel bosque 
donde soñamos dar el primer beso 
a la novia que aún no se enteraba 
de nuestra corta vida adolescente.

Importan más los tiernos balbuceos 
en verso, la poesía inglesa, el cine,
que gases lacrimógenos, o balas 
incrustadas en cuerpos de estudiantes 
mexicanos al grito de una guerra 

en un lugar extraño que se llama 
Tlatelolco, una plaza de culturas 
iluminadas por la luz bengala 
y el fuego de los rifles militares, 
cuyos ecos percuten la inconsciencia.

Pero después de cincuenta años, tras 
medio siglo de guerras y mentiras, 
más cerca del final que del principio, 
me detengo a observar la calle, el sol 
que la baña en el canto de las aves.

He elegido mi tierra, y he llorado 
en Tlatelolco el trueno más terrible 
de este país que ahora es mío, poema 
puro que sube de entre ruinas, gritos 
de todos los temblores terremotos.

Y estoy feliz, entiendo la amargura.
He cantado el dolor de mis dos hijas. 
Hemos sembrado y cosechado juntos 
el goce de vivir y de perder 
el tiempo, el mundo, el choque más hermoso.

 

 

Las cosas que me rodean…

Las cosas que me rodean
—la taza de café, plumas
viejas, alguna inservible—
me dan la seguridad
de saber que aún estoy vivo.

Me gustan mis libros, aunque
sé que jamás los leeré
todos, tal vez unos cuantos.

Los pasaré a mis amigos
jóvenes que no conocen
la dicha de columbrar
los indicios de la meta
tras cuarenta y dos kilómetros,
varios hijos, dos esposas,
corazones incontables
que jamás quise romper.

Decir que soy imperfecto
es poco. Mucho me falta
por hacer, por dar, vivir,
aunque sean veinte minutos.

Esta taza de café
me permite estar en paz
con la idea, por demás
sencilla, de que la vida
es algo que por derecho
—sin excepción— pertenece
a cada ser que respira;
de que las cosas sagradas
nos rodean en todas partes.

Se rompen y se reparan,
tal como nosotros mismos,
por conservar el placer
tan simple, el enorme gusto
de inducir una sonrisa,
el brillo intenso en los ojos
de quienes han comprendido,
por fin, que el dolor no es todo,
que la mejor medicina
es saber que estamos todos
—y que siempre hemos estado—
cual carne de nuestro ser
desde el principio del viaje.

 

 

Esto, en esencia, se acabó…

Esto, en esencia, se acabó.
Hace mucho empezó, lo sé,
pero desde hace rato no me siento
inmortal. Y cuando yo ya no esté,
las servilletas seguirán
en su mismo lugar sobre la mesa, 
los mismos autos se estacionarán 
en los mismos lugares, más o menos, 
con los mismos niveles de esa angustia 
tan mexicana y entrañable, 
pero yo ya no los veré 
desde esta mesa verde con mantel, 
sentado en esta silla 
de plástico innegable 
que me permite estar tranquilo, 
leyendo las noticias de las cuales 
ya no voy a enterarme, a medio metro 
de la banqueta donde se pasean 
señoras con sus perros y sus hijos, 
donde colocan, con cuidado, bolsas 
de basura en espera del camión 
que ya no tarda con su campanita 
insoportable, pero yo 
ya no pienso quejarme, 
ni me taparé los oídos: 
simple y sencillamente, no estaré.

Y es difícil hacerme 
a la sólida idea de mi ausencia, 
pero es palpable, tan palpable como 
los pechos de una joven, o sus labios, 
o su manera de pedirme 
que le haga caso, ¿pero cómo, 
si ya no voy a estar?

Y no he estado desde hace muchos años.

Estas palabras, que se escriben solas, 
serán mi testimonio, darán fe 
de que por fin lo he comprendido: 
solo un poco estaremos en la tierra, 
pero es de todos, como he sido todos, 
y entre todos escribiremos 
las palabras que urgen, 
aquellas que se escapan 
y que hemos dicho desde siempre. 

 

 

Por si lo quieres

Alguna vez me descubrí pensando
—ya sabes que pensar es peligroso—
e imaginé tus labios en mis labios,
tus manos donde siempre las deseo
cuando cierro los ojos y me pongo
a olvidar el desastre que he creado.

Pero es, después de todo, un buen desastre,
esta maraña dulce en la cabeza,
a la cual vuelvo al menor descuido
solo para buscar a aquel que alguna
vez se creyó inmortal, tan bello y joven,
aunque haya sido en sueños y poesía.

La vida es buena, pues me ha dado tanto
que a veces de creerlo soy incapaz.
He sembrado, apuntado unas palabras
que luego olvido, pero engendran hijos
y lo recuerdo todo, con un peso
que resulta difícil de cargar.

E imaginé tus labios en mi cuerpo,
en todas partes de mi cuerpo laso,
en los trazos profundos del desastre
que reúno con celo y con amor.
Después de todo es un desastre bueno.
Y ahora es tuyo también, por si lo quieres.