Juan Pablo Brand. El concierto del dolor

brand-juan-pabloTres tipos de dolor aborda el escritor y psicoterapeuta, catedrático de la Universidad Intercontinental: físico, psíquico y óntico, o sea el dolor exterior, el relacionado con el arte.

 

 

 

El concierto del dolor: lo somático, lo psíquico y lo óntico

Juan Pablo Brand Barajas

En la tradición musical un Concierto es una composición escrita regularmente para un instrumento y se divide en tres movimientos. El presente escrito tiene como instrumento al dolor y se divide en los siguientes movimientos: Dolor somático, dolor psíquico y dolor óntico. Esta división parte de la concepción de Sigmund Freud sobre el sufrimiento, la cual expone en su texto El Malestar en la cultura (1930/1990):

Desde tres lados amenaza el sufrimiento; desde el cuerpo propio, que destinado a la ruina y la disolución, no puede prescindir del dolor y la angustia como señales de alarma; desde el mundo exterior, que puede abatir sus furias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes, despiadadas, destructoras; por fin, desde los vínculos con otros seres humanos. Al padecer que viene de esta fuente lo  sentimos tal vez más doloroso que a cualquier otro (p.77).

El sufrimiento desde el cuerpo, correspondería al dolor somático; el que surge de los vínculos con otros seres humanos, es el dolor psíquico y finalmente, el que abate desde el mundo exterior, lo nombro dolor óntico.

 

Dolor Somático

Todas mis películas se pueden pensar
en blanco y negro, excepto Gritos y Susurros.
En el guión consta que he imaginado lo rojo
como el interior del alma.

Ingmar Bergman

Autor: Arturo Rivera

            La vida inicia con la complementación y la  organización, la realidad con el dolor, sensación  inaugural de la experiencia corporal y por tanto de los límites del ser material.
            El dolor es la soledad absoluta, es evidencia de la imposibilidad de ser otro o ser en el otro, el dolor sólo duele al doliente, es intransferible.
            Una película representa la expresión más sublime y terrible del dolor, Gritos y Susurros, del retratista de los sótanos de la condición humana, Ingmar Bergman. Desde el inicio, el largometraje nos arroja a los recovecos más obscuros del dolor. Aparecen relojes, uno se detiene y una mujer se transporta de un sueño profundo a un punzante malestar que la despierta. El dolor detiene el avance del tiempo, un minuto de intenso dolor es la experiencia más cercana a la eternidad. Continua la escena y durante casi seis minutos y medio no se recurre a la palabra. Finalmente surge de la pluma de Agnes, a quien el cáncer carcome lentamente,  para expresar “Es lunes por la mañana y estoy adolorida”, frase que da cuenta de las ataduras del dolor, que limita la existencia a registrar su presencia o su ausencia.
            Aunque toda la película es una oda a la enfermedad, al dolor y la perversidad, Bergman logra, con una escena, mostrarnos el lindero del lenguaje. Agnes restriega su cuerpo en las salientes de un dolor incontenible. La angustia se retroalimenta con la incertidumbre de un posible pico de intensidad y la de cerrar permanentemente los ojos. Todo es desolación hasta que aparece Ana, el ama de llaves, quien atravesada por la muerte de su hija no logra contenerse frente al dolor de Agnes, el cual es inmune a las palabras. En uno de los actos de amor más excelsos mostrados en el cine, Ana desviste su pecho y acerca la cara de Agnes hasta lograr un contacto de pieles. La inspiración de Ana, es la de quien sabe que el dolor extremo y la angustia, sólo encuentran sosiego con un acto que sostenga al ser ante la amenazante aniquilación. 
            Si bien, Bergman nos hace testigos de la intimidad de la agonía, también nos ofrece una representación de una Piedad dispuesta a quebrantar los códigos con tal de ofrecer consuelo. La aspiración al retorno a los brazos de la madre para amamantarse del cosmos, posiblemente sea la fuente de las creencias sobre la vida después de la vida.
“‘¿Joey y ahora qué hago? Ya no me quieren más en el hospital. Ya me desconectaron de todas las máquinas. Tengo que parar todo esto porque no estoy mejorando”. Estas fueron de las últimas palabras que escuchó Joey Arias de boca de su amigo Klaus Nomi, el trágico andrógino que nos heredó una de las escenas más estremecedoras de las últimas décadas.
En diciembre de 1982, Nomi interpretó frente a un expectante público en Munich, al Cold Genius de la ópera King Arthur de Henry Purcell. El cantante adaptó a su registro de voz de Contratenor las notas para Bajo, originalmente escritas por el compositor. La grabación de la escena inicia con un Nomi muy delgado, vestido al estilo isabelino y completamente maquillado. Camina con dificultad, sin abandonar su amanerado estilo. Su mirada se pierde en el infinito, parece observar el umbral de la existencia. La orquesta inicia la interpretación de la pieza Cold Song y súbitamente de la garganta de Nomi  emergen las agudas notas:

