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Ojos para su cuerpo, Maritza M. Buendía

maritza-buendiaEl cuerpo femenino se convierte en un territorio inexplorado y desconocido, deseado e intocable desde la perspectiva del voyeur, de la imposibilidad, de la soledad y la fantasía. De eso habla este relato.

 

 

 

OJOS PARA SU CUERPO

Maritza M. Buendía

 

Anda,
anochece,
anda.
María Luisa Bombal

El cuerpo encima de la cama. La cama de usted. El cuerpo de ella. Alrededor del cuerpo, la habitación. Y el silencio. Y la noche. Noche tibia y silenciosa, como noche de mayo, como noche cualquiera. Ella vino con la noche, sola, y aquí se instaló: a un lado de usted, sin apenas titubeos, sin apenas pensamientos. Sola y entera, en su fragilidad de nube. Como la nube que usted recordará después. Tan frágil como la lluvia, tan escurridiza.
       ¿Fue planeado por usted? ¿Incluso su llegada? Sí: todo obedeció a su concepción, a su cálculo: una pierna seguida de otra, una cadera encima de un torso, un cuello sumergido en un rostro. Su figura inalterable, plena. Y quiere creer que ella también lo deseó. Aunque al entrar fingiera indiferencia. Aunque luego no lo recordara.
       Ella llegó con la noche. Libre, como sus brazos y sus piernas fuera del vestido. Libre como el vuelo de su falda. Y un paso y dos, y se tumbó en la cama sin pronunciar palabra. El cuerpo de ella encima de la cama y los ojos de usted encima de su cuerpo. Por unos instantes la vio flotar, enroscada en sus brazos de mujer. Entonces la confundió con uno de esos animales de llanto lastimero, que gimen cerca de la puerta cuando el agua o el hambre casi los paraliza. Sin más remedio, usted tenía que acogerla, abrir la puerta, dejarla pasar, mecerla entre sus manos, darle calor.

Después de un rato, la sonrisa de ella desaparece. Habla: Vamos, hombre. No vale la pena entristecerse por eso. Nada lo vale… ¿No conoce un cuerpo de mujer?
       Usted no responde. La gravedad de la pregunta taladra su cerebro: Un cuerpo de mujer… Un cuerpo de mujer…

En cuanto oscurezca usted saldrá a buscarla. Lo ha deseado desde hace tiempo, hace años, quizá. Y por fin, esta noche es la elegida: sin errores, sin demoras. Un baño largo, afeitarse cuidadosamente para no irritar la piel, vestir el mejor de los trajes. Finalmente, encontrarla, sin timidez.
       Usted vagará por las calles de la ciudad hasta la entrada de un cine. Pero ¿qué debe mirar cuando es de noche? De un lado a otro, sus ojos no sabrán dónde detenerse. Demasiadas mujeres, todas acompañadas. Demasiado movimiento… Aquélla. Ésta. Sola. No… Observará cómo las caderas se mueven adentro de las faldas. Las medias. Los tacones. Y notará un aire caliente en las piernas y en el rostro. Vergüenza. Sus ojos desamparados, indefensos.
       Ahí no hay nada, ninguna. Huérfano, caminará hasta cualquier bar, persistente en su búsqueda. Brazos desnudos. Cabello alborotado. Como templada mariposa, sus ojos volarán alrededor de los cuerpos. Tocando. Palpando. Y huérfano aún, desorientado, deseará huir. Mas sus ojos, volando, lo detendrán.
       ¿Lo olvidó? ¿Nunca lo supo? ¿Dónde encontrarla?

Usted la vio desde antes, desde que abrió la puerta y un paso y dos: ella flotando alrededor del cuarto.
       Y la observa: ella cayendo encima de la cama…

Aún aturdido, usted dice: El trato es sencillo. Usted, yo, un cuarto. Nada más… Pensemos en un negocio simple, un juego inocente… Todo tiene un precio, ¿no?… Si yo le dijera mis condiciones vería lo fáciles que son. Un tanto obvias. Una cosa de nada.
       Nerviosa, ella sonríe y dice que se ha equivocado. Que con ella se ha equivocado. Yo estudio… Sí, también… Pero esto es ocasional.
       Usted contesta: Yo soy ocasional.

