Christos Homenidis (Atenas, 1966)

De la obra de este narrador griego nos habla Guadalupe Flores, escritora y traductora mexicana, y nos obsequia un relato traducido por ella.

 

 

CHRISTOS HOMENIDIS

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Guadalupe Flores Liera

 

Christos Homenidis
Nació en Atenas en 1966. Estudió Derecho, obtuvo un posgrado en la Unión Soviética, más tarde estudió Comunicación en Inglaterra. Publicó su primer relato en la revista Playboy en 1988, pero fue su primera novela, El chico sabio (1993), la que definitivamente llamó la atención sobre su capacidad creativa. La opinión favorable y entusiasta de los críticos fue unánime, esto le dio la oportunidad de dedicarse desde entonces exclusivamente a la escritura. Es frecuente encontrar su nombre en periódicos y revistas de amplia circulación, ya sea con textos originales, crítica u opinión. Ha publicado otras cuatro novelas (La altura de las circunstancias, El grito, Pluscuamperfecto y Palabras aladas), todas con varias reimpresiones, así como dos colecciones de cuento (No te voy a hacer el favor y La otra vida), además de un guión cinematográfico. También condujo un programa radiofónico. Obra suya ha sido traducido a varios idiomas. Es asombrosa su capacidad para escribir textos donde la realidad aparece siempre deforme, es notable su crítica mordaz y su ironía cáustica, que dan lugar a insólitas y divertidas reflexiones, sin embargo no pierde de vista la seriedad de los temas que escoge y forman un retrato íntimo de la sociedad a la que pertenece, una sociedad que gusta de guardar las formas, de ocultar tras una máscara realidades burdas y en ocasiones trágicas y que no se consuela con el desfasamiento que existe entre la verdad y las aspiraciones. Palabras aladas (2009) se considera un obra madura, de altos y logrados vuelos, donde la palabra tiene el peso de un personaje, pues es el único elemento capaz de poner un orden en el caos. En ella, Homenides elige a la Grecia antigua como el espacio físico de su narración, con el fin de rendir tributo a Homero, así como al arte de narrar.
El siguiente relato ha sido tomado del libro No te voy a hacer el favor.

 

