Carmen Camacho, España, 1976. Campo de fuerza

campo-de-fuerzaPedro del Pozo, poeta y químico, afirma que las intuiciones científicas de la poeta de Jaén aciertan en sus significados líricos; los conceptos de la ciencia entran en juego con la retórica. Como en la poesía, el caos enseña que la materia se auto organiza.

 

CÓMO TEJER ESPEJOS EN LAS GRIETAS
Pedro del Pozo, poeta y químico

Campo de fuerza
Carmen Camacho
Editorial Delirio, Salamanca, 2012

La formación científica que me acompaña, torpe como cualquier formación que se precie, provoca a menudo efectos secundarios. Uno de ellos: convertir conceptos en ecuaciones o fórmulas. Como ejemplo, al leer u oír campo y seguidamente fuerza, en mi mente aparece F=q.E, donde F es fuerza, q es carga y E es campo eléctrico.
Afortunadamente, estos efectos no provocan en mí un estado de desvarío permanente, de forma que puedo disfrutar de un día de campo o comprobar la fuerza de los versos que componen este libro.

Carmen Camacho
Carmen Camacho

Campo de fuerza, quinto libro de la poeta Carmen Camacho, es una obra llena de intuiciones y conocimientos, que casi comienza con un poema titulado α, puente entre el círculo y la puerta.
Cabe recordar que α es el símbolo que representa la constante fundamental de la fuerza electromagnética, responsable de los campos electromagnéticos. ¿Intuición de la autora? Ciertamente; otro ejemplo: de unos meses a esta parte, cuando en mis clases hablo de termoquímica, reproduzco versos de Campo de fuerza que explican el significado íntimo de la entropía: Pasé el día entre la nada y la nada / Ordenándola. (p. 72). Mezclar ciencia con poesía. O mejor dicho, no separar estas dos formas humanas de curiosidad e incertidumbre. Oscura sería la ciencia sin conceptos metafóricos tales como el agujero negro de John Wheeler, o las órbitas cuantizadas de Niels Bohr…
campo-de-fuerza Carmen Camacho, andaluza del oriente y del mundo, de su casa y de su sombra, laborante incansable de palabras y sonidos, reúne y relía en torno a su inconfundible voz, a plena luz del día y sin ropajes: la liberadora imaginación poética, los términos científicos estirados al límite, la imprescindible sabiduría popular, y el reflejo escrito del día a día de alguien que sujeta con fuerza este tiempo.

Seguro que de chica ya escuchaba aquello de “niña, calladita estás más guapa”, atroz sentencia segadora de conciencias. Pero Carmen Camacho es una persona buena, y por tanto sufre, y no se calla, no se calla porque ni quiere ni sabe: Calladita / estoy más triste, replica en su imprescindible libro Minimás.

Cuentan que Agustín García Calvo, en una asamblea popular celebrada en alguna plaza, dijo algo así como: Sois la alegría de lo inesperado, aunque esto es así, la alegría es lo inesperado y no es posible otra alegría. Pues eso. Porque solo desde la alegría, Carmen sabe lo que dice, no se calla, y es capaz de interpretar algo tan intangible como los efectos de los campos en la barra de un bar, o las señales de ciertos pájaros. Pájaros que para muchos pasan desapercibidos, o no existen, para otros son solo objeto de caza y captura, o forman parte involuntaria de sus tramas envenenadas. Claro, ellos no son poetas. “Necesito leer tu libro entero, que me lo despedazas como en una carnicería de pájaros”, pensé, escuchándola recitar algunos poemas sueltos. Y esos pájaros, que habían muerto o desaparecido en La mujer del tiempo, su libro anterior, ya en la contraportada de éste anuncian que no se quedan fuera: mirlo, canario, águila, jaula, cuervo, loro… Sigan sus huellas, por favor, sigan sus presagios antiguos como el mundo.

A través de estas páginas, descubrimos que cuando la autora duda si profanar el silencio, en un impresionante poema de título atrasado, termina poco después deportada al ruido (p.30), inconformista, nunca vencida, esmerada en la construcción de un imposible templo a cuyas puertas mendigan antiguos dioses de andar por casa. Me permito aquí, a modo de profano corolario, unas palabras bíblicas: Todo lo que hayáis dicho en las tinieblas, será escuchado a la luz del día, y lo que hayáis hablado al oído en los aposentos será proclamado desde las terrazas (Lucas 12, 3).

