Polvo nuevo de la palabra antigua. Hugo Gutiérrez vega

hugo-gutierrezCoterráneo de Gutiérrez Vega, Jorge Souza Jauffred nos expone en este amplio y rico ensayo las claves de una obra que se caracteriza por su cosmopolitismo, su sencillez compleja, y la delicada factura de sus versos.

 

 

 

Polvo nuevo de la palabra antigua

Jorge Souza Jauffred

 

1. El poema único de Gutiérrez Vega

Para Martin Heidegger, cada texto poético es una onda que surge y se expande desde un poema único, inaccesible, que vibra en el corazón del poeta; así, “cada poema particular habla desde la totalidad del poema único y lo dice cada vez. Desde el lugar del poema único brota la ola que cada vez remueve su decir”.

Estas palabras permiten entender la obra poética del tapatío Hugo Gutiérrez Vega, integrada por casi veinte títulos, como un solo intenso y hermoso texto que se despliega  nítido y transparente; como un poema que se ramifica –árbol de luz— unas veces aquietado en el instante y, otras, expandiéndose y condensándose en su respirar rítmico y pausado. Luz crepuscular, fuego claro que ilumina las cosas cotidianas y las impregna de melancolía; claroscuro que permite observarlas, transfiguradas, al mostrar las aristas ocultas de su ser.

Jorge Souza
Jorge Souza

La poesía de Gutiérrez Vega fluye sin tropiezos. Su tono, suave y sostenido, cubre el corazón de quien la escucha, de quien la lee, hasta saciarlo. Su ritmo, consistente y sereno, deja en el oído la contundencia líquida de sus evocaciones. El lenguaje que le da cuerpo está tejido finamente y su textura fonética utiliza un código sonoro que traza equilibrios, iteraciones, contrapuntos, y los conjuga en una arquitectura de media luz, en donde se revela –a través de una sintaxis clara y estructurada— el juego de los significados: el florecimiento semántico del texto, en la perfección de las simetrías verbales.

Las cosas, entonces, sin dejar de ser ellas, son también otra cosa. La palabra poética –al nombrarlas— las transforma e integra al universo que despliega el texto. En ese marco, el lector encuentra en el poema los elementos que le permiten acceder a la visión que emerge en el espacio de la lectura. Le permite observar, por ejemplo “la incierta amanecida de un jardín submarino”, “una sombra sin caminos/, una niebla constante/ borrando la presencia de los árboles”, o “la desnuda visión que en primavera da paso a las muchachas con lilas en los brazos”.

 

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2. El juego del poema

Pese a su profundidad, la poesía de Gutiérrez Vega se aleja deliberadamente del rebuscamiento y del hermetismo para convertirse en un juego entre dos; así, adquiere la dimensión de un intercambio abierto en el que el poeta construye y el lector recibe –para activarlo en un diálogo íntimo— el dispositivo del poema. Escribe en su libro Cuando el placer termine: “Nos encontramos y tengo mucho que decirte. No sé si lo haga bien. Sé que me gusta decirlo. Te propongo un juego con palabras como piedras de colores. Si encuentras en lo que digo algo que te pertenece el juego seguirá, porque mis palabras son tuyas y de todos. Lo único que hace la poesía es cantar lo que a todos pertenece”.

Ni el placer ni la nostalgia, ni la iluminación ni la soledad, son ajenos a este movimiento en que el texto se construye a sí mismo en los ojos del otro. El juego se convierte en descubrimiento, iluminación, reencuentro de lo propio en la voz del poeta; recuperación de lo perdido en el verso que bebe el corazón para encontrar secretos olvidados.

Jamás algo trivial, el juego se convierte en testimonio transparente, intenso y (¿por qué no?) divertido y desenfadado; está alejado de la ostentación y la solemnidad, y matizado con frecuencia por un hilo de ironía, lo que le permite al poeta definirse, por ejemplo, como “un señor domesticado/ que escribe versos/ y gesticula en los parques”; o decir frases como “Debería callarme el hocico/ y evitar las calles adyacentes” o como “Hace muchos años un señor le mordió un pezón y por la noche se acaricia la cicatriz que le recuerda tan inconveniente proceder”. Un libro titulado Poemas para el perro de la carnicería, un poema llamado “Oda a Borola Tacuche de Burrón (escrita en versículos chipocludos y dedicada a la Barda Chachis Pachis Palomeque)", y otro “A la abuela que hablaba con pájaros creyéndolos ángeles” muestran igualmente ese perfil que se aleja deliberadamente de lo solemne para dejar en claro que prefiere cierto desenfado a la cursilería y al lugar común.

