Echo Spring: la ruta moderna de los santos bebedores

antonio-morenoAntonio Moreno nos lleva de la mano por este libro de borrachos ilustres The Trip to Echo Spring: On Writers and Drinking, de la inglesa Olivia Laing. Mezcla de crónica de viaje, anecdotario y crítica literaria de seis autores estadounidenses que fundieron la escritura y el alcohol.

 

 

 

Antonio Moreno

Echo Spring: la ruta moderna de los santos bebedores

The Trip to Echo Spring: On Writers and Drinking (Picador, 2013), de la inglesa Olivia Laing, es un libro sobre borrachos ilustres que hicieron de la bebida parte de sus universos narrativos. Allí no tienen cabida las bebidas espumosas ni los tintos, o sí las hay, las consumen los personajes charlatanes o los gruñones con pinta de duros que pretenden elaborar una música graciosa, pero a leguas se nota que suena a camelo malogrado; la cerveza podría ser una excepción barracuda, una bebida pasatiempo, útil para pausar la transición etílica de un estado a otro. La bebida ideal de los borrachos ilustres es potente, sabe a veneno. Por eso se han inventado cocteles inimaginables para dosificar sus toxinas.

Es un libro que mezcla la crónica de viaje, el anecdotario, la crítica literaria, el retrato y el perfil psicopatológico de seis escritores estadounidenses que sobrellevaron con intensidad dos dependencias cardinales: la escritura y el alcohol. Destaca un mapa en las páginas iniciales, del que puede apreciarse una línea negra que interconecta Miami con Charlotte, luego hacia Nueva York; Atlanta con Nueva Orleáns, de allí a Chicago; y finalmente, St. Paul con la lluviosa y siempre encapotada Seattle, Washington. Todas estas ciudades forman parte del recorrido que llevó a cabo la autora para trazar la ruta de los santos bebedores que ella incluye en esta edición: John Berryman, Raymond Carver, John Cheever, Tennessee Williams, F. Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway.

Antonio Moreno
Antonio Moreno
A primera vista, da la impresión de que la nómina está trucada, tal vez por una buena dosis de mojigatería y cautela al momento de ingresar a un universo desconocido, hostil, poblado de bestias sensibles—en el buen sentido—, que al tiempo que ingerían alcohol a un ritmo espeluznante, escribían obras que la crítica calificaría de prodigiosas. Pero no es así. Dan ganas, sin embargo, de querer saber más sobre otros autores que acompañaban el desayuno de los campeones  con vasos colmados de whisky o bebían ríos de cerveza como ración de un tónico vespertino—costumbre que jamás fue considerada una extravagancia ni parte de un trastorno, sino un rasgo de originalidad, el sello de la casa—, porque la lista es demasiado larga: William Faulkner, Charles Bukowski, Henry Miller, Hunter Thompson, Truman Capote, Jack Kerouac, Philip K. Dick, John Fante, Richard Brautigan, el último gran escritor hippie, y un largo etcétera. Eso habría significado tomar un desvío del camino que conduce a Echo Spring, una verdadera osadía, aunque uno no deje de insistir: ¿Por qué Olivia Laing no incluyó a las grandes bebedoras que vivieron y resistieron, hasta donde la cordura pudo consentirlo, el asedio líquido del demonio azul? ¿Qué pasó con Patricia Highsmith, Carson McCullers, Dorothy Parker, Djuna Barnes y Caroline Knapp? Olivia Laing expone sus razones.

La elección de sólo seis escritores hará levantar la ceja a más de un lector esotérico. Berryman, Cheever, Williams, Fitzgerald y Hemingway, a excepción de Carver, formaron parte de la bohemia generada en los centros urbanos estadounidenses de los años 30 y 40, donde el alcohol fue el máximo lubricante de intercambio social en una época radical, cultural, económica y políticamente turbia, con muchos malestares. Laing considera que abundan los libros y artículos que revelan con lujo de detalles lo grotesco y vergonzoso del comportamiento de los escritores alcohólicos. Con una prosa persuasiva, brillante, intercambiando la etiología de la enfermedad, explicaciones médicas, con los pormenores del surgimiento de los Alcohólicos Anónimos, Laing se propone descubrir cómo estos autores que sufrieron la enfermedad del alcoholismo, sobrellevaron sus batallas personales, los efectos que ellas les produjeron en sus entornos más íntimos, pero especialmente sus autorreflexiones acerca de la adicción incorporadas en los textos. De modo que así justifica Laing su fe literaria.

Olivia Laing creció en una familia de alcohólicos, razón del interés por escribir un libro como éste, el de mapear una de las regiones más difíciles de la experiencia y el conocimiento humano. Leyendo a los diecisiete años La gata sobre el tejado de zinc (1955), pieza teatral de Tennessee Williams, se percató por primera vez del comportamiento del adicto, una conducta delineada con mucha precisión en la obra de Williams que Laing confrontaba en casa con la condición alcohólica de la madre. La traducción de “Echo Spring”, frase del título del libro, que de  cierto modo juega como una metáfora hechizante, podría ser de esta manera: el gabinete que guarda las bebidas como si fuera el tesoro de un pirata, donde el whiskey de Bourbon, de la misma marca, destilado en Kentucky, reina como un capullo. Brick Pollitt (personaje de la obra de Williams), un alcohólico y ex-jugador de futbol americano, legitima la frase: estoy tomando un atajo a Echo Spring.  Los atajos de Cheever y Carver hacia Echo Spring los condujo a la  fuente de la estamina; porque la clave era resistir en la ruda tarea de la escritura, aunque el cuerpo, como la figura de barro que es, se cayera a pedazos.