2094

30 de agosto de 2094

Desperté exactamente a las ocho de la mañana y, con un movimiento algo brusco, me liberé del abrazo de Matza, quien en sueños se había prensado a mí y mantenía su rostro pegado a mi barbilla. No oculto que me preocupó el ligero dolor de cabeza que sentí. De un salto me levanté del colchón de agua y corrí a meterme en la máquina de check-up. El resultado de los exámenes a que me sometió nuestro médico casero durante quince segundos fue más que satisfactorio. Comenzó por anunciármelo con aquella alegre voz computarística afectada, así que la amordacé apretando el botón adecuado y me puse a leer en la pantalla: “Hombre blanco de treinta y siete años, sano. Altura: dos con diez. Peso: ciento un kilos. 70 pulsaciones cardiacas por minuto. Presión: 12-5. Electroencefalograma normal…” Seguía una lista de indicaciones, análisis de sangre y de orina detallados y todo lo demás. Y, por supuesto, terminaba con la consabida cantaleta: “Los pulmones artificiales no presentan el menor problema en su funcionamiento. Pese a todo, se recomienda revisión periódica en una unidad especial de transplantes y su substitución en un máximo de diez años a partir  de su colocación.” Con los ochenta cigarros que me fumo a diario mucho me temo que voy a tener que substituirlos mucho antes de completar el decenio. Pero no me preocupo. Debido a mi carácter, me perdono un cáncer o un infartito de vez en vez, debido a mi insalubre -es decir, regalada- vida.
En vez del lavado en seco, preferí el placer del agua corriente, así que desperté a Matza y juntos nos introdujimos bajo la regadera. Hicimos el amor contra natura, mientras que por el espejo del baño nos observaba mi hija, al tiempo que chupaba un helado de chocolate en forma de pene, con la mochila al hombro, lista para partir a la escuela. Hoy es su primer día en tercero de primaria. Se trata de una graciosa niñita, cuya inteligencia mediana en combinación con su complexión armónica le permitirán vivir agradablemente y sin dolor, sin los problemas psicológicos y las manías depresivas que atormentan a tanta gente en nuestra época. No la he esterilizado y, en consecuencia, disfrutará también de las bondades de la maternidad. Espero que a los cincuenta y cinco tenga la delicadeza de suicidarse, de forma que no obligue a sus hijos y nietos a matarla, obedeciendo a las leyes de control de población del planeta. En lo que a mí respecta, tengo la intención de darle el buen ejemplo.
Este día clave en mi carrera me impuso una vestimenta a todas luces más cuidadosa que de costumbre. Estudié detenidamente mi guardarropa y al final escogí una camisa azul de papel, un pantaloncito corto blanco (me gusta mostrar mis largas piernas velludas) y un par de sandalias de corcho, con muelles en los tacones para hacer más ligero el andar. Siempre visto ropa de usar y tirar y he adoptado un estilo personal, que a lo mejor me hace un poquito más grande, pero que seguramente combina con mi cargo público. La única excentricidad que me permito son las pelucas multicolores espesas que yo mismo coso con hilo de nylon y que supongo que tienen mucho que ver con mi éxito entre las mujeres. Matza -pero también cuantas amigas suyas probé hasta hoy en la cama- han alcanzado con frecuencia al orgasmo sólo con acariciarlas. Y, a continuación, naturalmente, se apresuraron a ayudarme en mis campañas preelectorales, ya que es claro que prefieren tener por diputado a un semental –aunque además sea populista- a un tecnócrata homosexual, mismo que respetará devotamente los límites que le señala el régimen y solamente pronunciará discursos relacionados con la protección de los parques nacionales y la prohibición de las sustancias conservantes en los quesos.
A las nueve y media me encontraba ya listo para partir rumbo al Parlamento Nacional. Encendí el sexto cigarro (tengo la costumbre de contarlo casi todo y así me es posible hablar con seguridad de la octava meada del día, del quinto estornudo, etc.) y lancé una mirada por la ventana abierta. Nuestro rascacielos, la “Torre Tzitzifiés”, gira sobre su propio eje a una velocidad media de una rotación cada tres minutos y, en consecuencia, desde el quincuagésimo piso puedes tener en todo momento una vista panorámica y completa de la cuenca del Ática: En lo ancho del Delta de Fáliro se distinguía una manada de ballenas mediterráneas que nadaba en formación y lanzaba humeantes chorros de agua. Las conducía, emitiendo ultrasonidos, la embarcación maltesa de cierto famoso domador de bestias, que tenía la intención de organizar presentaciones con los animales en la playa de Voula. Con toda seguridad, mi hija me obligaría a conseguir invitaciones para ella y sus amigas. El edificio giró ciento sesenta grados y Atenas se extendió bajo mis pies. El lago artificial del barrio de Kolonaki brillaba al sol cual cenicero de plata , mientras que en las faldas del monte Licabeto se erguía altísimo el minarete de la gran mezquita de la ciudad. Más a la izquierda el peñón de la Acrópolis, con aquella ruina de mármol que constituyó el fraude más disparatado de toda la historia de la humanidad.