What Power art thou,
Who from below…

Al paso de los segundos uno queda atrapado en el agónico canto, la melodía parece nacer del dolor más insoportable. La voz de Klaus Nomi se quiebra y junto con ella todas nuestras certezas sobre la vida, ha pisado el extremo del dolor. La pieza concluye con las siguientes palabras:

Let me, let me,
Let me, let me,
Freeze again…
Let me, let me,
Freeze again to death!

            Este fragmento suena como una súplica de Nomi al dolor que lo consume, “enfríame y aléjate”.
            En enero de 1983, los médicos declaran que el sistema inmunológico de Klaus Nomi ha colapsado, la ciencia médica todavía no tiene nombre para los síntomas de Nomi, lo cual lo perfila como un ente de investigación al tiempo que un ente persecutorio. Como afirma en las palabras citadas párrafos arriba “Ya no me quieren más en el hospital”, es decir, fue expulsado del último refugio posible para un enfermo. El 6 de agosto de ese año, moriría, convirtiéndose en una de las primeras víctimas de una enfermedad endémica que será llamada SIDA.
            Klaus Nomi interpretando Cold Song es la mixtura del terror con la compasión. El terror de nuestro rostro reflejado en el de Nomi, la compasión frente a un sufrimiento indescifrable, la compasión frente a una mirada que clama por la muerte aferrándose a la vida.
            Agnes y Nomi gritan desde su dolor que la vida es un susurro.

 

Dolor Psíquico

Nunca estamos menos protegidos contra el
sufrimiento que cuando amamos y nunca seremos
más irremediablemente infelices que cuando
hayamos perdido a la persona amada o su amor

