León Félix Batista y el Neobarroco

Miguel Aníbal Perdomo somete a una minuciosa revisión la poesía de este autor dominicano y su camino por el neobarroco.

 

 

 

 

León Félix Batista o la textualidad sellada
Miguel Aníbal Perdomo

Miguel Anibal Perdomo

 

 

 Luis de Góngora y Argote, el poeta español, es considerado el padre de una  variante de la retórica barroca que lleva su nombre, el gongorismo o culteranismo. Y hace unos decenios  apareció en Hispanoamérica una camada de poetas latinoamericanos autollamados neobarrocos, hijos directos del poeta cubano José Lezama Lima  y nietos, al parecer, del bardo español. León Félix Batista es en nuestro país el lustroso representante de esa corriente, autor de Prosa del que está a la espera (Buenos Aires: Tsé-tsé, 2006), una trilogía: “Negro eterno, “Vicios”, y “Torsos tórridos”. He tratado sin éxito de penetrar en los misterios del primer poemario, “Negro eterno, título que resulta chocante porque todos  sabemos que este producto es un tinte para el pelo y además un poderoso veneno. Cada poema está rotulado con frases de canciones populares de todos conocidas, que predisponen al lector hacia una lectura feliz y son una concesión propia de la primera vanguardia latinoamericana a la cultura de  masas, pero lo que prima es una poética excluyente.

 

León Félix Batista
     El lector comprende enseguida que el título “Negro eterno” y sus connotaciones se imponen, que las referencias musicales no tienen asidero. El poema, por analogía, es un agua oscura, y ni siquiera con la escafandra de la experiencia se puede ver a través de esta.  Aunque a ratos  se puede  arponear una perla de  plástico, que nos permite adivinar la intención aviesa del sujeto poemático: “La quemazón del bosque, la desaparición (extraña) del sentido a favor del sinsentido y en gruesos astillones, por afán calefactor” (30). Si Baudelaire concebía la realidad como una foresta de signos, en los textos de Batista el bosque neobarroco es un lugar de combustión; las palabras no son símbolos deslumbrantes, donde la creación expone sus misterios para que el lector subyugado los descifre, sino un lugar de torrefacción, y el sentido se vuelve ceniza. Cada página es una señal de humo. Cuando el ojo termina el difícil tránsito por el texto, el poema se borra, no puede incorporarse al imaginario del lector: el sujeto poemático no ofrece ningún asidero sensible, lógico. Y la hermética  voz lírica prosigue  impertérrita: “Con el máximo mutismo una pera de cactácea  resaltando” (25).

 

     Otras veces aparece un verso con perfil de torre o de colina, como es “aviado de este mapa de la imaginación” (23). El lector se alegra: piensa que podrá vislumbrar  un sentido en ese océano de incongruencia. Pero en el verso siguiente el sujeto hace añicos con toda premeditación cualquier esperanza nuestra de hacer pie en las aguas tóxicas de “Negro eterno”: “Recogerme a ver la nuca será mi obra más tenue”. Si en el poema “Cuando se cure bien mi herida” (25) la  enunciación de elementos anatómicos, (“estómago, esófago, agrura, estrabismo, nervios”) crea una vaga relación con el título, al final  es imposible descifrar unos signos que buscan cortar todo vínculo con la realidad. Sólo el sujeto lírico tal vez, igual que un demiurgo aristotélico, indiferente a su creación, conoce el secreto de aquel cosmos hecho de cables sueltos, rupturas, alusiones cifradas, interrumpidos por deslumbrantes chispazos: “Sombreado a pluma negra de los pájaros que pasan” (38); o aparece una serie descendente sostenida por sugestivos componentes marinos: “Yates en resaca, salmuera, yodo tácito(23).

 

     Para Batista y los iniciados de la capilla neobarroca, sus vínculos  con el gongorismo se evidencian en el nombre del grupo. Pero estos poetas, más que por Góngora, están condicionados por su tiempo y la vanguardia del siglo XX. El objetivo del poeta cordobés no era apostar al sinsentido, sino crear un significado oculto, un subcódigo, por medio del ingenio, las imágenes vistosas, que sólo el lector más lúcido pudiera  disfrutar una vez conocidas sus claves. Y aquí entra en juego la imaginativa ostentación  barroca. Recuérdese también que hay un Góngora diáfano. En “Negro eterno” más que de neogongorismo, yo hablaría de asociaciones surrealistas llevadas a su máxima expresión, que van más allá del sueño o la pesadilla y desembocan  en la irracionalidad, en  el discurso de la locura quizás. No se usa en general el hipérbaton violento, no abundan los paralelismos, ni las alusiones míticas, tampoco los juegos de palabras, que son recursos barrocos. El texto se acerca más a la prosa que al verso y con frecuencia sigue una estructura rítmica bimembre, monótona, una semiaridez  voluntaria.

 

“Negro eterno” va más allá de Lautréamont, del encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser, persigue llevar el irracionalismo de la vanguardia a un punto intolerable, alineándose en el pensamiento de histéricos filósofos alemanes como Nietzsche y Heidegger. Además, en el romanticismo hay precursores de una poesía autónoma, como Edgar Allan Poe quien en su poema “Las campanas”, logra un texto sostenido por la simple musicalidad de las palabras y anuncia el modernismo. Su traductor al francés, Stéphane Mallarmé, sigue la misma ruta, pero es Paul Valéry el mayor exponente de la poesía pura. Después numerosos poetas en el siglo XX aspirarán a deshacerse de lo referencial, buscarán “la autonomía de las palabras”; el poema deja de ser una experiencia colectiva para convertirse en murciélago atómico venido de las entrañas del caos. La poesía que siempre fue comunitaria -como proclama Octavio Paz en El arco y la lira-, apuesta por el no-sentido y el más tuerto egocentrismo. Se inscribe en la tradición mítica de Onán y Narciso.

 

     Quiero subrayar que Batista es uno de los poetas dominicanos que más respeto por su rigor, dedicación, conciencia del oficio (el único gazapo advertido en “Negro eterno” es “descolla” por “descuella”, común entre nosotros) y su talento. Pero dudo que el neobarroco –o la tradición post-sorprendida– sea el camino adecuado para una poesía de rumbo huérfano como la nuestra donde cualquiera se erige en crítico. Cualquiera improvisa un canon apócrifo basado en textos de sus mejores amigos o en un gusto mohoso, sin demostrar la validez de sus juicios fantásticos que depredan o “globalizan” (se reparten), el anémico mercado libre del parnaso criollo actual.