Cheever y Carver coinciden el semestre de  otoño de 1973, en la Universidad de Iowa; siempre encuentran una excusa para ingerir alcohol antes y después de impartir sus respectivos talleres de Creación Literaria, un doble privilegio para los estudiantes, por donde se le mire: testificar en carne propia el rigor y la disciplina escritural de dos grandes maestros del cuento contemporáneo, a caballo con la euforia que les genera la bebida, pudo haber sido para los noveles escritores una experiencia inolvidable. Cheever, por su parte, con tres novelas en su haber, ya es reconocido y frisa los 63 años. En cambio, Carver es muy joven aún y cuenta apenas con 25 años; falta casi una década para que aparezca Gordon Lish, su futuro editor, caiga en sus manos los manuscritos del narrador, después con sus ojos de lince lea, corrija y edite, como quiere la leyenda, al que es considerado por la crítica como el mejor libro de cuentos de Carver: Principiantes, de 1981 (Anagrama, 2010).

El autor, dependiente del alcohol, escribe in fraganti. La flagrancia no es un valor agregado. Los autores convocados en este libro, por motivos de la adicción crónica, llevaban una doble vida, negaban el hábito de beber en exceso, la resistencia y la tolerancia que manifestaban al alcohol eran sobrehumanas. Fitzgerald consideraba que la cerveza no era una bebida alcohólica, Hemingway tomaba en casa de Gertrude Stein un licor destilado de frutas como si fuese un vulgar y aromático brebaje exclusivo para las damas. Hemingway bromeaba sobre la adicción de Fitzgerald: Podemos sacar tu hígado para donárselo al museo de la Universidad de Princeton, tu corazón al Hotel Plaza, donde el misterioso Jay Gatsby mantenía vínculos sospechosos. Fitzgerald consideraba estúpidas las historias que escribía cuando estaba sobrio. Para él, la bebida era un escape (un atajo a Echo Spring), un estado que denominaba  Weltschemerz, cargado de apatía, hastío y tristeza sentimental.

Está la disposición genética o bioquímica del cuerpo, las explicaciones médicas y los efectos del alcohol en el cerebro, que es la parte dura pero atractiva del libro,  en la que Olivia Laing hilvana tratando de proponer significados sobre la misteriosa relación entre el alcohol y la escritura. A medida que avanza la lectura, el lector pone en entredicho aquella vieja aureola del malditismo aspiracional fundado por algunos pillos alrededor de la figura de Edgar A. Poe, uno de los borrachos mayores, creyentes de que la bebida potenciaba virtudes literarias. Me gusta cómo la medicina define el alcoholismo, una enfermedad y adicción devastadoras, con un estigma social tan expansivo como las depresiones que atormentan al escritor, las cuales son útiles para la psiquiatría y la psicología.

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Olivia Laing

Después de todo, queda un limbo, al que únicamente la literatura y la filosofía tienen derecho de picaporte. Sorprenden las anécdotas y los dilemas de los santos bebedores: Cheever y Carver, en pijamas, buscando algo de beber a las seis de la mañana en un pueblo universitario; Berryman nunca supo controlar la ansiedad. Como se consideraba un bebedor social, sentía que después de cada borrachera, podía retomar su vida ordinaria, sin embargo, perdía la voluntad, luego era incapaz de contener la agresividad, el resentimiento hacia los demás. Queda claro el poder que tiene el alcohol tanto para desinhibir como neutralizar el súper yo freudiano, que es básicamente un censor que se encarga de las represiones y los límites. Esta hornada legendaria de escritores etílicos jamás se reprimió, ni conoció límite alguno, además estuvo marcada por los efectos de la Prohibición o Ley Seca—de 1920 a 1933. Bebieron hasta el hartazgo. Fue Hemingway el único que obtuvo el Nobel de Literatura en 1954, el resto recibió el premio Pulitzer, excepto Carver, que obtuvo otros reconocimientos; Fitzgerald, paradójicamente, nunca recibió premio alguno por su trabajo literario. Un halo de misterio se cierne sobre Hemingway y Berryman, quienes optaron por el suicidio. Hemingway se quitó la vida de un tiro en 1961; Berryman, en 1972, tras saltar de un puente que atraviesa el río Mississippi, en Saint Paul, Minnesota.

Muchos son los borrachos, pocos los elegidos para la posteridad. William Faulker no aparece en esta lista de escritores que Olivia Laing enumeró y seleccionó con cautela, desafortunadamente, porque pertenecía a una generación anterior y porque su fe literaria (la de ella) ya estaba echada. Ha sido el único que ha podido escribir con el zigzag tambaleante del borracho al caminar.