Serafín: iniciación de un novelista

El título de la primera novela de Omar Castillo suscita inquietud en el lector que conoce su obra literaria y ensayística. Primero, porque Serafín es un nombre propio ya poco utilizado en los países de habla castellana. Segundo, porque está asociado a los ángeles más próximos a Dios en la teología cristiana, quienes lo pueden contemplar y cantan para alabarlo. En la concepción judía, el serafín es una serpiente dorada, tiene seis alas, está dotada de suma inteligencia y del poder de curar; además, el serafín está asociado al fuego (Revilla, 1990, p. 336), en el sentido del ardor del amor, y al aire por sus alas para volar. Así, pues, el carácter angelical y poderoso de los serafines en las religiones cristiana y judía les ha dado connotaciones superiores, extraordinarias y privilegiadas, ya que solo seres de elevada categoría pueden contemplarlos; asimismo, están asociados a la belleza, a la humildad y a la sabiduría.1 Y tercero, porque el personaje de esta novela se mueve, por el contrario, en el mundo terrenal, entre su vida familiar, la calle, los amigos y colegas, la bohemia y la poesía.
Serafín habita en un barrio popular y frecuenta diariamente el centro de la ciudad: calles, parques, bares y antros; buses, taxis y el Metro; a veces camina en las noches más oscuras y peligrosas o en lugares de degradación social, similares a los que aparecen al final del cuento “El hombre de la multitud” (1849) de Edgar Allan Poe. Es decir, Serafín es un ser terrestre y mortal que recorre el plano de su ciudad, aunque, contrario al cuento de Poe, no sigue a nadie en particular. No obstante, en cada paso que da, las calles y los diversos lugares adquieren carácter, presencia, sensibilidad, sentidos, vida, movimiento y poesía. Así, el peatón ―callejero, vagabundo, andante, explorador, curioso, flâneur― Serafín va marcando su territorio, a la vez que el territorio lo va marcando a él. Ambos obtienen existencia y significación en este recorrido consuetudinario.
En consecuencia, la ciudad de Serafín se concretiza en el inquilinato donde vive y en su barrio Antioquia. Asimismo, en los lugares del centro de la ciudad donde se mantiene. A lo largo de los 45 capítulos cortos ―entre dos y cuatro páginas―, la Medellín entre los sesenta y los noventa del siglo XX o la imaginaria de la obra se va revelando y reiterando en las calles ―Junín, Maracaibo, La Playa, Oriental…―, los parques ―Bolívar, Berrío, Boston, San Ignacio…―, los templos ―Candelaria, Metropolitana…―, los bares ―El Café Azul, La Arteria, La Cantina Verde, La Boa…― y los restaurantes y las cafeterías ―Ástor, Cardescos, El Festín, Patio Bonito… ―.
A la vez, el paisaje urbano conduce a uno de los campos de sentido más reiterados en esta historia, que puede denominarse viaje o exploración del personaje por la ciudad; y, por supuesto, quien ejecuta esta acción: el viajero, quien simboliza o encarna, a la vez, al peatón hombre o mujer que anda confundido con la masa en busca de su destino, su supervivencia, su rincón y sus afectos, como el paseante del cuento de Poe:

Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo. (Poe, s. f.)

 

El callejero o flâneur Serafín

Así, pues, esta novela tiene un elemento novedoso, casi inédito en la literatura colombiana: está dedicada a la vagancia, a un personaje que se propone recorrer los sitios y contemplarlos por esa sola acción de disfrutarlos, aprender de ellos, aprehender ―como insiste el narrador―. Deleitarse, sentir los espacios y captar a los peatones y los contertulios. Ver, hablar, escuchar, entender, estar ahí, disfrutar los atardeceres en el centro, contemplar la calle desde un café, estar en un sitio y luego buscar la soledad y la reflexión en otro. Eso sí, todos situados en el centro de una ciudad que se desgasta y, a la vez, se renueva con la mirada del poeta que va creando, recreando o dando vida a la situación inesperada, anodina, reiterativa, cotidiana, siempre vital, siempre enigmática, siempre única, siempre la misma, siempre otra. Al respecto, dice Anna María Iglesia:

Caminar es no solo el primer gesto de insubordinación, no solo es el primer movimiento hacia la ocupación ciudadana del espacio público. También y sobre todo es la metáfora de un pensamiento crítico que no queda relegado a los márgenes, sino que baja a la calle y ejerce de resistencia. (Iglesia, 2018)

Estas recomendaciones de Iglesia se cumplen en este vagabundo de fin del siglo XX, quien camina en la ciudad de día y de noche, siempre en una actitud atenta, gozosa y crítica: “Por una de las vías de ese centro iba Serafín, caminaba sin afán observando el fluir de los usuarios de la noche que a esas horas coincidían en su vagar” (Castillo, 2022, p. 133).2 En un instante, al caer la noche, Serafín se detiene en la avenida Oriental con La Playa porque

En algunos de esos instantes, la ciudad parece esclarecer la entraña de su realidad, de su otredad, entonces recorrerla como si fuera la primera vez, sin importar parecer un extraño, permite aprehender los súbitos reveladores que la hacen y la dejan ver en sus inagotables ritmos, gestos y sinsentidos. (p. 139)

Palabras que remiten a Baudelaire cuando caracteriza al callejero en El pintor de la vida moderna (1863):

La multitud es su dominio, como el aire es el del pájaro, como el agua el del pez. Su pasión y su profesión es desposar la multitud. Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, constituye un goce inmenso elegir morada en el número, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de casa, y sin embargo, sentirse en ella en todas partes; ver el mundo, estar en el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de estos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente. El observador es un príncipe que goza en todas partes de su incógnito. (1995a, p. 87)

Al respecto, en su artículo “Pasear con el paseante: Walter Benjamin, la pregunta por el flâneur y el sujeto del capitalismo”, la investigadora Katherine Villa Guerrero también comenta:

Pasear en esta época parece algo del orden de lo subversivo, ¿para qué dejarse tomar de la geografía del asfalto, de los nombres de las calles si bajo la fascinación de la pantalla el sujeto puede darle rienda a la pulsión escópica? ¿Para qué perderse en las calles si Google Street view tiene el camino más corto? 360° de imagen vaciada de toda experiencia sensorial. (2020, p. 156)

Si bien en las últimas décadas del siglo XX, cuando sucede la novela Serafín, no existían las aplicaciones tecnológicas que entregan el mundo en una pantalla de bolsillo, este planteamiento de Villa es aplicable, incluso, en el tiempo de Serafín. Aunque Baudelaire ya había poetizado al flâneur, este no tenía mayor presencia en la literatura en general. No se trata de viajeros ―personajes comunes en la literatura―, sino de tranquilos paseantes por los espacios públicos. Así canta Baudelaire en Las flores del mal (1857):

