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Carlos Fonseca. «Una ciudad incómoda»

carlos-fonsecaEste es el primer libro de Fonseca y con certeza su arribo determinante a un puerto donde no hay vuelta atrás. Aquí un cuento, “Los muebles” que es parte de ese inicio.

 

 

 

LOS MUEBLES
Carlos Fonseca

Lo que ocurre es que los servicios de entrega son mucho más eficientes que los servicios de recolección. Apenas unas horas después de que consultara el catálogo e hiciera el pedido, ya estaban los empleados con el mueble nuevo llamando a la puerta. Sentí cierto placer al asir esas manijas tersas y deslizar los cajones, como si estrechara la mano de un buen amigo que a partir de ese momento se ocuparía de mantener la ropa desinfectada, a la temperatura óptima y con la fragancia preferida de Miguel. Excelente elección, señora, una verdadera suerte que estuviera disponible este modelo, sonreía el empleado mientras restaba cifras a mi cuenta.

En cambio, la gente encargada de trasladar el mueble usado aún no se aparece. Llamo y me dicen que mi solicitud sigue estando en la lista de espera, que no encuentran un lugar donde colocarlo. Y el mueble permanece aquí en mi estancia, sus esquinas me apuntan cada vez que entro o salgo del departamento. Es un volumen inquietante en la madrugada, cuando me despierto pensando en Miguel y en el niño, y necesito tomar algo caliente para volver a dormir. Se me imagina uno de esos viajeros cargados de equipaje, que pasan los días en las terminales esperando a que la Organización les asigne un destino.

Sólo deseo que lo recojan a tiempo, que cuando Miguel regrese y entre por la puerta, lo primero que mire no deba ser esa formica empalidecida y el cajón despostillado; que se lleve la gran sorpresa cuando vayamos al dormitorio y entonces descubra el nuevo mueble, tan moderno y tan útil.

Me cruzo con la mujer del primer piso y me pregunta si ya han venido por mi mueble. Desde que le dije que estoy esperando a los servicios de recolección, aprovecha cualquier ocasión para hablarme de cuando reemplazó su menaje completo, hace ya tiempo, mucho antes de que Miguel y yo nos instaláramos aquí, de que tuviéramos al niño. En esa época era fácil deshacerse de las cosas, no como ahora que el mundo está tan lleno, suele decir.
Esta vez me cuenta una historia distinta: la de un hombre que vivió en mi departamento. Él estuvo esperando durante meses al servicio de recogida, hasta que una madrugada metió en su auto los restos de un sofá descuartizado. Ella lo vio todo: las astillas y los jirones de tela esparcidos por las escaleras, cómo el hombre volvió días después con el coche ya vacío, cómo luego vinieron a buscarlo.

Imagino al hombre que conduce sin parar, sin otro objetivo que hallar un sitio donde abandonar los despojos, y me estremece pensar que Miguel y yo fuéramos capaces de algo así, que pudiéramos perder la cabeza y arriesgarnos de ese modo.

Enciendo la aspiradora automática y la veo trabajar mientras oigo la música que le gustaba escuchar a Miguel, sentada en este sillón amoldado a su cuerpo. Cuando hago limpieza, el mueble se pone incómodo, parece entender que está de sobra y se arrincona en el muro tratando de estorbar lo menos posible.
En realidad nunca hay mucho que limpiar, estas casas no se ensucian si no tienen gente dentro. A veces desordeno a propósito, entro al cuarto del niño y revuelvo las cosas para tener con que ocuparme al día siguiente, porque en las mañanas el trabajo me distrae, pero luego no me sienta bien andar sola por la calle y las personas a quienes puedo ver terminan por cansarme. Miro la televisión, leo, admiro el brillo de mi mueble nuevo. Aún está tan vacío.

Anoche sucedió algo espantoso: al despertarme agitada tras soñar que ellos al fin volvían, tuve la sensación de que el mueble estaba de regreso en la habitación, todavía con las camisas de Miguel en los cajones. No pude encender la luz ni levantarme, aterrada por la posibilidad de que fuera cierto, de que el mueble estuviera de nuevo frente a mi cama.

A primera hora llamé al servicio de recogida y la empleada me dio alguna esperanza, dijo que una familia parecía estar interesada en adquirir el mueble para reemplazar uno similar que fue destruido. Me ofrecí a pagar los servicios de mantenimiento necesarios. Aún debo esperar.
Lo cubrí con una sábana. Cada vez que paso junto a él finjo que debajo de la tela sólo hay una gran caja vacía.