 

3. El peregrino y sus registros; los diarios de la memoria

Fiel al sujeto lírico que construye en sus textos, Gutiérrez Vega da constancia de sus recorridos por el mundo y por la vida. Nos entrega un registro minucioso de territorios geográficos y paisajes de la memoria, de experiencias y situaciones, amores y amistades, paisajes, ciudades, memorias, sueños, personajes.

En sus palabras, el horizonte se multiplica y los caminos conducen a lugares que aparecen ante nosotros ya transfigurados. Regiones lejanas y exóticas como Moldavia, ciudades imposibles como Samarcanda, naciones imperiales como Inglaterra, países casi míticos como Grecia o sitios cálidos como Brasil, han sido reflejados en la escritura del poeta. Ahí –inmovilizados en el texto— esperan solamente una mirada lectora para recuperar la vida y mostrar sus paisajes y lunas, edificios y aromas, tan vivos como entonces.

Y sin embargo, a pesar de su cosmopolitismo, el poeta conserva los timbres de su lejana infancia en Lagos de Moreno y de su adolescencia en la Guadalajara de los años cuarenta. “A estas alturas, sigo siendo maceta del corredor de mi abuela”, ha dicho en varias ocasiones; por eso, quizá, en sus escritos emergen sus años primerizos así como las montañas y paisajes que amó en aquellos tiempos. Tal vez por eso ha dejado plasmados recuerdos memorables de su abuela que “abría las puertas de la mañana”; del padre, que al borde del camino le señalaba el campo y los maizales; del abuelo, que ya no está pero sigue presente en él, a su manera. La región de la infancia es, entonces, un telón de fondo contra el cual se retrata la mirada viajera del poeta. Por eso no es extraño que revele: “A la orilla de Soria me detuve y vi la torre de la iglesia de Lagos encendida en el aire de Jalisco.” O que afirme: “La noche de lamentos que en Jalisco/ suplica a una deidad propiciatoria la fuerza de la lluvia/ me dio un alma nostálgica del agua,/ la mirada que pregunta a las nubes/ el dolor ante vientos destructores./”

Rica en influencias, perfectamente asimiladas en un estilo inconfundible, su voz se alimenta de numerosas fuentes. Están presentes en ella la tradición Romántica vistiendo un nuevo atuendo, las incursiones de los Contemporáneos en la forma de mirar ciertos aspectos del mundo, las libertades y atrevimientos de la generación que surge en torno de la revista Taller; y, particularmente, una serie de elementos poéticos que hereda de Ramón López Velarde y de Francisco González León, poeta laguense que conoció de niño. De ellos, ha mantenido ese sabor a provincia que se manifiesta en muchos de sus textos, en forma conjunta con las numerosas referencias cultas. López Velarde y González León, como Hugo, tensan el lenguaje cotidiano para construir imágenes sorprendentes que abren el horizonte del poema. Los tres, igualmente, evitan el lugar común y suelen partir de motivos sencillos, mínimos, para convertirlos en el fuego del poema.

Pero también están presentes en sus obras los ecos de la poesía de otras lenguas. Las voces de las líricas inglesa, francesa y estadounidense (incluyendo la poética beat) y –muy especialmente— la suave resonancia de numerosos autores griegos contemporáneos.

Gutiérrez Vega, apoyado en su sólida formación lectora y en su poder para crear imágenes precisas y transparentes, construye una poética personal que se manifiesta en la desnudez de las palabras, el uso del lenguaje directo, coloquial, y la expresión de nuevos matices del asombro, la nostalgia, el amor, la sensualidad, el dolor, que se traducen en intensidad y arrobamiento.

Dado su cosmopolitismo y los constantes viajes y residencias que vivió en países extranjeros, no es casualidad que su obra poética haya sido reunida por el Fondo de Cultura Económica bajo el título de Peregrinaciones (2002). Peregrinar significa según la Real Academia de la Lengua, entre otras cosas, “andar por tierras extrañas”, “andar de un lugar a otro buscando o resolviendo algo”. En ese sentido, la poesía de Gutiérrez Vega es el recuento de ese andar por tierras extrañas, tanto en forma literal como metafórica. La palabra peregrinar manifiesta, así, una amplia gama de significados que se mueven de acuerdo con el contexto, y tan pronto nos lanza a las puertas de la ciudad de Bujara, como al territorio de la infancia perdida o a las praderas nostálgicas de la juventud.