El propio atlas que propone el índice, sitúa al lector frente a una precisión experimental fuera de toda duda. Me limito a tomar prestada una palabra de cada título: tierra-polo-sombra-entropía. Rendido a sus sugerentes resonancias científicas, me fijo en la última, entropía: magnitud que mide el desorden y es clave para conocer la espontaneidad de un proceso. Entropía: el desorden y la espontaneidad de un proceso. Pero… ¿qué otra espontaneidad cabe en un ser humano cabal si no es la alegría, la alegría combativa y descarnada que nos hermana en el día a día? ¿Qué otro proceso espontáneo debería padecer una persona a lo largo de sus edades, si no es la alegría innata del crecimiento, del cariño, del tierno desespero común? Uno, que ha estudiado estos enredos, sabe que la entropía de un cristal perfecto es cero; lean ahora el poema que abre el libro:

Pero no del todo lisa, compacta, una. No el mármol, no el filo de la espada, no la seda. No la superficie exhausta por la lija, la perfectamente biselada, la pulida, la ungida de parafina.

Rugosa, inexacta, minada de porosidades,

la materia entera

transcurre por sus grietas.

Lean también el poema España uno Holanda cero (p.22), y estarán oyendo el golpeteo despiadado del segundo principio de la termodinámica, el certero y puñetero segundo principio de la termodinámica. “En todo proceso espontáneo aumenta el desorden del universo”. Pura intuición. Pura percepción. “Si un sistema se ordena, suelta calor”. Hasta llegar a estar tan ordenadito y por tanto tan frío, que como muerto caminará, día tras día, ventana tras ventana…

Y escribe Carmen, como umbral a Zona de sombra, tercera parte del libro: Guardo frío en los cajones (p.68). Y escribe Emily Dickinson: Sobrevivimos al amor, como a otras cosas / Y lo guardamos en el cajón / Hasta que nos parece moda antigua / como trajes usados por los grandes señores.

Tras hacernos entrar despiadadamente en la sombra, el hogar, la jaula y el frío, Carmen desgarra la previsible desesperanza mediante una logradísima comparación entre el descubrimiento de un planeta habitable a seiscientos años-luz (unos cinco mil millones de millones de kilómetros), y la puerta cerrada del vecino (dos metros): Extraños seres habitan / un espacio simultáneo / y un tiempo simétrico / al mío. (p.69). Sí, aquí las tienen, surgiendo de los versos: las simetrías últimas de la materia, las simetrías elementales, las renombradas supercuerdas, el agotamiento material, la imposibilidad temporal de lo simultáneo, el juego perturbador de las dimensiones, el todo al fin vacío… Pero entonces, ¿los muertos en vida que caminan vencedores, como naves acorazadas por los pasillos de los bloques de viviendas? No. Carmen se rebela de nuevo, ante la crueldad anónima y el desvarío instalado entre nosotros, ante la comodidad que nos aísla y nos desprotege, sin cerrar ni un instante los ojos, la poeta hunde los pies en el suelo, une las manos a modo de altavoz y señala hacia un espectacular trayecto vital que nace del abismo, atraviesa la casa, transforma una manta en madeja y la guarda en un cajón, llega al espejo, enlaza el vuelo con la carne y obliga al hueco a cumplir sus promesas. No en vano, no conozco a nadie que toque el poema Carne de espejo, y no sane aunque sea un poquito: No duele esta enfermedad de lleno sino el remedio de huecos (p.86).

Carmen camina lúcida y espontánea, energía libre y digna entropía, altiva entropía, Armónica entropía, como titula la última parte del libro. Y que nadie busque aquí destrucción, venganza, desaliento, ni espere consejo, advertencia o reprimenda. Estamos ante una poeta plena, una persona completa, una persona poeta que, como diría Félix Grande, no traiciona a la memoria, ni a la moral de la memoria. Lo que sí vamos a encontrar es una mujer que propone, hacia el final del libro: Ser nueva / en la vieja calle / que conoce mi sombra (p. 108).

Así sea. ¿Qué nos queda? Disfrutar un rato de su voz, amar un poquito la ciencia que todos llevamos dentro, y completar el poema del libro en el que llueve, mientras celebramos que Ilya Prigogine, químico dedicado al estudio del caos, demostrara hace años que, lejos del equilibrio, la materia se autoorganiza de forma sorprendente.