Sigmund Freud, El malestar en la cultura

Autor: Oswaldo Guayasamín

            El amor es presencia dolorosa, amar es el solaz de los osados, de aquellos dispuestos a extraviarse por el gozo de la exaltación.
            No amar es vivir en ausencia, es deleite árido, incesante duplicación de la propia imagen, falaz abrazo, ergástulo onanista.
Amar es la antesala de la pérdida, la cual puede durar días, meses, años o décadas; pero nunca dejará de ser antesala. A diferencia de los principios, los finales siempre llegan.
Cuanto más se ama, más se sufre, afirma Nasio (2007). Pero ¿será que la llanura con su horizonte huidizo ofrece mayor placer que la accidentada pero tangible cordillera? Antonio Machado (1980) nos dice, en su poema Yo voy soñando caminos: “En el corazón tenía la espina de una pasión; logré arrancármela un día: ya no siento el corazón… Aguda espina dorada, quién te pudiera sentir en el corazón clavada". El temor a la espina petrifica a quien la ha padecido intensamente o a quien nada sabe de ella.
Discurrir sobre el amor y la pérdida nos remite necesariamente al duelo, el cual a muchos resulta insoportable y por tanto intentan reconfortar al sufriente, sin entender que olvidar la pérdida del ser amado es perderlo dos veces. El dolor psíquico es interminable océano de congoja, pero es la última muralla frente a la locura (Nasio). El dolor todavía vincula con el otro, más allá de los linderos del dolor, más allá del territorio de lo soportable, esperan la enajenación y la muerte.
            El dolor psíquico es caleidoscópico, se metamorfosea persistentemente. Todo intento por asirlo resulta ocioso.
            Merodearé por algunas de las pérdidas más lastimosas, siguiendo una ruta casi circular: el dolor de la infancia, el dolor por la muerte de la pareja, el dolor por la pérdida de un hijo.
            La niñez es el umbral del dolor psíquico. Niñas y niños son considerados propiedad de “los adultos responsables”, a estos se les atribuye la capacidad de velar por el bienestar de los pequeños y por tanto de cuidar y definir sobre lo que es bueno para ellas y ellos. Triste condición, pues del dolor infantil poco se ocupan estos “vigilantes”, quienes entrampados en escollos narcisistas, arrastran a los infantes por caminos abarrotados de sus voraces fantasmas. Bajo el argumento de que “están pequeños y olvidarán”, los hacen cómplices de sus pérdidas, sin considerar su todavía frágil condición de  ser en el mundo. La deseable función de estos “mayores” sería constituirse como la génesis del bálsamo psíquico, plataforma de confianza frente al inevitable dolor. Pero ¿qué podemos esperar de los simples humanos si en los mitos de origen de occidente, el prototipo del padre arroja a sus hijos al sufrimiento por el sólo hecho de sentir curiosidad por una vida diferente, por cuestionar la exclusividad de una existencia con él y en él?
            El dolor infantil es perseguido por Alan Parker en la adaptación cinematográfica del disco The Wall del grupo inglés Pink Floyd. Pinki, huérfano de la Segunda Guerra Mundial, queda sujeto (¿u objeto?) a la melancolía de su madre, quien lo colma de polifacéticos temores atrapándolo en medio de un circundante muro, cuidando tanto de su cuerpo que aniquila su alma. En el momento climático del filme, Parker sintoniza la letra de la melodía Comfortably numb, con un periplo donde adultez e infancia se confunden, plasmando magistralmente la naturaleza atemporal del dolor psíquico. En un estado de total entrega al vacío Pinki se hunde en las raíces de su vida, se transporta a la llanura, cuyo único fruto de gratificación es una rata de campo enferma. En su deprivación,  Pinki se vincula con ella para salvarla, para salvarse. Contagiado por la rata, el niño enfermo ve desfilar a los portadores del tizón estigmatizador de su memoria, todos lo observan con desgano excepto la madre, quien emerge como divinidad desde el firmamento para procurarle un beso. Superadas las fiebres, vuelve en busca de la rata, encontrando solamente un cadáver junto  con los restos de su ilusión infantil. Esta escena se acompaña de la voz cantante enunciando el fin de la niñez:  “Cuando era niño tuve un efímero vislumbre, en la saliente de mi ojo, volteé a mirar pero se había ido, no puedo poner mi dedo en ello ahora, el niño ha crecido, el sueño se ha ido”.
            La muerte de la pareja  representa la legítima pérdida del otro, es la caída de uno de los escasos  lazos elegidos libremente. Conforme una pareja atraviesa el tiempo, su complejidad se multiplica, transitando de la simple exteriorización de un deseo, a una estrecha intimidad, transformando a la otredad en una casi-otredad, en un tú con abundantes representaciones de yo. Por tanto, la muerte de la pareja implicará un desgarre en el cual se pierde algo de si mismo. 
            Dying young, película apartada totalmente de las grandes disertaciones teóricas, significó en mi vida una profunda conmoción. Quizá el inacabable duelo de la adolescencia intensificó el efecto. Sin embargo, al reencontrármela he logrado dilucidar mi experiencia. El amor destella en la mirada, la enfermedad derrite ese brillo dejando solamente una estela de aflicción. Al adentrarse en la tambaleante retina proyectada de dolor y atravesar la coloreada barrera para sentir la más desesperante impotencia frente al pesar que carcome al ser amado, el deseo se vuelca en la más arrebatadora angustia. Percibir como, junto con el cuerpo de la pareja, caen los sueños de una vida común y se diluye  todo futuro, es una aguda punzada a la psique, la cual se amarra a los más inverosímiles puertos para evitar el naufragio de la razón.  Frente a este dolor no hay sosiego, sobrevivir al cómplice de vida es vivir demediado.
            La extrema y constante sátira de la escena de la muerte de “El Torito” en la película Ustedes los ricos, parece dar cuenta de lo inquietante de su contenido. El amargo llanto de Pepe el Toro, lindante con la carcajada, es de las pocas expresiones cinematográficas que se acercan a la representación del más acerbo de los dolores, la pérdida de un hijo. Distante de la pretensión de generalizar el amor de los padres hacia sus hijos, lo cual sería un contrasentido con el primer dolor tratado, considero esta pérdida como el límite de lo soportable. Cuando Celia La Chorreada se acerca a la puerta tras la cual Pepe se desmorona frente al cuerpo de su hijo muerto, emite un monólogo pleno de confusión, propio de la más intensa congoja:  “Ya no sufras, ¡Óyeme, óyeme! Ya no puedo más Pepe. Yo también sufro, me estoy muriendo. Torito. No quiero perderlos a los dos, ¿qué me queda? Déjame entrar para morirme contigo, pero no me dejes sola”. Es la voz  de quien traspasará la muralla hacia la locura, perdiéndose allende el dolor.