Por el viejo arrabal con tugurios que esconden
las persianas, abrigo de secretas lujurias,
cuando el sol implacable reciamente golpea
las ciudades y campos, los tejados y mieses,
salgo solo a entregarme a mi esgrima arbitraria,
por doquier husmeando el azar de la rima,
a traspié por palabra, como con adoquines,
tropezando con versos que soñé ya hace tiempo.
(…)
Cuando está en la ciudad es igual que un poeta,
ennoblece la suerte de las cosas más viles… (Baudelaire, 1995b, p. 119)

Tal personaje es similar a Serafín, poeta decidido e imperturbable que desde muy joven se impuso la tarea cotidiana y sin utilidad aparente de recorrer el centro de la ciudad, callejear como ningún otro personaje de nuestra narrativa literaria lo ha hecho. En el capítulo “Azarosa ciudad” caracteriza a Medellín como un lugar entre mítico y enigmático, lo que resume con las palabras de Fernando González escritas en 1960 a su amigo Andreas Andriakos: “Todo es símbolo para el trashumante” (p. 139). Ese paseante está sintetizado por Baudelaire en su poema “El viaje”, el cual se ve concretado en el programa de vida y de escritura que sigue Serafín:

¡Asombrosos viajeros! ¡Cuántas nobles historias
cuenta vuestra mirada, honda como los mares!
Abrid ya los estuches donde duerme el recuerdo,
prodigiosas alhajas hechas de astros y éteres.

Emprendamos un viaje sin vapor y sin vela.
Disipemos el tedio que hay en nuestra prisión,
infundid en las almas, tensas como el velamen,
todos vuestros recuerdos, con su azul de horizontes.

¡Oh, decid! ¿Qué habéis visto? (Baudelaire, 1995b, p. 186)

En la literatura, las metáforas y los símbolos del viaje se utilizan en diversos espacios: desde la conciencia y el interior de los personajes, los recintos cerrados, las profundidades de la tierra y los abismos del mar hasta las ciudades, los pueblos, los campos, los ríos, el mar y el espacio sideral, entre otros. Infinidades de espacios en los que las acciones conducen a desembocaduras significativas, simbólicas, sorprendentes y reveladoras. Es decir, el viaje es apenas un pretexto o, a la vez, el sentido mismo de la obra. Desde las primeras obras literarias en Occidente, como la Odisea (S. VII o S. VIII a. C.), ese es un motivo fundamental, el cual continúa reiterándose hasta nuestros días. Todas las obras narrativas suceden en un espacio-tiempo, en el cual son constantes el movimiento, la traslación, la transformación, el partir de un lugar y llegar a otro o al mismo. También la poesía expresa, en gran medida, el viaje como una metáfora de la vida, como una imagen dinámica de la condición humana, como una deriva sin destino o como un encuentro del poeta con él mismo.
Cuenta el narrador que caminando un día por la carrera Junín, Serafín se trasladó a los finales de la década del setenta, cuando ocurrieron sus “encuentros esenciales”, cuando sintió por primera vez “la tenaz fuerza del amor”. “Días dados al descubrimiento de pasajes de la ciudad que se harían entrañables para él. Moverse, ir siendo un peatón que siempre mira como si fuera la primera vez” (p. 86). Más adelante, el narrador condensa y reafirma esas visiones:

Ver el mundo y vivir como si fuera la primera vez, la última. En la intimidad de la vida de Serafín, este era el estímulo que impulsaba su cotidianidad, su ver y aprehender, sus rupturas y sus fundaciones. Por eso había decidido llevar una existencia que aparecía monótona ante las expectativas de quienes creían en un mundo pronosticado para el éxito. Para él era suficiente vivir con lo mínimo, dejar fuera de sus gustos cuanto lo distrajera de las preguntas que desde su infancia reclamaban su atención. (p. 94)

Estas convicciones se amplían y reiteran en toda la obra de Castillo. Y al leer El pintor de la vida moderna de Baudelaire se escuchan y confirman las correspondencias que Serafín guarda con ella cuando escribe:

Sin duda alguna, este hombre, tal y como lo he presentado, este solitario dotado de una imaginación activa, siempre viajando a través del gran desierto de hombres, tiene un fin más elevado que el de un simple flâneur, un fin más general, distinto del placer fugitivo de la circunstancia. Busca algo que se nos permitirá llamar la modernidad; porque no hay una palabra mejor para expresar la idea en cuestión. Se trata, para él, de extraer de la moda lo que ésta puede contener de poético en lo histórico, de obtener lo eterno de lo transitorio. (Baudelaire, 1995a, p. 91)

En esta acción habitual se observa, además, la singular rutina que sigue Serafín ―cuando no escribe su poesía―: madruga, bebe un café, revisa sus escritos, hojea algún libro, sale de su vivienda y se dirige al centro de la ciudad. Cumple itinerarios repetidos: recorrer solo las calles; entrar en cafeterías, restaurantes o en bares, donde toma un trago o un café; observar lo que sucede adentro y afuera; y tener encuentros esperados o casuales. A veces visita librerías y lugares menos concurridos, o va a un parque y se sienta a mirar.
El callejero, la ciudad que este recorre y los encuentros que en ella ocurren no son elementos nuevos en la obra de Castillo. Lo novedoso es que su obra poética haya desembocado en una novela con este motivo fundamental. Ya antes había intentado el género narrativo, pero son relatos más simbólicos y poéticos que narrativos, en cuanto no desarrollan historias de personajes: Relatos del mundo o la mariposa incendiada (1985) y Relatos de Axofalas (1991).
Creo que el verdadero callejero de esta narración se origina en el poema “Húmedos” de Limaduras del sol (1983): “…unos ojos que miran desde el fondo / de las calles que se extienden bajo la llovizna / bebiendo una taza de café caliente / él sabe del silencio…” (Castillo, 2011, p. 326). También hay indicios de este personaje en el poema “Rol” de Fundación y rupturas (1985): “No sé si pasar la mañana / Al borde de un pocillo de café. // Los cuerpos reflejados en las vidrieras / Inundan el medio día frío. // Los motores encendidos y los semáforos, / Sucede otro día y es miércoles” (Ibidem, p. 294). Igualmente, se presentan diversas facetas del caminante y la ciudad unidos a un tú ausente que apunta hacia el ser amado en el poema “Inscripción y nudo” de Los años iniciales en el vacío, 2001-2008 (2008):

La piel frágil del día,
Las fachadas de las construcciones
Que interpretan la composición de la urbe o,
El fragmento que de ella nos es dado,
Hace el laberinto que me sirve de sustento
Para someter tu ausencia.