Recuerdo el revuelo internacional cuando se descubrió que el Partenón, el templo -supuestamente- de Palas Atenea, construido -dizque- durante el siglo de oro de Pericles y eterno punto de referencia de los habitantes civilizados del planeta, en realidad había sido construido por cierto arconte veneciano del Ática amante de lo antiguo, alrededor del año 1400 d. C., ¡en lugar del monumento primigenio, del cual no se salvaba ni una piedrecilla! ¡Qué golpe fue aquél para nuestro orgullo nacional, para la arqueología oficial, pero también para la memoria colectiva mundial, que por milenios se alimentaba de monumentos-símbolos y acontecimientos-hitos! Los griegos modernos se negaron -naturalmente- a creer la verdad que demostraba que el diamante que llevaban al cuello era falso y el desafortunado científico tanzano, que había sacado a la luz los elementos irrebatibles, recibió todo tipo de ataques, fue extremadamente calumniado y finalmente asesinado por la organización terrorista “Los Evzones”. Hizo falta que pasara al menos una década para que mis compatriotas comenzaran a reconciliarse -por fin- con la nueva realidad. Y -por supuesto- al apaciguamiento de los ánimos contribuyó la comprobación de que, pese a la demostración de su falsedad, el Partenón no dejó nunca de atraer a millones de turistas al año. El hecho de que rebaños de chinos y de estadunidenses escalaban la -en otros tiempos- roca sagrada para admirar no más a la “Verdad Eterna”, sino a la mentira que mueve a la Historia, no afectó nuestros bolsillos y -al final- tampoco a nuestro egoísmo. ¿La frase de “así es si así lo creen” no constituye además, por otro lado, el emblema de la Europa Unida?
Para mis traslados por la ciudad hago uso del nuevo modelo del Ford-Volga que, cuando no lo usas, se dobla por cincuenta y cabe en todas partes. Lo abrí con su llavecita frente a la casa y -luego de haber coqueteado un rato con la bella hija del conserje que recolectaba fresas del huerto de nuestro rascacielos en una canasta- me introduje en él y tecleé el trayecto. Con una velocidad de treinta kilómetros por hora, me encontraría en el Parlamento en exactamente catorce minutos. Abrí el quemacocos del auto y disfruté del recorrido, mientras el aire refrescaba mi rostro quemado por el sol.
Mientras el vehículo rodaba conforme a mis indicaciones por la avenida Singroú, yo me había arrellanado sobre los asientos de piel y miraba con curiosidad a la gente reunida en las banquetas. Con el establecimiento de la semana de tres días laborales, los espacios públicos de Atenas se habían convertido en escenario de interminable verbena. La juventud -sobre todo- se aburre de la serenidad de las viviendas campestres y de los cruceros con aerodeslizador por el Mediterráneo y prefiere amanecérsela en los parques, en las banquetas y en los clubes al aire libre. Dondequiera que vaya uno se encuentra a muchachitos intercambiando ideas y besos, tocando música y jugando al póker, y sobre todo haciendo demostración y a veces vendiendo las formas de vida que han fabricado en sus laboratorios personales.
Si las imitaciones animadas marcaron nuestra juventud, la genética transgénica señala a esta generación. Los hombres de mi edad gozaron su adolescencia eyaculando todos a la vez en la cara de la imagen tridimensional de determinada provocadora superestrella o jugando tenis con la imitación animada del campeón mundial polaco. Los mocosos de hoy invierten horas en intervenir en las estructuras celulares y en el ADN, además de crear animalillos originales, de acuerdo con sus gustos. Por supuesto, las leyes son especialmente estrictas y prohíben bajo sanción la implantación de instintos sanguinarios, características humanoides, así como la capacidad de reproducción de estas criaturas. Por lo demás, cada cual puede expresar libremente su fantasía y dárselas de bioartista, creando obras de arte u obras de repulsa. Las calles se han visto invadidas de vacas tamaño gato que pastan atadas con collares, perros alados y batracicerdos. Sus inventores los pasean presuntuosos, pero -con la irresponsabilidad que caracteriza siempre a los jóvenes- frecuentemente los abandonan a su suerte y obligan al perrero del Municipio a que los recoja y los sacrifique. Días atrás, golpeé con el carro a un híbrido de esos que -sin dueño y presa del pánico- corría por el pavimento. Lo recogí muerto y antes de arrojarlo a la basura lo examiné con interés. Su aspecto me recordaba a un caballo en miniatura, sólo que tenía seis patas de pato y una cola esponjada de ardilla. Hocico de cabra, pero con dos colmillos que sobresalían de su boca; en el izquierdo se le había clavado la lengua. Volví la mirada con asco. ¡Sólo Dios sabe qué mente enferma proyectó y dio aliento a un ser vivo tan horrible e insólito!