Por fin llegan los empleados del servicio de recogida. Rechazan la bebida que les ofrezco, tienen tanta prisa, deben de ser los hombres más atareados de toda la Organización. Colocan sus herramientas, los veo trabajar, estoy tan contenta, elogio sus uniformes, los agradecimientos se me amontonan en la boca.
De pronto se detienen y vuelven a guardar sus cosas. No podemos llevarlo, me dice uno de ellos. Mire, señora, no cabe por la puerta. No puede ser, si entró por esa misma puerta cuando nuevo. Pues lo sentimos mucho, pero eso ocurre a veces. Con los años, algunos muebles engordan.

No sé qué decir. Empiezo a recordar cuando nos instalamos en el departamento, cuando revisamos los catálogos y elegimos ése y los otros muebles. ¿Hace cuánto lo tiene?, me pregunta el empleado mientras escribe su informe. Respondo pensando en esos años transcurridos que adquirieron corporalidad. En lugar de pasar, el tiempo se va pegando a las cosas.

La única opción es desarmarlo. ¿Pueden desarmarlo ustedes? ¡Nosotros! Me miran con espanto, mostrándome las identificaciones en las que claramente puede leerse que desarmar muebles no está entre sus funciones. Llame al servicio de desmantelado de muebles y luego al de evacuación de muebles desarmados.
Pongo mi código en el informe que extiende el empleado antes de marcharse. Me quedo sola con ese mueble obeso, lo miro pensando que si sigue acumulando tiempo va a llegar a ocupar toda la casa y cuando Miguel por fin regrese ni siquiera va a poder abrir la puerta.

La mujer del primer piso es amable. Me deja pasar la tarde con ella. Me anima, dice que los servicios de desmantelamiento son mucho más eficientes, que poca gente necesita desarmar cosas, que la espera será corta.
A la vez, siento que está empezando a juzgarme. Hay algo en su voz comprensiva que suena a reproche. Su forma de mirarme insinúa que mis descuidos provocaron que el mueble se aprovechara de mi confianza y ganara años. Su cara dice que no debí dejar que el tiempo se me pegara al cuerpo, que soy responsable de la ausencia de Miguel.
Cuando cae la noche la mujer me acompaña a casa. Le pido que encienda el aparato de música y verifique si el mueble sigue cubierto con la manta, si no se ha movido, si no ha crecido más en las últimas horas. Cruzo mi estancia con los ojos cerrados y me encierro en la habitación. Me duermo oyendo la música de Miguel.

Me despierta una musiquilla ríspida, ya no es el disco que olvidó Miguel, cambiaron la música mientras dormía, alguien, algo: el mueble.
Había herramientas en el fondo del armario, ¿o en la cocina?, ahí la encuentro, el hacha ligera, dejo caer el primer golpe con toda la fuerza de que soy capaz, el arma vibra, un dolor punzante me recorre el brazo. Otra vez, y otra, al cuarto golpe consigo quebrar el recubrimiento, el hierro destroza a todo lo largo, entonces el chillido, los gritos convulsos de animal herido, de la presa sorprendida por la fiera, por la muerte que se le viene encima. Más, más golpes hasta que queda mutilado y le escurre un revoltijo de resina, polvo, astillas, recuerdos.

Luego a sacarlo. El costado herido choca con la puerta, empujo, saldrá, claro que saldrá. El hacha, ya no hay gritos, sólo el monótono sonido del metal contra la madera rota. ¡Fuera! atrás queda el marco de la puerta, ya están al pendiente algunos vecinos, los oigo, empiezan a asomarse a las mirillas. El armatoste por el pasillo de pronto se gira, una esquina se atora con el muro, rasga el revestimiento. Un cajón me cae en el pie, y más odio, maldito, a patadas el cajón se rompe y tanto pedazo ahora apesta como a ropa olvidada.

Rodamos por las escaleras, abajo, la mujer, la gran testigo, veo la salida, pero en un intento último de aferrarse se atora una tabla a la puerta, el peso de todo mi cuerpo, ¡revientan los cristales de la puerta principal! y ya por fin a la calle, empujar un poco más y ya por fin, ahí maltrecho en la banqueta, dejarlo junto a un árbol, y ya por fin la cosa se queda quieta, empequeñecida, derrotada. Mis manos raspadas de tantas líneas rojas y el golpe del viento, el viento que sigue yendo y viniendo a su antojo sin solicitudes ni programas de reparto recogida ni números en las tarjetas. Y lo respiro profundo y me calmo. Ahora sólo esperar que vengan por mí, como vinieron por ellos.