¡Ah! la inútil línea de luz
Que se instala
En mis asuntos
Mientras camino
Cargado de asombro;
Las excoriaciones de este día
Te delatan,
Espero que del dintel de alguna puerta
Surja la presencia de tu sombra. (Ibidem, p. 71)

En este poema se identifican muchos elementos propios del Serafín de la novela, del amor que lo acompaña en esta historia y de la actitud que toma en la ciudad; también del paisaje que va describiendo a medida que hace sus paseos cotidianos.
El nombre Serafín aparece por primera y única vez en “Eco fósil” de Fragmentos (1993), poema dialogado de tono surrealista y de enigmáticos sentidos. Los dos parlamentos de Serafín ―único personaje antropomorfo del opúsculo― se refieren a entes abstractos como la luz, la realidad, la eternidad, el tiempo y la memoria (Castillo, 2011, pp. 205-209). Es decir, hace veintinueve años se estaban fraguando su nombre y su carácter. Aún más, diez años antes se prefigura la muerte onírica con que termina Serafín en la novela. En el poema “Retrato en verano” de Limaduras del sol (1983) dice: “Al doblar la esquina alguien me estrujará y con su cuchillo dejará una herida en mi vientre” (Ibidem, p. 320). Esta acción es similar a la que veinte años después se sugiere en el poema “Réquiem” de Abra, el libro de los amigos (2003): “Y cruza al otro andén / Deteniendo sus manos en los bolsillos, / Su semblante en el olvido premeditado; // Alguien le estruja y deja una huella / En las facciones de su día, / Algo así como una flor / Que nunca tendrá en sus manos” (Ibidem, p. 168). Esta imagen-situación parece una obsesión en el poeta Castillo, pues en Romance de la ciudad (2011) reaparece en el poema “VII”: “Por las vías los cuerpos de los peatones / parecen ejecutar una danza con puñales que persiguen penetrar las carnes del contrario, / hasta la empuñadura…” (Ibidem, p. 25).
Por último, considero que, aunque el caminante por la ciudad aparece en muchos poemas suyos, en el poema “XXIV” de Romance de la ciudad Serafín está mejor caracterizado:

De súbito me he sentido forzado a salir a la calle,
a dar un paseo por estos espacios que diariamente memorizan sus impresiones en lo cuarteado de mi existencia;
Es noche y los peatones se comportan como nubes que se disuelven…
(…)
Sí, tengo el desasosiego entre las patas, pero lo tengo
y no procuro lucir el aire de un vacío, el vacío de quien le saca el bulto al asunto…
(Ibidem, pp. 57-58)

Otra evidencia de cómo la obra poética de Castillo fue perfilando y dando consistencia a Serafín se encuentra en el poema “Esencia de lo real” de Relatos del mundo o la mariposa incendiada (1985), donde se repite dos veces el verso “Ese principio de realidad que aflore” (Ibidem, p. 261), verso que, de igual manera, aparece en forma obsesiva como una súplica idéntica en Serafín: dos veces al inicio del capítulo “Ese principio de realidad”; y en el último párrafo de este capítulo se enuncia de nuevo en cuatro veces: dos al inicio y dos al final, como una “invocación” o, mejor, un mantra: “Ese principio de realidad que aflore” (pp. 143-145).

 

La familia de Serafín

Las mujeres entrañables de Serafín y su familia en general también se anuncian en la poesía de Castillo anterior a su novela. La primera es la antigua madre. Con los mismos términos aparece en “Relato en el recodo” de Relatos de Axofalas: “Y la antigua-madre / Dormita acariciando fósiles y ecos” (2011, p. 226). Asimismo, la menciona en el poema “Hechos” de Sonetos para la infancia que habita la piedra (1998): “La antigua madre, deambula críptica; / Murmurando se corrompe su piel / Dando paso a un conjunto de huesos / Que serán polvo, tierra en otra / Memoria y para otros servicios” (Ibidem, p. 184). También reaparece, ya con su nombre, en el poema “IX” de Romance de la ciudad (2011): “…rosa emilia se extingue, mientras, duermo en mis ojos, / el fuego que por vez primera se inicia y para siempre…” (Ibidem, p. 28). Por último, en Tres peras en la planicie desierta (2018) ella no solo vuelve, sino que varios elementos de la novela se prefiguran en el poema “Al cruce del año 2014”: “El piso de madera donde sucedieran / El eco en el viejo caracol de mar / Cuñando la puerta de la antigua-madre… / El perderse de la casa / Que se hace ruinas y sílabas más allá / De las flores de las begonias y las bifloras…” (Castillo, 2018, pp. 45-46).
La segunda mujer es la abuela Alicia, a quien evoca en el poema “XVII” de Romance de la ciudad (2011): “Alicia, / cuando miro su cara, en ella se estampan bifloras, / golondrinas y begonias del habla / y un agua turbia en la que se sumerge el habla…” (2011, p. 43). Y la tercera es la tía abuela Inés, evocada en el mismo poema: “En el interior, inés, mueca como la carnadura de un buey de arado, / se hunde en la cocina y el gris de su mirada, / de la que no salió su existencia…” (Ídem).
Los anteriores elementos reaparecen en la novela Serafín, no solo para reafirmar lo que los poemas sugerían de ellas, sino también para darles más consistencia y verosimilitud. Ellas se presentan desde el primer capítulo. De la madre Rosa Emilia dice:

En sus ojos llevaba la imagen de la antigua-madre en cuyos rasgos se concentraban las raíces de su estirpe, los silencios y las palabras para ver, aprehender y nombrar. La antigua-madre en cuyos ojos se veían fósiles y ecos de tiempos impredecibles. (p. 9)

La imagen de “la antigua-madre” se amplía en la novela cuando narra su muerte en el capítulo “Rosa Emilia en sueño”: “La antigua-madre en cuyos ojos se veían fósiles y ecos de tiempos impredecibles, de tiempos que a él lo asedian y mantienen para la vida” (p. 125). Las otras mujeres también viven con Serafín en la misma vivienda durante su infancia y adolescencia, “figuras hoy consumidas por la muerte” (p. 131), como la abuela Alicia (capítulo “Alicia”, pp. 129-132), la tía abuela Inés (capítulo “Inés”, pp. 140-142) y su hermana Beatriz (p. 9).
En cuanto a los demás miembros de su familia: su padre es evocado a partir de un sueño (p. 62) y recordado después junto con su madre (p. 101). En otra ocasión recuerda a su hija Valeria, a quien dedica el capítulo “La hija” (pp. 74-76), pero quien tampoco actúa en la obra. Por último, menciona de pasada a su hermano Fabio Orlando (p. 154).