Más allá de su connotación geográfica, peregrinar también significa desplazarse por los universos instaurados por la poesía. Andar mundos posibles, donde se manifieste “tu esbelta desnudez de enamorada carne”; donde sea posible detenerse en los pechos de la amada y recorrer su espalda con la lengua y se puedan evocar los deseos en la tarde anochecida, los amores plácidos, los amores sórdidos; pero, también el llanto del desamor amargo, el recuerdo que duele, las memorias del aliento enamorado que se pierden al paso de los días.

Peregrinar es recorrer regiones nebulosas en las que es posible soñar una ciudad, formar sus calles, levantar catedrales en el viento, contemplar una urbe “azul y blanca/ bajo la luna de los mongoles”. O más aún, es  regresar al territorio de la niñez perdida, para adentrarse en él y tocar una vez más los viejos recuerdos: “una infancia en el campo y en el alma/ los olores del heno y de la lluvia”. Y es que nosotros “para vivir requerimos/ al viento de la infancia.”

No es lo grandioso, lo elocuente, lo magnífico, lo que constituye el brillo del canto del poeta, sino esos mínimos detalles, tantas veces desapercibidos, que al ser observados y registrados en el texto adquieren las proporciones de una joya. Por eso, resultan ciertas, a la luz de su único poema, las palabras siguientes:

“Lo ves, mujer,
yo tenía razón:
lo que valía la pena
era lo que desdeñábamos
calificándolo de transitorio”.

 

4. La vida sigue siendo un sueño

Peregrinar, entonces, es tanto andar por lugares lejanos como por territorios olvidados en el tiempo; pero, también, incursionar en los campos del sueño, en regiones donde la vida y la muerte, la identidad y la alteridad se suelen confundir. Gutiérrez Vega se interroga con frecuencia sobre la “realidad” del mundo, de su existencia, y –siguiendo una antigua tradición— traza similitudes entre la vida y el sueño: “Un día soñamos con nuestra propia muerte./ Arribamos a una ciudad sin nombre/ y miramos la hora en un reloj sin tiempo”.

Peregrinar es también realizar “El tránsito del sueño”, como lo dice el nombre de un poema, en el que leemos: “¿No terminará nunca la galería del sueño?/ ¿Qué hay detrás de este andar sin ver caminos? ¿Dónde se detendrán nuestras palabras?”. El sueño es a veces la geografía que recorremos; en él son posibles las altas torres nocturnas, el súbito oleaje de la luna o el encuentro amoroso, bálsamo irremediable contra el dolor que asecha, contra la posibilidad del “naufragio más profundo”. Nos dice Hugo Gutiérrez Vega: “Alta, en la misma tarde/ de ese sueño que el viento me arrebata,/ te veo llegar callada/ con las manos abiertas/ en la apagada luz/ de aquellos días./ Para sentir tu cuerpo/ necesito borrar todas las cosas”.

Imágenes, representaciones, presencia de las cosas que distraen al hombre que recibe el cuerpo de la amada a la orilla del sueño: “Mis manos están ya sobre tus senos/ Nada se mueve./ Fluye la corriente/ bajo el puente de ayer”. En el quieto misterio que asoma al límite de la realidad, la palabra poética traza la dimensión de lo cierto: aquello que se dice es lo real, pertenezca a la vida del hombre o al mundo de los sueños. Por ello, en un poema confiesa: “Yo no soy. Otro hombre se baja de la cama, corre al espejo, calla y recibe su aurora encanecida”. La realidad del día, entonces, se convierte en un hermoso naufragio del silencio; y los sueños, en enjambre, rodean el lecho del poeta –cerca, muy cerca de las viejas memoria— para construir este único presente, tiempo vivo en el que todo se confunde y es posible decir con el poeta: “No sé quien soy, si el niño en la montaña o esta cabeza cana”; o: “siete sueños desbandados por el retorno de la siempre lluvia”.