 

Dolor Óntico

Ser o no ser, ésa es la cuestión ¿Es más noble sufrir mentalmente el golpe de las flechas de la fortuna, o alzarse en armas contra el mar de las dudas y, en el ataque, terminar con ellas? Morir, dormir, no más. Y si al dormir es cierto que acaban los dolores del alma y las heridas mil que nuestra carne hereda, es una apetecible consumación. Morir, dormir; dormir, tal vez soñar. He ahí el inconveniente: dormidos en la muerte, una vez despojados de los mortales vínculos, el temor a los sueños nos paraliza; ese recelo hace tan duradera la desgracia (Shakespeare, citado en Sopena, 2004).

Esta es la voz de Hamlet, el trágico adolescente al cual le han sido develados los siniestros hilos de la condición humana, jugando a la locura o huyendo de la cordura, Hamlet es el arquetipo del joven que disuelve la niebla de la novela familiar para descubrir los intrincados lazos de eros con tánatos. Saber duele, por lo mismo para el que sabe la muerte pierde su ominoso semblante y la vida se vuelca sospechosa.
Crecer es morir, cada día transcurrido va cercando las posibilidades de ser. Cada elección es una renuncia. La verdad es que no hay verdad y eso es lo que  carcome a Hamlet, mirar el vacío lo arrastró a la aniquilante angustia.
El dolor óntico es la condición del ser frente a las fronteras, frente a los límites. Plano y contraplano, constituyen la fuente de la desdicha humana: Vida–Muerte, Amor–Soledad, Juventud–Vejez, Salud–Enfermedad, Riqueza–Pobreza,  Instante – Eternidad; todo tiene un confín.
Derrida (1998) se pregunta “¿es posible mi muerte?, ¿podemos pensar nuestra muerte?”. La reflexión sobre nuestra muerte, siempre será a partir la muerte de otros. Difícilmente podemos imaginar nuestras posibles muertes, y cuando muramos ya no podremos imaginar. Pensamos la muerte a partir de haber visto morir a otros. Por tanto el miedo se origina en lo conocido, pues de lo desconocido nada sabemos. No tememos el devenir del muerto sino la posibilidad de su regreso, el cadáver es ominoso al representar nuestro inevitable destino.
El tiempo es otro límite, somos prisioneros de su incesante carrera sin meta. Basta iniciar algo para que concluya. Es por eso que estamos condenados a preguntarnos permanentemente: ¿Cuánto durará? El instante se nos escapa, fotografiamos, filmamos, grabamos, escribimos, cincelamos; pero finalmente tan solo conservaremos una referencia borrosa del instante. Pasa frecuentemente con las fotografías el que ya no se sabe si se recuerda la vivencia o solamente la imagen.  El tiempo nos hace aspirar a la eternidad, consideramos nuestro ser tan imprescindible que creamos paraísos que nos amparen cuando cese el tiempo. Eppur, si muove  (y sin embargo, se mueve).