 

La ciudad poetizada

La ciudad es otro de los motivos más recurridos en la obra poética de Omar Castillo. A la par, en ella se encuentra el callejero que la recorre sin fines de lucro o de afán. Desde los primeros poemas publicados en Garra de gorrión (1980) ella aparece metaforizada y mitificada en el poema “Tugurio”:

Ahumados cristales de cara al sol
Circundado por ella ciudad de cuernos blancos blusa rosada y pañolón grisáceo
Piernas chorreadas del ambulante comercio
Inquisidora inundada por farmacodependientes que nublan la vista sumergidos en ella
(…)
Por las calles rondan de espaldas a los abotagados por la orina
Mientras titilantes luces tejen sus enramadas de techo en techo
De piso en piso por los ascensores
Bucéfalos que van por las calles en cuatro y seis ruedas sin caber
A montones se agrupan en las montañas que circundan el lúgubre valle de aquello que anhelaron… (2011, p. 351)

Cuarenta y dos años después esa ciudad sigue vibrando, decayendo y explotando en su novela. Asimismo, otros poetas de esta ciudad la han poetizado, lo que sugiere que el yo lírico de ellos la ha recorrido también como callejero y experimentador de la vida urbana. Es lo que se lee en buena parte de la poesía de Luis Iván Bedoya, en la que aparecen el peatón, los encuentros, las maravillas y las miserias de la ciudad, la bohemia y el erotismo que palpita en las calles y los lugares públicos, el arte urbano y la poesía en el espíritu de poetas y artistas, la soledad de sus habitantes. Esto se lee en las obras Aprender a aprehender (1986), Protocolo de la vida o pedal fantasma (1986), Biografía (1989), Ciudad (1999), Del archivo de las quimeras (1999) y Desplazamientos (2011).
Ya desde 1896 la ciudad de Medellín se revela vibrante en la novela Frutos de mi tierra de Tomás Carrasquilla. Y aunque puede afirmarse que casi todos los narradores de esta región antioqueña de los últimos cincuenta años han ubicado sus obras en Medellín y el valle de Aburrá, la ciudad también palpita y sangra en muchos poemas, novelas, cuentos, obras de teatro y ensayos no solo de escritores de esta ciudad, sino también de otras regiones de Colombia que encuentran en ella materia y dolor, amor y nostalgia para poetizarla, explorarla, explotarla y hasta odiarla. Escritores antioqueños como Darío Ruiz, José Libardo Porras, Víctor Bustamante, Luis Fernando Macías, Helí Ramírez, Fernando Vallejo, Héctor Abad, César Alzate, Berenice Pineda y Consuelo Hernández, entre muchos otros, tratan esta ciudad con densidad y pasión en sus obras.
Volviendo a la poesía de Castillo, en la obra Informe (1987) el paisaje urbano se expresa desde múltiples perspectivas, en el que camina el peatón despreocupado, pero avizor: “Escultura arrojada en hierro y concreto deteriorando / Nombres y direcciones inscritos afanosamente / A punta de navajazos inexpertos y endebles // Transcurre / El taxi la avenida / Edificio pierde pisos en su retrovisor / Incompleto / Vira dejándole intacto…” (2011, p. 242). Y más adelante: “Llevo los siglos entreabiertos / Pegados como anuncios / Contra los fríos muros // ―Un día tendrás recuerdos / Vendrán a descifrar los jeroglíficos…” (Ibidem, p. 253).
Y así, en los demás libros previos a Serafín la ciudad se va concretando y poetizando hasta convertirse en un personaje, como la interpreto en toda su obra. En Sonetos para la infancia que habita la piedra (1998) se lee: “La ciudad, una cicatriz delirante, / Enconada como una diáspora sujeta / Tras las gasas de asfalto y adobe; / (…) La ciudad / Es una cicatriz que no para de expandirse, / Se alza en sus pisos como por entre / El ojo de una aguja despuntada que hila. / ¿Quiénes, tras la lente usufructúan / Los réditos de la descomposición?” (Ibidem, p. 177). Y luego: “La ciudad edificada en el valle, / Rodeada por montañas que parecieran / Amurallarla…” (Ibidem, p. 186).
El poeta Castillo también visita una de las ciudades prototipos en Poema de New York (2007): “El delirio silencioso que impulsa / La existencia / El fragor que lubrica esta City / Donde sus habitantes / Doblegados para la obediencia / Son arropados por el consumo // Abunda en New York… (Ibidem, p. 114). Ciudad donde el poeta peatón se convierte en “inmigrante ocasional”: “Un viernes cuando el inmigrante ocasional / Ungía de peatón por la Roosevelt Avenue / Y los metros de la línea 7 hacían traquetear / Los rieles y las estructuras metálicas que los sostienen…” (Ibidem, p. 112). El andariego observa, siente, recorre, asimila y poetiza la ciudad de Nueva York, enfrentada en su memoria a la Medellín de Serafín: “El inmigrante ocasional llegó a ti / Porque necesitaba el tejido / Para el recuerdo / De un olvido // Una soledad / Un infinito / Un magenta” (Ibidem, p. 117). Ese caminante urbano descubre la poesía en el origen migratorio de la ciudad, en su tráfago actual: “Y en el tráfico que hace esta City / Suceden versos que el inmigrante / Hubiera escrito…” (Ibidem, 119).
En Romance de la ciudad (2011), el poeta Castillo llega a Medellín, la ciudad que en su poemario Tres peras en la planicie desierta (2018) vuelve a poetizar, esta vez desde emociones y sensaciones más íntimas, cuando dice en el poema “En un instante de Medellín”: “La simpleza de un momento único / Recorriendo la libido de la ciudad // Las golondrinas en su agitado vuelo / Recuerdan el atónito inicio // En este lugar del mundo / Imán y crisol de existencias” (2018, p. 24). Poema en el que vincula la ciudad con la libido, la hace metáfora del deseo, el que también se proyecta hacia causas nobles. Y en el poema “Medellín la patética” se fusiona el caminante en la ciudad, el yo lírico se convierte en peatón-personaje de la ciudad-personaje, y la poesía se transforma en estruendo:

Salgo a la calle
En la billetera
Unos cuantos pesos

Cada peatón va tras el día
Su café y su menú
Todos vamos
Con el ojo que nos acecha
Desde el confín de los tiempos

Marco mis huellas
Mis oficios
La ráfaga de mis sueños
El apetito de mis hambres
En un estruendo de sílabas
Que el viento ulcera
Y el azar junta en un umbral (Ibidem, p. 38)

Todas las ciudades modernas se pueden contemplar en cualquiera de ellas. Sin embargo, las diferencias esenciales son impalpables por la globalización, por la unificación del planeta bajo los mismos eslóganes económicos, sociales, políticos y hasta culturales. Aun así, dice en Romance de la ciudad: “De esto, lugar común / como una cicatriz o borrón / en el romance de la ciudad / que en cada una de sus calles / y carreras intenta expresarse; / Así sus palabras / movilizándose en buses y metro urbanos / gaguean sus nombres y señas” (2011, p. 16).
En resumen, esta novela asimila, aprehende, interpreta y poetiza la ciudad a través de Serafín. O, mejor, el poeta Omar Castillo poetiza la ciudad tras el personaje Serafín, aunque entre este y el autor está el narrador anónimo en tercera persona que es testigo omnisciente de los sucesos y de los personajes. Por su parte, la obra asimila y sugiere múltiples perspectivas de los habitantes y los transeúntes de la ciudad, de los amigos de Serafín encontrados y evocados, y de los lugares entrañables del personaje.
De igual manera, ofrece una visión particular que es, al mismo tiempo, vital, sugerente, dinámica, íntima, sensitiva, contradictoria y crítica de las calles, los bares, los edificios, los parques, los cerros, el arte, la literatura ―en especial la poesía―, la música ―popular y clásica― y la vida bohemia de la Medellín de Serafín, para quien “salir de su casa e ir a caminar por lugares que en su infancia fueron parte de sus diarias rutinas y del inicio de sus aprendizajes, era algo que disfrutaba cada que podía hacerlo” (p. 16).
El objeto de la búsqueda de Serafín es él mismo y la poesía, pero viviendo, recorriendo y asimilando la ciudad en su centro, un ritual que desemboca en resignificar ese espacio abierto y, a la vez, comprimido:

