Relatos Costarricenses

M E N U

Adriano Corrales

Jessica Clarke

Alexander Obando

Alfonso Chase

 

 

Paranormal.org

 

JESSICA CLARK

 

 

Cabeto no está ni cerca de ser el más extraño de mis amigos.  Grande para arriba y un poco para los lados, comienza a quedarse prematuramente calvo; con los tags de la empresa de software colgando del cuello, llena media sala de mi apartamento con su aire de normalidad.
Las fotos que ha puesto sobre mi mesa de madera son otra cosa: una mujer descalza de vestido informe y con un aire desesperadamente gris; dos adolescentes extremadamente flacos en jackets de mezclilla y con miradas hostiles; un hombre iracundo mirando sobre su hombro mientras se aleja.  En cada foto el sujeto está a un lado de un puente y ha sido fotografiado desde el otro por Cabeto.  Son diferentes puentes: el de los Anonos, el de la pista, el de Guadalupe.
Marco la penúltima foto con mi uña pintada de rojo oscuro, el mismo tono de los picos de mi peinado.  En la foto no parece haber nadie.
Cabeto señala el gato borroso, apenas visible en la esquina. 
Levanto la foto para verlo mejor: casi no –estrecho puente rural en Cartago.  Muestra un perro negro lanzándose hacia Cabeto en un terrible ataque, con dientes cortando el aire y espuma llenándole la boca.  Cabeto se sonroja un poco.
–Pensé que era el Cadejos, –confiesa, –No me di cuenta de que venía hasta que logré enfocarlo bien.
Se me sale una sonrisa, que trato de esconder.  Cabeto ha pasado años documentando cada historia de fantasmas de San José, montando la información cuidadosamente en su mapa interactivo de la ciudad, sin presenciar jamás ni un evento sobrenatural.  Puedo imaginármelo conteniendo la respiración, pensando que estaba a punto de capturar la leyenda en fotos antes de darse cuenta de que se le venía encima un perro rabioso.
–¿Y por qué lo pusiste aquí?
– Fue el único que atacó, pero estoy seguro de que los otros también querían.
Lo dice como quien menciona un hecho cualquiera, pero de repente me doy cuenta de que está asustado.
–¿Te parece que tienen algo contra vos? 
He visto gente maldita antes, pero generalmente son ellos los que andan furiosos por la calle, no la gente que los ve.
– No, no contra mi.
Mis ojos se encuentran con los de él, pero Cabeto parece incapaz de sacar las palabras.

 

–Creo que estaban viendo algo detrás.  De mí.
En mi mente pasan las imágenes, no de las fotografías, sino de las personas cómo Cabeto las vio al fotografiarlas.  La mujer detenida con los dedos de los pies casi en el puente; los adolescentes iracundos e impotentes; el hombre alejándose con pasos rápidos y mirando una vez más sobre su hombro.  El gato escupiendo.  El perro llevado por una ira ciega a un ataque que, por alguna razón, me suena suicida.  Y esta vez veo lo que Cabeto ve en las fotos: ninguna de las miradas está posada exactamente en él.
Por reflejo, levanto la vista a un punto justo detrás de su hombro y lo siento esconder una puntada de miedo.
–No veo nada, –le digo– ¿te leo?
Corremos la mesa y Cabeto se sienta, con cierta dificultad, sobre la alfombra persa, luchando un poco con sus piernas largas antes de resignarse a dejarlas extendidas.  Nos miramos sobre las cartas que sostengo en la mano.  Las veces anteriores, mientras a otras personas les han salido vidas pasadas y grandes revelaciones espirituales, a él le ha salido que se cuide de los chismosos en el trabajo y que está bien de salud.  Esta vez decido hacer algo distinto.
Extiendo la mano. Cabeto toma una carta y me la entrega.  La coloco boca abajo sobre la alfombra y la toco con la punta del dedo. Recito mentalmente la fórmula para invitar lo bueno y alejar lo malo. Si estás aquí y quieres hablar, pienso, éste es el momento.
Y por primera vez en mi vida escucho una voz, físicamente, dentro de mi cabeza.

 