Y para cuando usted cierre los ojos, ella lo encontrará.

Antes de dejarla caer, usted debería decir que no. Detenerla, gritarle si es necesario. Ya no está dispuesto: ha cambiado de opinión. Tiene miedo, no quiere verla. Y es que se cansó de tanto abrir los ojos. Está arrepentido, no puede dormir. Es insensato para una noche, ella y la cama. Al principio pensó poder terminar el trato. No es así. Quiere pedirle que se vaya, que tome lo que quiera y desaparezca. Sin hacer ruido, sin hablar, sin apenas darse cuenta. Como llegó que se vaya. Debería decírselo de una buena vez: pintar la noche con el día, prender las luces, ignorar los golpes en la puerta, olvidar el frío. No. Usted debería gritarlo. No. Un no contundente y exacto, que emerja desde su estómago, que se escuche atravesar su garganta, que invada la habitación. No. Un no que la paralice, que le impida llegar a la cama.
       Debería decirle que de tan viejos sus propios ojos se le volverán vírgenes, que el agua se le ha secado. Y que su cuerpo igual, aún inexplorado. No tiene ojos para ella. Hay que inventar algo: que sus hombres, que sus padres, que sus hijos, afuera la esperan. Y también a usted: que sus mujeres, que sus padres, que sus hijos, afuera lo esperan. Y que la espera es una tortura, un dolor intolerable.
       O mejor aún, debería decirle la verdad: la ha buscado. Ni a ella ni a usted los espera nadie.

Ella se mueve, baja los ojos, averigua: ¿Por qué me ha buscado?
       Usted quiere responder que ella apareció al cerrar los ojos, mas no se atreve: Yo no la he buscado. Usted llegó hasta aquí.
       Ella alza los hombros.
       Usted insiste: Cosa de nada. Una noche.
       Y ella es eco. Una noche.
       Usted se da valor. Habla como si estuviera solo: No la quiero durante el día y antes de que amanezca se marchará. Quiero verla… Tan sólo… Ver su cuerpo… Al amanecer terminará todo. No volveré a molestarla.
       Asombrada, ella le ofrece una sonrisa. Duda: ¿Verme? ¿De qué estamos hablando? ¿Qué le sucede? ¿Es que nunca ha visto a una mujer?
       Y como si aún estuviera solo, como si nadie lo escuchara, usted susurra: Nunca.
       Ella acosa: ¿Nunca, nunca?
       Y cuando afirma, usted es eco: Nunca… Nunca.

Usted la espera por largas horas. Pero no a ella. A ella no. A su cuerpo, solamente.

Al observar el brillo de su piel mojada, pensó en traerle una toalla. De esa manera, secaría sus brazos y sus piernas. También quiso prepararle un café para evitarle un resfriado. Cobijarla, arroparla. El problema es que no la conoce y no desea importunarla. Ignora sus gustos, sus preferencias.
       Usted quisiera preguntarle por qué está mojada. Le agradecería conocer su nombre, su edad, su perfume. Pero ya ha perdido tiempo, ella duerme. Y usted reconoce ese cuerpo dormido, ese cuerpo que observa a su antojo. De él emergen el cuarto y los muebles, emerge usted.
       Ella duerme encima de la cama. Y sus ojos cerrados no lo ven, no ven que usted llora, que se duele. Que lloran sus ojos, que lloran sus manos, que lloran sus piernas. Ella no ve cuando usted se resguarda en la esquina de la cama, cuando dobla las piernas y las abraza. Llora usted y ella no lo descubre. No se atreve a despertarla, la contempla a través del agua, agua de ella, agua de usted. Y no entiende cómo no lo adivina. Esa manera de apartarse del mundo, de apartarlo. Esa manera suya de cerrar los ojos y de olvidar la noche, de olvidar la habitación. De olvidar.
       Ella consulta: ¿Y qué debo hacer mientras me mira?
       Usted responde: Eso es asunto suyo.