Para Serafín el centro de la ciudad es su barrio, el lugar donde suceden sus asuntos. Por ese centro él se mueve una y otra vez… (…) …significó para él encontrar un escenario donde poder exponer y ampliar su carácter, los sentidos cognoscitivos de su existencia, ligando así su vida a estas vías y a las que desembocan en ellas. (p. 18)
Entre estos peatones iba Serafín, avanzando, haciendo suya la brusca piel de la ciudad, los delirios, los ímpetus, las rasgaduras y las cicatrices de esa ciudad que sabe preñada por todos los tiempos que la cruzan entregándole un don lustral para su ubicuidad memoriosa. (p. 77)

 

Los encuentros

Sin embargo, uno de los acontecimientos más importantes de cada jornada es el encuentro con poetas vivos y muertos, artistas, escritores, editores, actores de teatro, amigas, amantes, amigos, desconocidos, fantasmas o personajes de la literatura. Cada día de su vagabundeo se convierte en una sorpresiva ocasión de encuentros, pero para él cada encuentro es una rutina de su escritura, de su lectura, de su vida y de su imaginación. Ante todo, es una rutina de su callejeo, de su flânerie. Más bien, sus callejeos son la oportunidad única y cotidiana de sus encuentros.
Generalmente, se dan en bares o cafeterías, pero también en lugares como parques, estaciones del Metro u otros. Estos motivos recurrentes tienen más de poéticos que de reales; al menos, los que ocurren con poetas muertos, los cuales visitan más que todo al poeta y el poema en la ficción. Esto lo preanuncia Omar Castillo en el poema “El nenúfar blanco” de Limaduras del sol (1983): “Es Mallarmé quien visita al poema / con dos boquetes en los ojos / y las manos temblorosas…”; al que caracteriza como “aquel abstraído transeúnte / poseedor de la esfera de las palabras” (2011, p. 322). En 1998, el poema “Labrar extático” de Sonetos para la infancia que habita la piedra se expande en la descripción de estos lugares de la bohemia, de la amistad y del encuentro:

Contenida en una gota, la realidad labra
La cotidianidad. Entrando a la cantina,
En neón, el perfil y una frase, convidan
Con un espumoso vaso de cerveza;
Las paredes teñidas por el humo severo
De los asiduos usuarios que no restañan
El cigarrillo, hace imposible descifrar
El color, infundiendo recogimiento… (Ibidem, p, 188)

Los encuentros especiales en la novela Serafín también están insinuados en, al menos, dos poemas: “Not in service” de Los años iniciales en el vacío, 2001-2008 (2008) y “XXI” de Romance de la ciudad (2011). En el primero ocurre una visión del poeta William Butler Yeats en el metro de Nueva York, y la consabida sorpresa del poeta al verlo allí: “¿Qué hace el señor William / (…) // ¿Qué hace el señor Butler / (…) // ¿Qué hace el señor Yeats / Repitiendo su Sailing to Byzantium / En tantos vagones que cruzan New York? (Ibidem, p. 105). En el segundo, descubre en una cafetería de Medellín al escritor Lewis Carroll: “En el astor [sic] descubro a lewis carrol [sic] en compañía de un grupo de niñas comiendo helado de nata y fresas con crema, / que [sic] bien se ve, que [sic] divertido pasa entre sus amigas… (Ibidem, p. 52).
Estos dos encuentros a la distancia, aun como visiones o fantasías de la imaginación del poeta, preparan los encuentros de Serafín con varios escritores, los cuales serán fundamentales para la interpretación y encuentro de sentidos en esta novela. El lugar por excelencia para estos encuentros es El Café Azul, el cual se sugiere desde 1985 en el poema “En la ebria noche de lluvia” de Relatos del mundo o la mariposa incendiada, cuando dice: “Bicicleta reclinada contra la pared de la cantina azul / En su interior los ebrios danzan…” (Ibidem, p. 263).
Esta costumbre de Serafín cumple un programa casi ritual: partir al centro, recorrerlo, entrar en algún sitio de bebidas o comidas, encontrarse con alguien, dialogar, terminar el encuentro, salir y regresar. En otras palabras, a las reiteraciones del sentido de viaje ―callejeo, exploración, flânerie― y de viajero ―callejero, explorador, flâneur― se agrega el sentido esencial de encuentro ―con varios personajes reales o ficticios― que desemboca en una conclusión o cierre: un descubrimiento, una certeza o una convicción; cuando no, un diálogo que queda abierto. Este programa podría esquematizarse así: viajero → viaje → ciudad → bar (u otro) → encuentro → diálogo → conclusión.
En esta lectura me he propuesto indagar también el encuentro, una de las isotopías o campos de sentido reiterados en Serafín. Hay diversos tipos de encuentros y diversos posibles sentidos de ellos, cada vez más profundos. En el transcurso de sus continuos viajes al centro de la ciudad, Serafín dialoga con diversos personajes o los ve de lejos. Dichos encuentros, las distintas maneras como los personajes se presentan y se relacionan con Serafín, la frecuencia de algunos de ellos, los temas de sus diálogos, las consideraciones y monólogos de Serafín sobre ellos y sus obras, entre otras acciones o secuencias, reiteran, precisamente, este campo de sentido, el cual caracterizo en cuatro categorías menores y una categoría mayor que merece consideraciones aparte por su significación e importancia en esta obra.
Las categorías menores son:

Colegas y artistas

Son los que comparten la bohemia, la cultura, el arte o la literatura, como los poetas Amílcar Osorio, Rafael Patiño, Darío Lemos y Floriano Martins; el pintor y amigo Raúl Restrepo; los narradores Jaime Espinel y Humberto Navarro; el dramaturgo Bernardo Ángel; los escritores, editores y colegas Luis González, Luis Alfonso Vásquez, Édgar Piedrahíta, Nevardo Rodríguez y Hernando Salazar, entre otros. Con estos hay un nivel de relación frecuente, difuso en los diálogos, variado, sin mayores alcances significativos, pero que sostienen el ritmo de la vida bohemia, cultural y literaria del personaje central; en algunas ocasiones, la poesía es el tema de la conversación.

