Joseph Conrad en el ojo de un argentino

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«Londres, o cómo entender mejor a la Ogra», del escritor argentino Javier Arévalo Rendall, es un asomo por el mundo que Conrad asumió como propio, más allá de haber nacido en Polonia.

 

 

Londres, o cómo entender mejor a la Ogra
Javier Arévalo Rendall

In Opinion on April 23, 2009 at 4:34 pm

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En Heart of Darkness, Joseph Conrad habla de la relación inajenable que a veces se entabla entre los mapas y los hombres. En ellos se dibujan figuras que se mueven y nos hablan en los recovecos caprichosos que asientan los cartógrafos, y los motivos ulteriores y efectos que los pliegues de papel tienen en nosotros saben representar un desafío al razonamiento.
Cuando niño Marlow, el protagonista de la fábula de Conrad, descubre el mapa de un misterioso país en las vidrieras de su ciudad natal. El dibujo lo fascina, pero no tanto por su belleza o exactitud cartográfica, sino por el río que en él se dibuja, y que como una serpiente omnipotente separa el territorio en dos; el animal azul tiene su cabeza en el mar y su cola en la vastedad del territorio, que domina. El efecto que tiene el río en el muchacho es inmediato, hipnótico. “As I looked at the map of it in the shop window, it fascinated me as a snake would a bird –a silly little bird.”

Es así como Marlow empieza a contarle al resto de los tripulantes de bote las aventuras y penurias que ha sufrido y de los personajes que ha conocido en los confines del África. Y es así como Conrad toma al lector de la mano y lo empuja a emprender un viaje que también a él lo llevará a explorar los rincones oscuros del corazón, en los que los demonios habitan.
Albur del destino o no, el protagonista y sus compañeros de viaje están a bordo de un bote en el estuario del Támesis, esa serpiente que, brutalmente, divide a Londres en dos. El río es el más largo de toda Inglaterra, y después de zigzaguear por más de trescientos kilómetros y morir en el Mar del Norte pasa por el medio de la capital británica, la llena de carácter y de vida, y con cada cambio de la marea la renueva de varias maneras. A sus orillas descansan las herramientas para que la maquinaria continúe en movimiento, y de ellas bebe la metrópolis, que se empeña en seguir creciendo.
De los muchos edificios que adornan la ciudad, los más populares en las postales son los que escoltan al Támesis a lo largo de su paso por la ciudad. El Big Ben y el Parlamento, Tower Bridge y el London Eye son paradas obligadas en cualquier visita a la ciudad, y uno no conoce Londres sin haberla visto en su inmensidad, su pomposidad y su miseria desde un bote en una tarde de verano.

Pero el río no basta. Como todas las grandes ciudades, Londres no se queda corta a la hora de mostrar calificativos: embajadores, generales e ilegales la han calificado a lo largo de los siglos, pero hay dos estrellas que en su solapa no brillan; Londres no es bella, y ciertamente no es amigable.
Una entre las miles de actividades que la ciudad ofrece será suficiente para dar por tierra con mi sentencia. Una caminata a la orilla del Támesis un fin de semana por la mañana, una noche en el West End –la calle Corrientes de la ciudad -, un almuerzo en el Barrio Chino o una visita al idílico barrio de Chiswick en el que las jóvenes familias florecen y sonríen, la recesión no existe y el tráfico es una pesadilla lejana, son solo ejemplos de las cosas bellas y amigables que se pueden hacer en la capital. Encontrar momentos y lugares de perfección en esta capital no es cosa difícil sino una ocurrencia diaria, pero hacer que los epítetos “bella”, “hermosa” o “amigable” encajen con una descripción de la ciudad es, tal vez, esperar demasiado de las lenguas vivas. Londres es una acumulación de mundos, de universos bien distintos, y gracias a su completa heterogeneidad alcanza el que tal vez sea el más valedero calificativo de todos: magnífica.