Llegué al final de la calle Amalías y frené frente a la tumba del Soldado Desconocido. Antes de atravesar la puerta del Parlamento Nacional, eché un vistazo al Mausoleo de Lenin que -cual gigantesco pastel- dominaba el centro de la Plaza de la Constitución. El gobierno griego lo adquirió de los soviéticos después del segundo desmoronamiento del comunismo en 2039 y lo trasladó ladrillo por ladrillo hasta el centro de Atenas. Toda una inversión. La momia del rojo Vladimir sigue siendo una de nuestras más importantes atracciones turísticas. Y, naturalmente, la mayoría de los fieles son rusos, aquellos cuyos abuelos habían festejado dos veces en cincuenta años la caída del régimen que llevaba el sello de Lenin.
La hora marcaba las 10:36. Tenía a mi disposición veinticuatro minutos antes de que comenzara la sesión y pese al desprecio que siento por la mayoría de los diputados nacionales, decidí soportarlos por un rato, para poder saborear el fuerte café dulce que con admirable arte prepara el encargado de la cafetería del Parlamento. “A tu salud, señor diputado!”, me dijo el simpático viejo esmirniota, mientras vertía la bebida humeante del cacito a la taza. Desde la mesa próxima un grupo de turcoalbaneses nominados por la periferia de Argyrókastro levantó sus vasos. Correspondí a su gesto por pura formalidad, sin dar lugar a demostraciones de amistad, convites ni chácharas. Confieso que -a mi edad y con mis cualidades- siento que mi partido me ha tratado injustamente, manteniéndome en Atenas, así sea con puesto de diputado. ¡En una época en la que cualquier cosa que tenga verdadera importancia se decide en la sede de la Unión Europea en Praga, el papel de los parlamentos y gobiernos locales está tan limitado que sinceramente me pregunto si siguen teniendo razón de existir! ¿Por qué, en verdad, gravar a los contribuyentes con los sueldos de algunos politicastros fracasados que se repatingan en sus anticuados escaños de la Plaza de la Constitución y parlotean descaradamente sobre los temas más insignificantes?  Y, sobre todo, ¿por qué he sido inmovilizado yo en Atenas y pago por las intrigas y las conspiraciones ridículas de mis adversarios y principalmente de mi ex mujer?
Pese a todo, luego de año y medio de mala suerte y de continua caída de mis valores en la Bolsa de la política, la suerte pareció sonreírme otra vez. No llevaba ni una semana aún como diputado cuando de repente se planteó el asunto de las “Resurrecciones” y se decidió discutirlo en los parlamentos nacionales de cada Estado miembro de la Unión Europea. Un gesto de generosidad del centro hacia las provincias, con la evidente intención de distraer las voces separatistas que se escuchan últimamente por todo el continente, desde el Atlántico hasta los Montes Urales. Los parlamentaristas locales se habían vuelto locos de entusiasmo y disfrutaban ya del bocado que inesperadamente les había arrojado Praga como si de perros hambrientos se tratara. Esperaban que se saciaran con esto. Inútilmente. Según mi opinión      -que dentro de un rato desarrollaría en la tribuna del Parlamento- las “Resurrecciones” eran un fuego artificial más, un insípido meteorito llamativo que trazaría su breve derrotero y desaparecería en el oscuro firmamento, como tantos inventos impresionantes pero inútiles del pasado. La mayoría de la gente ni siquiera las recordaría poco después. Sin embargo, los pocos “hombres públicos” que conseguirían alumbrarse por su brillo pasajero les estarían agradecidos por mucho tiempo. Ambicionaba ser uno de ellos.
La imagen que me encontré al entrar en la Sala de Sesiones me sorprendió: No sólo los bancos de los diputados estaban todos ocupados, sino que hasta los palcos se habían llenado asfixiantemente de visitantes, por completo distintos a nuestro público acostumbrado, los jubilados ociosos y los científicos especializados en historia acostumbrados a observarnos profesionalmente, como a fósiles del pasado lejano. En general, el lugar recordaba antiguos momentos de gloria, que creía perdidos para siempre. ¿O sea que las “Resurrecciones” tenían la fuerza de proporcionar “respiración boca a boca” al parlamentarismo agonizante? Me contuve para no dejarme arrastrar por el exagerado optimismo que iluminaba los rostros de la mayoría de mis colegas.  Desde su consola en la platea, el realizador televisivo hizo una señal al Presidente de la Cámara y éste dio comienzo a la sesión y cedió de inmediato la palabra al portavoz de la mayoría. Subí a la tribuna y -antes de comenzar a hablar- dirigí una mirada a la pantalla que mostraba el índice de teleaudiencia. El 24% me pareció un sueño o tal vez monstruosamente onírico. En los últimos cuarenta años jamás una actividad del Pleno había alcanzado un índice mayor al 5% de los espectadores. ¿Qué era exactamente lo que sucedía que de repente nos habíamos convertido en el centro del interés? Sentí pánico. Evidentemente había subestimado las circunstancias y ahora corría peligro de mostrarme inferior a ellas. Pronuncié las primeras frases de mi discurso casi tartamudeando y sólo cuando distinguí a Matza sonriéndome alentadoramente desde el palco de la izquierda recobré el ánimo y recuperé mi elocuencia natural.