Amigos y amigas

De un lado, personajes que comparten su vida íntima: un “desconocido” (pp. 71-73), Onofre e Iván del bar La Boa. De otro, las mujeres de sus afectos: la “novia” de su juventud y a la que sin nombrar dedica el capítulo “La novia”, Claudia Helena, Pilar, María Isabel, Aydé, Lía, Ana y Luz Marley, quien se destaca como la compañera más fiel y leal, cómplice en la historia de su vida literaria e íntima. Estos personajes pertenecen más a la vida cotidiana, a sus costumbres, a su vida particular y a su intimidad afectiva, amorosa, erótica y personal.
Este tipo de encuentro abre un posible campo de sentido para explorar en la obra. Se trata del erotismo, tema que así no sea tan destacado en esta novela, sí es importante y vital. Los amores y las mujeres de los afectos de Serafín llegan y se van, aparecen evocados, pero solo Luz Marley, la mujer a quien el autor dedica el libro al lado de su Sombra, se destaca por la gran presencia y significación en la vida de Serafín, quien lo acompaña en muchos momentos y quien va con él en la escritura y en la vida cotidiana, como el narrador explica:
Desde la primera noche que pasaron juntos, ellos dos han cruzado por los hallazgos y las fracturas que provee el amor, por lo maravilloso y lo árido del amor. Han llorado, han reído en el umbral de sus fundaciones, en la intensidad de sus rupturas. En sus años juntos es mucho lo que Serafín ha aprehendido con ella. (p. 62)

Poetas ya muertos

En estos se diferencian dos subcategorías:

Poetas tutelares. Son poetas muertos en el tiempo de la narración. Con estos intercambia ideas o permanece cercano a ellos sin ningún diálogo. Estos encuentros ocurren siempre en El Café Azul, del cual dice el narrador: “A Serafín El Café Azul le producía una extrañeza que era de todo su gusto” (p. 26); “lugar de sus más gratos encuentros” (p. 92). Los encuentros suceden en el siguiente orden: 1) León de Greiff, Stéphane Mallarmé, Paul Valéry y José Lezama Lima (pp. 25-26); 2) Mallarmé y Valéry, a quienes Serafín ve en un sueño (p. 52); 3) Valéry, con quien se encuentra de nuevo y dialoga (“Valéry al timbal mallarmeano”, pp. 59-61), mientras observa a Elías Canetti sentado a pocas mesas; 4) Lezama Lima, con quien dialoga con más profundidad (“Vastedad de Lezama Lima”, pp. 90-93), mientras nuevamente ve a Elías Canetti en una mesa cercana, esta vez leyendo un periódico; 5) Canetti vuelve a aparecer en otra ocasión, y esta vez solo amaga saludar a Serafín al salir del café (p. 96); 6) Octavio Paz, con quien también dialoga intensamente (“Nocturno de San Idelfonso”, pp. 133-136); y 7) León de Greiff, a quien encuentra en el café, pero con quien no intercambia palabras, sino que se limita a monologar a partir de sus seudónimos o alter ego, de su aspecto y de su actitud, y solo recibe un intento de saludo cuando el poeta sale (“El Lelo De Greiff”, pp. 148-151), situación parecida a la que ocurre con Canetti.

Escritores y poetas evocados. Ellos son: Arthur Rimbaud y Paul Verlaine, sobre quienes hay un microrrelato fantástico-cómico en el capítulo “El galo de Titiribí” (pp. 35-38); Julio Herrera y Reissig, Vicente Huidobro, César Vallejo, César Moro, Aldo Pellegrini, Álvaro Mutis, Luis de Góngora, san Juan de la Cruz, Lawrence Durrell, Isaak Babel, León Pizano y Guillermo Carnero. Solo comenta algunas obras de san Juan de la Cruz, Huidobro, Mutis, Durrell, Carnero y Góngora.
Esta tercera categoría de encuentros se caracteriza por la profundidad, la complejidad, la diversidad y la unidad temática: solo se habla de poesía y lo que le es propio. Es decir, hay un nivel superior en estos encuentros respecto de los dos anteriores. Serafín se siente más a gusto, monologa y dialoga con algunos de ellos; se refiere a su obra, se confronta con esta como escritor; asimismo, se identifica o distingue de sus estilos, escuelas y temas, ahonda en estos, los relaciona y los interpreta; o, también, ante algunos se coloca en un plano de aprendizaje, de contradicción o de simpatía. En general, la admiración y la compenetración predominan en estos encuentros.