 

El dolor como problema

Jaques Derrida (1998) se remite a la raíz epistemológica de la palabra problema para mostrarnos su significado como “proyección o protección, lo que ponemos o lanzamos delante de nosotros, la proyección de un proyecto, la tarea que hay que realizar, pero también la protección de un sustituto, de una prótesis que ponemos por delante para que nos represente, nos remplace, nos cobije, nos disimule u oculte algo inconfesable, a la manera de un escudo (problema también quiere decir escudo, la ropa como barrera o guardabarrera), tras el cual resguardarse en secreto o al abrigo en caso de peligro. Toda frontera es problemática en ambos sentidos” (pp. 29-30).
Cuando afirmamos tener un problema, experimentamos una sensación incómoda, deseamos acabar con él. Sin embargo, si partimos de los argumentos de Derrida, el problema sería la alternativa frente al límite. Cuando problematizamos nuestra condición traspasamos la frontera que va de lo óntico a lo ontológico. Cuando planteamos problemas sobre el ser, nos preguntamos sobre el mismo y de esta manera trascendemos nuestra condición para ubicarnos en un más allá de la naturaleza. Al problematizar también delimitamos nuestra frontera frente a lo otro y los otros.
El dolor óntico es el dolor de los “aporistas”, de aquellos que no se preguntan, de aquellos que no problematizan. Hamlet dejó de dolerse en el momento en que constituyó su inquietud en un problema. Esto le permitió orientarse a la acción, la cual, como sucede muchas veces, no resultó según lo planeado. Pero, es probable que la muerte haya sido, para Hamlet, mejor opción que la sumisión o la locura
La pregunta será nuestro resguardo frente al dolor, tanto somático, psíquico u óntico. El punto de partida para su posible curación será siempre: ¿Qué me duele?

 

Referencias

Caldberg, L-O. (Productor) & Bergman, I. (Guionista/Director) (1972). Viskningar och rop [Gritos y susurros. Cinta cinematográfica]. Suecia: Cinematograph AB.

Derrida, J. (1998). Aporías. Morir-esperarse (en) «los límites de la verdad». España: Paidós.

Espinosa, A. y Ojeda, M. (Productores), Rodríguez, I. (Guionista/Director) & González, R.A. (Guionista) (1948). Ustedes los ricos [Cinta cinematográfica]. México: Producciones Rodríguez Hermanos.

Field, S. y McCormick, K. (Productores) & Schumacher, J. (Director) (1991). Dying young [Todo por amor. Cinta cinematográfica]. EUA: 20th Century Fox.

Freud, S. (1930/1990). El malestar en la cultura. En Obras Completas. Vol. 21. [57-140]. Argentina: Amorrortu.

Machado, A. (1980). Poesía. España: Alianza.’

Marshall, A. (Productor), Parker, A. (Director) & Waters, R. (1982). Pink Floyd The Wall [Cinta cinematográfica]. Reino Unido: MGM.

Nasio, J.D. (2007). El dolor de amar (1ª reimp.). Argentina: Gedisa.

Purcell, H. (Compositor) & Dryden, J. (Libretista) (1691). Cold song. En King´s Arthur [Opera. Interpretada por Klaus Nomi en 1982]. Disponible en: http://www.youtube.com/watch?v=3hGpjsgquqw

Sopena, C. (Ed.) (2004). Hamlet. Ensayos psicoanalíticos. España: Síntesis.    

 

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Juan Pablo Brand Barajas
Juan Pablo Brand Barajas
Nació en la Ciudad de México el 24 de junio de 1976. Lector desde que le fue posible, escribe su primer cuento a los 10 años con el título María y el mar. Estudió la Licenciatura en Psicología y la Maestría en Psicoterapia Psicoanalítica en la Universidad Intercontinental. Se desempeña como psicoanalista de niños, adolescentes y adultos. Ha publicado en revistas como Psicología y Educación, Erinias y Foro Multidisciplinario de la Universidad Intercontinental.
Como bloggero tiene su sede en http://infancias-jpb.blogspot.mx/  Ha colaborado para proyectos del DIF, de la Delegación Tlalpan en el Distrito Federal, SEDESOL y las Fundaciones UIC y CANICA (Oaxaca). Su estilo es ensayístico, sus temas de interés: psicoanálisis, literatura, sociedad, cine, religión, arte y filosofía, entre otros.