La concepción de la vida como una construcción del sueño se ve frecuentemente matizada por el olvido, el paso de lo que siempre se repite, los minutos del cuerpo sin cadenas –en los que vuelve, una y otra vez, el mar de la memoria a arrojar a la playa sus gemas olvidadas, sus nostálgicas redes. En “Palabras para un regreso”, dice el poeta, al volver a ese pueblo que no cambia: “Regreso y me detengo en la plaza, revivo nuestros corazones de siete años, inventando lugares siniestros en la calle del río”. Y más adelante se cuestiona. “He regresado y todo sigue igual, pero es distinto; ¿soy el mismo que oyó esas voces y vio esas mañanas doradas, la luna entre las torres y la puntual guadaña de todos los años?”

Amor, memoria, lejanía, amistad, ciudades reconstruidas, universos en los que la luna es una enorme luz sobre el desierto, encuentros y despedidas constantes, son temas de la obra de Gutiérrez Vega. Temas pulsados en la profundidad del espesor poético. Estamos aquí, en el camino; pero siempre, inexorablemente, nos marchamos. Ese es el motivo de esta nostalgia que mira hacia regiones perdidas del pasado. Ese es el motivo de esta sutil tristeza que nos acompaña y que sólo en los momentos de contemplación o amor, queda provisionalmente relegada.

“No somos más que un pañuelo/ agitado por el viento de los muelles./ Nuestro deseo es llegar/ pero siempre nos vamos./ Somos una risa interrumpida por el invierno;/ (…) Pero… somos y eso no nos lo quita el viento./ No seremos, pero hemos sido./ Sirva esto para seguir andando/ por el camino siempre interrumpido,/…”

Peregrinar, entonces, nos permite, al poeta y a nosotros (peregrinos como él) mirar “las figuras que viven al otro lado del abismo”, al otro lado de la vida; tender nuestra mirada sobre los otros mundos que hay en éste y que sólo revela la poesía, cuando los nombra. Ahí están la vida, el laurel, el silencio cortado por rumores, las calles que se dirigen hacia el sol, el amanecer amortajado por el rocío o las madrugadas que se beben desde un balcón. Peregrinamos  en la  vida y en el sueño y es por eso: “como vivimos juntos en el sueño/ no puede con nosotros la mañana”.

Pero este viaje no se realiza solo. Nos acompañan el amor y los amigos. Hugo Gutiérrez Vega deja de manifiesto que su peregrinación es, en realidad, su vida. La vida. Nuestra vida. Un recorrido circular que comienza y acaba en el mismo punto: el trazo del poema que le otorga sentido y lo define. En ese tránsito, se abren los espacios a la amistad: reconoce amigos, rinde homenaje a los poetas de su predilección, dialoga con ellos. A ambos, amigos y poetas, les dedica parte de su obra; con ellos mantiene una profunda cercanía que la muerte no logra derribar: “En la noche el paraíso sigue abriendo su rendija,/ un fantasma de la luz,/ el que hace que los amigos estén siempre aquí”. Y aquí están, en efecto, José Carlos Becerra, Rafael Alberti, Nacho Arriola, Ernesto Flores, Guillermo García Oropeza, Julieta Egurrola y Carlos Monsiváis, entre muchos otros; permanecen aquí, con el poeta, y para ellos es la casa: “Hay para ellos un cuarto,/ una cama, dos sillas/ y un ropero, un cepillo de dientes…” y poemas, diría yo, muchos poemas, cartas, escritos, en los que los encontramos, a veces como referencia, y a veces retratados por la mano del poeta.

Peregrinar es entonces el nombre de este juego, y nosotros, de la mano del texto luminoso del poeta, nos dejamos llevar por el golpe suavísimo de su voz; por el llamado que escucha nuestro cuerpo, llenándose de olores, de tacto, de elementos sensuales que encienden los rincones del alma que habitualmente se encuentran apagados.

Así, el texto es un camino que se abre a múltiples caminos; un paisaje que se ahonda en otros paisajes. Un canto cuyas notas construyen nuevos cantos, desde cada camino que cruzamos; una luz que se extiende en el costado del cuerpo, en el sitio preciso en donde el tiempo ha dejado su herida. Bien dice Hugo Gutiérrez Vega:

“Somos
la nueva voz,
el polvo nuevo
de la palabra antigua.”

 

 

 

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