Personajes literarios: alter ego

Con estos dialoga sobre la vida, la poesía y la escritura. En esta categoría de personajes literarios identifico un encuentro más profundo y que marca una significación especial en esta obra, cual es la poesía como tema y como preocupación fundamental de Serafín en el transcurso de toda la historia; y la búsqueda de sí no solo en la poesía, sino, ante todo, en la vida y en la realidad que vive.
Los personajes más interesantes y poéticos de esta novela son alter ego de otros escritores, que salen de sus obras para tertuliar con Serafín. Ellos son: Altazor, personaje de Altazor o el viaje en paracaídas: Poema en VII cantos (1919) —título de la primera edición (1931)— del poeta creacionista chileno Vicente Huidobro (1893-1948), y con el que dialoga ampliamente sobre poesía. Y Andreas Andriakos, personaje de La canción del cantante y odaísta Andreas Andriakos (1989) del poeta nadaísta colombiano Alberto Escobar Ángel (1940-2007), con quien se sienta a tomar ron y de quien, en otra ocasión, lee una parte de su carta, la cual no termina ante la noticia de su suicidio. Se trata de encuentros ficticios, simbólicos y poéticos por lo que representan para el autor de la obra, que no para el narrador. Es decir, comprometen el yo lírico de Omar Castillo, quien, a la vez, se presenta en esta obra bajo el alter ego de Serafín.
Al principio de esta lectura se expusieron las connotaciones y los significados del serafín en las religiones y tradiciones cristiana y judía, como uno de los seres superiores más cercanos a la divinidad. En esta lectura me atrevo a interpretar a estos alter ego como seres superiores de la poesía, los cuales solo podrían coincidir en una obra literaria, nunca en la realidad. Esta posibilidad de encontrarse en esta altura de la poesía y de la interpretación tiene sentido por lo que cada uno encarna en la novela de Castillo.
Altazor es un personaje indescriptible, irreverente y contradictorio. Él se busca, viaja, trata de ubicarse y de posarse en la realidad, y vive por y en la poesía. En la obra de Huidobro no duda en identificarse: “Soy Altazor, el gran poeta” (Huidobro, 1983, p. 58); “Soy yo, Altazor, el doble de mí mismo… (…) el del ansia infinita” (Ibidem, p. 65); “eres tú, tú, el ángel caído / La caída eterna sobre la muerte” (Ibidem, p. 70); asimismo, se contradice: “Altazor desconfía de las palabras / Desconfía del ardid ceremonioso / Y de la poesía” (Ibidem, p. 80). En el canto III afirma, en consonancia con las sugerencias de Castillo en Serafín y en toda su poesía: “Mientras vivamos juguemos / El simple sport de los vocablos / De la pura palabra y nada más / Sin imagen limpia de joyas / (Las palabras tienen demasiada carga) / Un ritual de vocablos sin sombra / Juego de ángel allá en el infinito / Palabra por palabra / Con la luz propia de astro que un choque vuelve vivo” (Ibidem, p. 97). Estas ideas encuentran conexión con la actitud de Axofalas ―alter ego de Omar Castillo al que me refiero más adelante en un aparte especial― en la obra de Castillo, pues Altazor dice y reitera en cuatro ocasiones: “Yo soy el rey” (Ibidem, pp. 128-129); y Axofalas también afirma: “Soy un rey / ¿Acaso Axofalas? / Antiguo / Tan antiguo como el hombre” (Castillo, 2011, p. 215).
En el canto VI de la obra de Huidobro, Altazor insinúa tener algunas características del serafín de la tradición judía: serpiente alada, dorada y asociada con el fuego, que habita las alturas: “Señor cielo / cristal cielo / Y las llamas / y en mi reino /Ancla noche apoteosis / Anudado / la tormenta / Ancla cielo / sus raíces” (Huidobro, 1983, p. 134); “La medusa irreparable / Dirá espectro / Cristal seda / Olvidando la serpiente / Olvidando sus dos piernas / Sus dos ojos / Sus dos manos / Sus orejas / Aeronauta” (Ibidem, p. 135).
Como ser alado de la tradición cristiana, el serafín también se sugiere en La canción del cantante y odaísta Andreas Andriakos de Escobar cuando Andreas afirma: “Monologo mi salmo en un pequeño cuarto de una calle gris / ―solitario buceador, botella en un rincón― / en la tarde en que el ángel de la tempestad y el deseo ha venido a visitarme” (Escobar, 2008, p. 42). En el mismo contexto, Axofalas de Castillo dice: “Cruzo estrellas / Pateo la luna y la alejo de la tierra / Me molesta su luz // Llego al sol / Lo tomo con mi mano derecha / Lo hago montarse en mi anillo” (Castillo, 2011, p. 217).
Andreas Andriakos, como si estuviera viendo a Altazor en el espacio, dice: “Una sirena lastimando la boca del cantante / ―y tú suspendiéndote en el espacio / como un muerto a la deriva” (Escobar, 2008, p. 43). Y como para conectarse con el espíritu que anima al callejero poeta Serafín, canta: “El significado del canto mora mudo y, como el lomo de un libro, estoy parado en una esquina. / (…de dicción y de deseo ―como de incienso y ceniza― he de nutrirme, / el espíritu de la tarde otea en los andamios, / el ritmo de las cosas es la cadencia de un diptongo, / deambulo el vestíbulo de una frase, / canto sin tino el canto del cantante caduco, / del enamorado inocuo, del odaísta obvio)” (Ibidem, p. 44).
Desde 1985, en el poema “Vicente Huidobro” de Fundación y rupturas, Altazor se presenta en la poesía de Castillo: “Alado asombro que cruje cruzando el Atlántico / Oteando horizontes cuadrados a tiros de metralla / (…) Y ahora aferrado a la punta de la estrella lejana te presientes caer” (2011, p. 298). Asimismo, de nuevo aparece en esta novela: Serafín “como tantas otras veces decide caminar por esas calles y carreras del centro de la ciudad, ir buscando el misterio que en cualquier instante se produce en ellas” (p. 46). Después de “caminar moviéndose como quien es próximo de las aristas del tiempo para recoger un detalle en lo fugaz de una sonrisa, en las labraduras de una frase escuchada mientras espera el cambio del semáforo peatonal”, llega a El Café Azul donde lo espera el viajero Altazor, a quien había visto antes “entre los pliegues de un poema” (p. 47). Serafín ve esto como “un encuentro que sabía necesario para la confirmación de esos soliloquios tenidos en su infancia desde las ventanillas de los buses…” (p. 48).
En El Café Azul conversa con él y lo ve como un “personaje legendario”, “personaje de una épica poética” de un libro que Serafín interpreta como “un diario de viaje. Un viaje en cuyos pasajes y fisuras se vislumbra el naufragio de la humanidad” (p. 48). Altazor, escanciando el vino rojo y apropiándose de las palabras de su poeta creador Vicente Huidobro, le interpreta el viaje: “Vivir es asombrarse y para ello es necesario estar dispuesto al fracaso, entendiendo el fracaso como una decisión contraria a las concepciones que rigen las vías convencionales para una vida exitosa” (Ídem). Y va más allá al afirmar que la voz de Huidobro es su voz, es decir, de Altazor, para concluir: “mi ser en su caída, en su naufragio, no quiere ser rescatado, ni salvado para el regreso a una sociedad domesticada y usurera” (pp. 48-49). Altazor termina el encuentro explicando a Serafín ―más bien al lector de Serafín― en qué sentido se unen estos dos personajes literarios que se encuentran en un bar de ficción:

Los motivos que prevalecen en Vicente Huidobro son los de un descubridor, su condición humana es de precipicios y de aire. Él desciende de una estirpe iniciada en las estampidas del universo… (…) …y en su aventura yo fui un instante que le permitió descubrir un continente humano y verbal, las maneras y las formas de cómo habitar esos descubrimientos, él las dejó a quienes vienen tras él. (p. 49)

Andreas Andriakos es el alter ego que más frecuenta a Serafín. Esto ocurre, quizá, por la amistad que Omar Castillo tuvo con Alberto Escobar, el creador de Andreas Andriakos. El primer encuentro ocurre en el capítulo “En las grietas”. Serafín entra en el Café Philidor después de andar por las “grietas donde la realidad se pierde o se encuentra tras un golpe del azar” (p. 50). Luego de pedir un café, ve a Andreas Andriakos, con quien se sienta a tomar ron. Avanza la noche y la conversación “ha mudado hasta caer en sus temas sobre poesía, sobre los misterios que en sus vidas establece el lenguaje de la poesía” (p. 51). Andreas ha pretendido llegar al instante “cuando al ser humano le acaeciera su extravío fundamental”, llevar al poema “el eco fósil donde está contenido ese extravío”; y esto por medio del “instrumental necesario para la disección que es la escritura de un poema” (Ídem). Antes de salir del café, Andreas le dice a Serafín: “El poeta es un eyector del habla, él consigue que a través de ella cundan en cada tiempo las osadías de los apetitos humanos” (p. 52).
En otra ocasión, Serafín y Andreas Andriakos se encuentran en un salón de billares, donde Andreas, además de contarle sobre su relación erótico-afectiva con una judía en Nueva York, sigue desarrollando la idea de la disección: “A veces me descubro (…) examinando mis recuerdos como si fueran un cuerpo en una mesa de disección, un cuerpo cuya memoria se está disecando” (p. 66). Finalmente, en el capítulo “Carta de Andreas Andriakos” se narra que un primero de enero, tomándose un café en el centro de la ciudad, Serafín relee parte de una carta que le enviara Andreas el 21 de diciembre, en la cual le confiesa la contradicción que vive entre sus “rutinas laborales y lo azaroso que se abre creador [sic] a través de la poesía”. Le ratifica sus preocupaciones: “Inclusive he dudado de las palabras, de su escritura, y aun así no he podido renunciar a sus construcciones esclarecedoras, a su fabulosa capacidad de revelar la realidad y sus misterios” (p. 82).
En la introducción que Omar Castillo escribe al libro de poesía Estro estéril de Alberto Escobar, hay varias referencias al libro La canción del cantante y odaísta Andreas Andriakos. Entre otras ideas, viene al caso la explicación que hace de esta canción como una oda cantada que “se funda en un cuerpo a la espera de un rito próximo a celebrarse en su carne. El cuerpo, en la espera de su descomposición, se va convirtiendo en la geografía para el desenlace de una épica íntima” (Castillo, 2008, p. 7). Más adelante precisa: “Su escritura se funda en el cuerpo que se consume hecho palabra que interroga más allá de toda suma ontológica” (Ibidem, p. 8). Y esto es lo que se trasluce en los encuentros de Andreas con Serafín y lo que confiesa en su carta de despedida antes de quitarse la vida.
Los sentimientos de desolación de Serafín ante esta decisión dejan claro el efecto que esta va a tener en su escritura y en su vida. Paralelo a lo que hace Omar Castillo con la obra poética de Alberto Escobar, lo hace Serafín con la obra de Andriakos en la novela: “cumpliendo con lo pedido por Andreas, prepararé una edición de sus poemas. Después revisaré los otros textos conservados en ese confuso archivo que Andreas me confió”, en los que se evidencia la actitud de Andreas ante la propia poesía: “la desidia que reflejaban esos papeles desordenados, estropeados por el descuido, la humedad y la duda constante de Andreas Andriakos ante su propia escritura. Desidia encubierta en maneras de desprecio…” (p. 83).