“…Sin invadir terrenos ajenos ni entrar en detalles técnicos, resumiré de lo que se trata. El galopante desarrollo de la Física y de la Biología nos permite realizar aquello que todavía hace pocos años parecía pertenecer exclusivamente al terreno de la imaginación: Ya es posible, como aseguran los científicos, traer de nuevo a la vida, con carne y huesos, a los hombres del pasado, a las personalidades que han muerto y han sido incineradas. Lo que se suponía definitivamente perdido, célula muerta de una Historia que ni se repite ni vuelve, ya es posible que sea resucitado y vuelva a vivir entre nosotros.
”A primera vista semeja cosmogonía. La muerte como hecho definitivo resulta anulada, la puerta sellada se abre de pronto y los antepasados invaden nuestra cotidianidad no como recuerdos o, digamos, imágenes tridimensionales, sino como sujetos activos del hoy. Luego del vertiginoso progreso de las últimas décadas, el cual libró a la humanidad de las mortificaciones de la vejez y de la enfermedad, parece ser que el último nexo que nos arrastraba y nos hundía en la oscura inexistencia, se rompe y nosotros aterrizamos en el firmamento, libres de todo tipo de corrosión.
”Así ocurrirá sin duda. Sólo que en esta ocasión no vamos a tratar esto. Desafortunadamente, en vez de ocuparnos de la situación de nuestra propia Inmortalidad, de la cual nos separa un suspiro, nos entusiasmamos con la Resurrección de los pretéritos y buscamos revivir el espíritu de las épocas antiguas. Es decir, nos convertimos en víctimas de una -esencialmente absurda- nostalgia, que no ha de producir sino frutos desdichados.
”La Unión Europea se apresuró entusiasmada a financiar el programa de las ‘Resurrecciones’. Se gastaron cantidades enormes y toda la historia se erigió como un trofeo, con el fin de que se sintieran celosos los chinos y los estadunidenses. Pero cuando de la teoría y los ensayos pasamos a la fase de la aplicación práctica, entonces se dejaron ver los límites del logro. Con aire de triunfo nos comunican la esencia desilusionante: No es posible revivir sino a un determinado número de personas -diez por cada Estado miembro de la Unión- y éstas deben haber vivido hace cien años como máximo. Para seleccionar a las personas en concreto, Praga arrojó la pelota a los parlamentos locales, en un gesto de dudosa generosidad.
”Los políticos locales se tragaron el anzuelo sin chistar y se pusieron de inmediato a preparar listas de candidatos a la resurrección. Cada partido de la oposición proponía a quienes consideraba sus padres ideológicos. Las iglesias, por su lado, simplemente nos presentaban listas de sus diez últimos arzobispos, mientras que una docena de asociaciones culturales nos daba un listado de compositores y escritores que se imponía -decían- que revivieran para que pudieran concluir su obra creativa. El absurdo llegó a su máximo con la propuesta de organizar una subasta nacional, en la cual podrían participar todos, pagar y traer de regreso a su abuelo o a su abuela.
”Nuestro partido dispone de amplia mayoría, lo cual le permitiría revivir a quien quisiera. Sin embargo, somos los únicos que desde el principio nos opusimos a la idea de las Resurrecciones y propusimos restregarle a Praga en la jeta su ‘extraordinario’ regalo. Desde nuestro punto de vista, los resucitados no solamente no tendrán nada que ofrecernos, sino que ellos mismos sufrirán con el retorno un shock tal que no conseguirán sobrevivir en nuestro mundo…
”…Tomemos a un balcánico -en concreto a un griego promedio de fines del siglo pasado- e imaginémoslo deambulando por la actual Atenas. Casi todo lo que vería lo escandalizaría y las tergiversaciones en su interior no tendrían fin. En principio, los minaretes que tan bellamente se yerguen en el cielo ático le darían la sensación de que nos encontramos de nuevo bajo ocupación otomana. Alimentado con la idea del estado nacional y propenso al chauvinismo, sería incapaz de concebir el sentido de la Amistad Grecoturca, que conformó el núcleo de nuestra República Federal Mediterránea. Educado para trabajar sin producir y para consumir sin disfrutar, se horrorizaría de nuestra semana de tres días laborales y de la ideología de la felicidad que predomina en nuestros días. Aterrorizado por la plaga sexualmente contagiosa de su época exigiría preservativo para participar en nuestras francachelas y, seguramente, dudaría en probar nuestro aromático hachís. Nuestros logros lo extrañarían y, en lo que se refiere a nuestros problemas, ni siquiera los notaría. Y si se encontrara conmigo por casualidad, se negaría a creer que mi bisabuelo fue un desdichado albanesito que arribó a la estación Larissis en 1992 y que durante cinco años limpió los parabrisas de los coches para no morirse de hambre…”
Hice una pausa para beber agua y miré la pantalla con el nivel de audiencia. ¡Habíamos alcanzado el 30%! Podía festejar mi éxito personal. Sólo restaba aprovecharlo inteligentemente para ganar -por fin- el sitio que me merecía en el europarlamento.

(Nota y traducción del griego: Guadalupe Flores Liera)
(Del libro: Δεν θα σου κάνω το χατήρι [No te voy a hacer el favor], 2ª. edic., Librería de Estía, Atenas, 1997.)