Henry James fue el norteamericano que más abierta y magistralmente registró su amor por el corazón del Imperio Británico. El suyo no fue un amor ciego y adolescente sino uno maduro y completo, que perduró hasta el fin de sus días. James había visitado la isla por primera vez en 1843, a la edad de seis meses, y luego de haberle prestado más visitas durante sus años de adolescencia y juventud, decidió hacer de Londres su morada permanente en 1876. Años más tarde se mudó al pueblo de Rye y en el año 1916, uno antes de su muerte, se convirtió en Súbdito Británico.

En 1905 escribió English Hours, una colección de ensayos que se puede leer como una oda al Ser y Existir británico sin sonar jamás a adulación o fascinación. La de James es la adoración sincera de aquel que conoce bien al objeto de su afecto, y que ama sus cualidades y acepta sus defectos. El primero de la serie de ensayos está dedicado a Londres, y en él James dice:
“Londres es tan torpe y brutal, y ha juntado en sí tantos de los lados oscuros de la vida, que es casi ridículo hablar de ella como un amante habla de su mujer, y casi frívolo el aparentar ignorar sus desfiguraciones y crueldades. Ella es como una ogra poderosa que devora carne humana; pero para mí es un atenuante el hecho de que la ogra misma sea humana (aunque no lo sea para todos). No es debido a indecencia o a violencia gratuita que se llena el buche, sino para mantenerse viva y hacer su tremendo trabajo.”

Es una de las ciudades más pobladas del viejo continente, y en el rompecabezas étnico que se llama Londres nace, se mezcla, sufre y muere en paz un sinnúmero de nacionalidades que en su melange va cambiando la lengua y hasta la definición del ser británico. La ogra no cree en los buenos modales y tampoco tiene preferencias; la piedad no existe en su vocabulario. Pero a la hora de repartir, la ciudad no entrega cartas marcadas. El color de un pasaporte, la proveniencia de un traje son menos importantes que la cadencia de un acento, pero aun aquellos que se expresan en monosílabos tendrán asegurada, en la vastedad de las entrañas de la bestia, una chance justa de supervivencia.

“Una Londres pequeña seria una abominación, como también es, afortunadamente, una imposibilidad” escribió el norteamericano, y dio en la tecla. La multiplicidad de identidades que tiene Londres es, en gran parte, la clave de su encanto. Piccadilly y sus avisos multicolores de neón que asaltan los sentidos desde las alturas poco tienen que ver con Camden Town, en donde alguien tocó algo en la botonera de la máquina del tiempo y los hippies y punks de los alrededores recrean día a día escenas cotidianas de los sesenta y los setenta. En Chelsea y Knightsbridge los edificios y sus gentes exudan clase, buenos modales, vocales profundas y consonantes de fonetista, mientras que hacia el este, en el área de las clases trabajadoras, los edificios bajos, los habitantes y el lenguaje mismo son un testimonio de la expansión que la revolución de las máquinas causó en el siglo dieciocho y de lo nuevo, de lo cool, en las últimas décadas.