El cielo está comenzando a clarear cuando finalmente nos atrevemos a hacerle caso a mi voz.  Los dos entramos al puente con aprehensión: acabamos de pasar la noche discutiendo el significado de que yo haya escuchado las palabras en vez de percibir una imagen o emoción.  ¿Qué tal si se trata de una entidad maligna que quiere engañarnos?  El odio de las personas en las fotografías no parece una buena señal.  Aunque Cabeto sostiene que sí odian lo que camina tras él, probablemente la entidad sea buena.
El mensaje en sí es lo que al final nos convence: esto no es para vos, tu papel en esto es sólo decirle que visite un puente. Eso fue lo que me dijo la voz.  Mi impresión es que el menaje es bueno y al final Cabeto y yo sentimos que si vamos juntos, podremos protegernos mutuamente.
Dejamos el jeep un poco más allá.  A estas horas casi no hay tránsito, el asfalto se ve azul junto a nosotros, la doble autopista debajo del puente permanece silenciosa.  Yo hundo las manos en los bolsillos de mi abrigo largo y Cabeto tiembla de frío en su suéter. Trae su cámara al cuello, pero sé que no piensa usarla. Los dos dudamos por un momento y yo doy el primer paso, tratando de dar el ejemplo; juego de ser la experta en lo sobrenatural y sospecho que no tengo ni idea de en  qué nos estamos metiendo.
Vemos al chiquito al mismo tiempo.  Tal vez ya estaba ahí, de pie en las sombras al otro lado de la calle y al final del puente.  Me da la impresión de que lleva una caja en la mano.  Chicles, lápices tal vez.  La extiende hacia mi.
–Una ayuda, –con voz resentida, impaciente, y cada fibra de mi cuerpo resuena con el pavor que todos los humanos sentimos en presencia de los demonios.
Siento que detrás de mi el mundo desaparece.  Cabeto y yo estamos al borde de una península de cemento: delante de nosotros un demonio extiende la mano y detrás no hay nada.  
–Cabeto, date vuelta.
Cabeto lo piensa dos veces.  No quiere dejarme sola de cara al niño.  Y me imagino que cada instinto se le resiste a darle la espalda. Sólo ahora entiendo la clase de valor que se ocupa para irse sólo a tomar fotos a un puente embrujado en medio de la montaña, o pasar la noche en el sótano de una oficina donde supuestamente asustan.  Cabeto se da la vuelta y siento, más que verlo, que se encuentra cara a cara con una luz que no produce sombras.
Cabeto cae de rodillas, pero yo no me atrevo a girar para ver si está bien.  El chiquito al final comienza a hablar de forma inaudible, formando palabras horrendas que no alcanzan a llegar a mí.  Sus ojos negrísimos están fijos en un punto sobre mi hombro.
No sé cuanto tiempo pasa, conmigo paralizada del susto, el demonio iracundo, que desaparece finalmente en lo que parpadeo, y Cabeto, que está aún de rodillas cuando yo me atrevo a voltearme.  Por un momento, no puedo creer que el mundo existe aún después del puente.  Miro alrededor, confundida.  Hay una calidad en el aire, en el cemento mismo, que parece más real para mí que cualquier creación humana.  Algo más grande ha estado aquí y, por reflejo, en reconocimiento al inmenso poder residual, me arrodillo también.
No quiero hablar, siento que las palabras rasgan algo precioso en el aire.  Cabeto es el que empieza.
–No pueden cruzar el agua.  –Habla despacio, como en trance–. –Están entrando a la ciudad por los puentes y ellos los esperan para hacerlos devolverse… Los puentes son lugares de paso…
Se me ocurre la idea absurda de que los ángeles utilizan Paranormal.org para buscar los puentes embrujados de San José.  De todas las cosas sobrenaturales que Cabeto habría esperado de su famosa página web, ésta sería definitivamente la última…
–Dijo que me sigue porque me dieron el don de sentir cuando alguno de ellos piensa pasar.  Así los encuentra a tiempo.
–¿Te dieron ellos ese don?
Cabeto dice que si.  Puedo sentirlo imaginado cómo esto va a afectar el resto de su vida y, de repente, me da cólera.  Todo lo que Cabeto quería era estar en contacto con un poco de magia.  Hubiera estado contento con tomar una foto con orbes de luz sobre la cabeza de alguien o con ver un ovni en la playa, pero esto es casi un castigo, una venganza.
– Dijeron que yo lo estaba pidiendo.
Me levanto, asqueada.  Ya el cielo comienza a verse rosado y gris y el puente se ve como lo que es, cemento y concreto, sin sombras inexplicables.
–Podés decirles que no, –le digo–, todos tenemos derecho a elegir.
– ¿Por qué te enojás? No es una decisión difícil.
–Cabeto, no tenés idea de en  que te estás metiendo.
Cabeto se levanta, un tipo normal con dolor de rodillas, pero con una expresión extrañamente luminosa.  Me da la sorpresa de la vida cuando toma mi mano y la besa.
Lore, gracias.  Te paraste aquí y me cuidaste la espalda.  Pero yo soy el que vio lo que había en los dos lados.
Se acomoda la cámara al cuello y comienza a caminar hacia el jeep.  Yo me quedo un momento sobre la autopista, tocando el cuarzo de mi collar. 
Regreso a mi apartamento con los primeros rayos del sol; capturó con una mirada el tarot, cuidadosamente depositado sobre la mesa, las hierbas para hacer limpias, las rocas recolectadas en retiros a lo largo de los años.
¿A quién le estaré rezando con esto?, me pregunto, mientras me quito los zapatos.  ¿Y qué estaré dispuesta a hacer cuando respondan?

 

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Jessica Clark Cohen, San José de Costa Rica, 22 de septiembre de 1969. Hija de padre costarricense y madre brasileña. Es licenciada en Publicidad por la Universidad de Costa Rica. Ha trabajado como productora en televisión y redactora en diversas agencias de publicidad. H publicado la novela Telémaco, 2007, y el libro de cuentos Los Salvajes, 2005.