Mujeres que caminan. Mujeres que bailan. Mujeres que platican. Y usted, sentado en cualquier silla… Ésta. Aquélla. No… Ella aparecerá al cerrar los ojos, dulce, dispuesta. Al verla, se sentirá burlado, su primera vez. Ha caído en una trampa y se ve ridículo: tan afeitado, tan limpio, tan evidente. Sí, evidente que la espera, que ella se adelantó.
       Sin nada que decir, torpemente, usted derramará su bebida encima de la mesa. Y ella sin mover los labios, sin parpadear, segura. Un vago presentimiento le recuerda que no la conoce. Que si ha llegado hasta aquí es porque no la conoce. Y colmando de aire sus pulmones eso lo hará feliz. Y feliz aún anhela pedir, suplicar, una noche.

Una mirada física. Una mirada que sólo es posible con el cuerpo: con las manos abiertas, con los brazos abiertos, con las piernas abiertas. Una mirada dispuesta a recorrer. Y a tragar. Que conceda la comunión: su cuerpo de mujer, joven, usted. Y que la comunión sea impalpable, delicada, apenas insinuada en el movimiento de la retina, en el puente que conduce la suavidad de sus ojos a la suavidad de ella.
       Usted lo ve: la noche, su cuerpo dormido, iluminado. Una mirada física: como de niño o de animal. Eso desea. Mirarla así. Decidido y curioso: desvergonzado. Eso anhela. Una mirada limpia, descalza. Mientras, sus ojos se lastiman ante la perfección de quien duerme, de quien lo ahuyenta.

Ella repite: ¿No ha visto nunca a una mujer?
       Usted responde que no.
       Ella continua: Nunca es absurdo. Tuvo que haber visto a alguien antes, a su mujer, a su hermana, a su madre. A veces pasan accidentes. A veces se ve sin querer. ¿Nunca tuvo la ocasión? ¿No las vio a ellas?
       Usted responde que no.
       Ella persiste: ¿Y a alguna amiga de la escuela? ¿Alguna amiga del trabajo? ¿A las mujeres en la calle?
       Usted responde que no.
       Ella suspira: Es imposible. Usted no está ciego…
       Usted interrumpe: ¿Cómo es mi mirada?
       Ella dice: ¿La suya? ¿Su mirada? Usted debería saberlo.

Tan sólo una noche, donde el cuerpo de la mujer yacerá como una máquina: dormido funcionando, dormido trabajando. Sincronizado, armonioso, casi muerto.

Pero si al mirar se posee. Pero si al mirar se detiene. Pero si al mirar se toca. Usted percibe el mundo a través de ese cuerpo, mas no, aún no lo siente. A su edad, debería darle vergüenza. Tampoco. Lo que experimenta es otra cosa: un algo que lo oscurece, un algo que lo envuelve, que lo abriga e hipnotiza, que lo aletarga.

Una cobija de vapor. Una nube.
       Desde su refugio, usted dobla las piernas, las abraza. Esconde la cabeza. Llora y ella no lo ve. No ve la habitación ni su tristeza. Ni que usted empieza a sentirla. A ella, a su cuerpo dormido. A usted mismo, a la habitación. No ve que la certeza es apenas una punzada. Y que ya no puede controlarse. Que llora aguda y dolidamente porque unas manos invisibles atenazan su garganta, oprimiendo su pecho.
       Ella no ve que el llanto le brota desde abajo. Desde su vientre, quizá. Desde adentro. No ve que el llanto se le escapa por la boca. Y que el llanto es profundo, extraño y expreso. Ella no ve que su llanto es negro. Que su llanto es la noche. Que su llanto es su cuerpo.