El área de Shepherds Bush, en el oeste de la metrópolis, es muchas cosas discordantes. Pero ciertamente no es pintoresca. En el barrio, que hace un par de años era famoso por la mala vida y la valentía de quienes lo visitaran, hasta hace unos meses no tenía más para ofrecer que un precario “mercado abierto” de muchas banderas y una de las plazas menos tentadoras de la urbe. Hoy, en cambio ostenta el centro comercial más grande y suntuoso de todo el continente. Un edificio monstruoso y ultra-moderno que nada tiene que envidiarle al estilo de Dubai, no sólo no concuerda con la zona que lo envuelve, sino que en su contraste representa el desdén de Londres por respetar convenciones y hacer que las cosas “encajen” con el conjunto.
“La ausencia de estilo, o mejor dicho de la intención de estilo, es ciertamente la característica más general de la cara de Londres” asentó James hace 104 años en algún rincón de esta ciudad. Una visita al continente ratifica la afirmación. Varsovia, reconstruida después de la bestialidad del Führer, ostenta un hilo conductor que la une a ella y a todos sus edificios, que los envuelve y les presta un sentido de integridad que hace a la identidad misma de la ciudad. Es un hilo que en sus fibras tiene escrito el deseo de levantarse y seguir camino, de volver a la gloria de ayer, del tesón de un pueblo y la negativa a quedar en el olvido. Caminar por la Barceloneta, explorar las Ramblas es sentir que Barcelona, en su maravilla y su locura, le pertenece a un hombre, y ese hombre es la resistencia y es cada uno de sus habitantes, y es Orwell luchando hombro a hombro con los habitantes de Cataluña y es, indudablemente y en cada esquina, en cada plaza y en cada pórtico, Antoni Gaudí. En Paris el aire es siempre arquitectural, ese énfasis en que avenidas, jardines, edificios y callejuelas “encajen” es típico de la ciudad al punto que la define. Cuando uno piensa en la Ciudad Luz uno piensa en la perfección, el glamour, en Chanel y en un sentido de belleza en general que no falla en encantar al visitante.

En Londres encontrar la belleza es a veces un desafío, y explorar su corazón sólo una parte de la aventura. La ciudad respira arte, y en cada esquina hay testimonios de ello. Una visita al West End es también una caminata por Broadway y por la calle Corrientes. Pero salpicarse del color y la alegría de los musicales no representa mayor desafío que el de pagar la entrada. El reto es encontrar aquellos antros en los que los actores sueñan, las letras encuentran su espacio en las páginas y el mundo se conjuga y fluye, como en un Aleph. Estos lugares, tanto como Trafalgar Square y el Parlamento, son el Londres de las guías turísticas que nos mezquinan aquel pub que esconde un teatro a sus espaldas o aquella tienda de discos under que los jueves a la noche nos seduce con un jazz húmedo y perenne.

En Londres, el arte está en todos lados. Es su historia; es pasado, es presente y es un todo que envuelve a la ciudad y le suspira al oído. El arte son los actores que semana a semana levantan obras, y los músicos que en el subte distribuyen sonrisas por lo que el bolsillo pueda ofrecer; son las palabras, que las máquinas de escribir aún escupen. El arte son las placas azules en las fachadas de tantas casas, que delatan las casas de Orwell, Händel, Hendrix y Franklin, son las oficinas del British Council que un día trajo a Borges para una investidura y una serie de charlas y la mesa de aquel restaurant en el que el maestro gustaba de almorzar. Son el Támesis de Heart of Darkness y el Globe de Sir William, los bancos de Hyde Park que escucharon a John Barry soñar su Peter Pan. Son las esquinas que día a día ven a la ciudad latir y las caras que, mañana a mañana, conviven en la ogra, haciéndola sonreír.

El encanto de París es un encanto de doncella, de mejillas rosa o acaso de lencería color carmín y encajes negros. Un encanto que pende del detalle y del ornamento, de la perfección y la belleza. Londres es el encantamiento que la Serpiente del Támesis ejerce en el visitante, es el de convertirlo en el pajarillo tonto de Conrad; no es bello, pero Dios sabe que es imposible escaparle.

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Publicado originalmente en Miranda. Revista Anual del Instituto de Investigación de Literaturas en Lengua Inglesa. Nº 2. Año 2008. IILLI, FFyL, UNCuyo.

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Javier Arevalo Rendall, oriundo de Mendoza, Argentina, es un periodista freelance, escritor, y profesor de ingles. Como buen anglofilo, ha estado viviendo, soñando y escribiendo en Londres por los ultimos tres anyos. Por las mañanas enseña inglés en un instituto en el centro de la ciudad, y por las tardes colabora con una variedad de medios en el Reino Unido y en la Argentina. Escribe para, entre otros, los diarios Critica de la Argentina y The Human Times y las revistas literarias Miranda y Sismotrapisonda
Javier Arevalo <arevalo84@googlemail.com>