Alter ego de sí mismo

Axofalas es el personaje de Relatos de Axofalas 1980-1991 (1991) del autor de Serafín, es decir, del poeta Omar Castillo. Axofalas tiene varios encuentros con Serafín, con quien este logra intimar más que con los otros alter ego. En el capítulo “Axofalas”, Serafín cree verlo, después de varios años, desde la plataforma en la estación del Metro del parque de Berrío; pero, a la vez, considera que no puede ser él porque “Axofalas era hombre de mar y muy raro habitante de ciudades como esta” (p. 19). Dicha sensación lo acompaña por un tramo hasta que, sentado en un bar, se remonta a otros días, cuando recién se iniciaba como callejero y, también, como poeta con sus primeros poemas publicados. En el parque de Bolívar, un desconocido le dice sentenciosas palabras: “Es difícil saberse asediado por una memoria que uno no identifica, sentir como esta nos escarba y nos revela manchas cuyos contenidos nos invaden de sensaciones y realidades inéditas, asombrosas y perturbadoras” (p. 20).
Así, este “encuentro con Axofalas fue para Serafín alcanzar una puerta tras la que todo ver resultaba caleidoscópico, azaroso en la magnitud de sus significados y misterios” (Ídem). Estos elementos que el narrador omnisciente percibe en Serafín pertenecen, con más precisión, al libro Relatos de Axofalas. Las palabras de Axofalas seguirán resonando en la cabeza de Serafín, sobre todo en la reiteración del significado de “manchas donde se mantiene lo aprehendido por ella [la mente] desde sus inicios en el tiempo” (p. 25). A ellas dedica el capítulo “Manchas memoriosas”, pues las palabras de Axofalas en el parque de Bolívar le quedan taladrando en el recuerdo a Serafín hasta llevarlo a una de las preguntas más oscuras desde su infancia: “Por qué yo… por qué yo…” (p. 43). Es decir, Axofalas lleva a Serafín a pensar en su ser, “en lo complejo y en lo sencillo de su vida, en el ver y participar de sus realidades, asumiéndolas como si fuera siempre la primera vez” (Ídem).
Este capítulo revela el sentido más profundo de este encuentro y de los dos anteriores con Altazor y Andreas Andriakos. Ahora se trata del significado de Axofalas en su vida, a quien considera como “un ser mítico curtido por lo coloquial de su extrañeza y por la otredad que envuelve su presencia” (p. 44). Y esto lo dice porque descubre que el encuentro con Axofalas en el parque es

El inicio de una metamorfosis mística dada por la penetración de la luz en las manchas de su memoria hasta entonces encriptadas, abriéndolas hacia los itinerarios del asombro que la luz esclarece. Ese encuentro iniciaba un súbito dado para la revelación de lo propio y de lo extraño a través de una conversación de largo aliento entre lo nítido y lo oscuro… (…) Hollar el suelo del asombro inmemorial, ir tras las huellas del misterio aventurándose por rocas de pieles secas que se exponen en un instante del tiempo engastado en las manchas de la memoria, en el incógnito que pace en una nube hecha piedra, tal es el eco de Axofalas en las entrañas cognoscitivas de Serafín, en el aliento íntimo de su cotidianidad. (Ídem)

Es tan importante Axofalas en esta novela, que al final vuelve a presentarse por tercera vez en el capítulo “Cicatrices del habla”. En este momento de la historia Serafín recuerda otro encuentro con Axofalas. Es la última vez que conversan, ahora en una banca del parque de Boston. El tema son las palabras, la otra búsqueda de Serafín en su viaje por la ciudad, por su poesía y por sí mismo. Hablan de las palabras, “de cómo estas se quedan gravitando en los pliegues de la ciudad como una sierpe fragmentada, una sierpe cuya cabeza parece perderse en lo invisible del tiempo” (p. 146). Este diálogo desemboca a la misma imagen de las manchas expuesta desde el primer encuentro, como si este acto se reiterara con el mismo tema, aunque ampliándolo, penetrándolo y desmenuzándolo hasta taladrar la mente de Serafín para convencerlo: “Serafín le contó del enigma que le significaban las palabras conservadas en la mente humana como manchas en cuyo silencioso decir, él creía posible encontrar el movimiento cognoscitivo de las historias humanas, de sus vivencias a través del tiempo” (Ídem).
Lo importante de este último encuentro entre los dos alter ego del autor Castillo, es que Serafín logra aclarar las inquietudes que desde la infancia lo perturbaban: “Estas palabras de Axofalas tocaron las manchas que desde su infancia Serafín escudriñaba en su mente” (p. 147). Este encuentro consigo mismo está relacionado con los anteriores encuentros, los del nivel más alto, es decir, de los alter ego. Sin embargo, desde una perspectiva de sentido más vital y trascendental para la obra y para Serafín, hay un grado más elevado en este, porque Serafín aclara y comprende las inquietudes y preocupaciones que alrededor del ser, de su ser, gravitaban en su mente desde la infancia. Es ahí donde se aclara el significado de las grietas, de las manchas, de las palabras en su vida.
Así que los últimos encuentros entre alter ego se pueden asimilar a los serafines como seres alados que solo pueden ver a la divinidad cara a cara; y a quienes solo pueden ver seres divinos. Por eso los serafines tienen seis alas: el par de abajo les cubre los pies como señal de humildad, el par de alas del medio les permite volar y las alas superiores les cubren el rostro que solo Dios puede ver (Isa 6: 2). Esta anagnórisis, es decir, este reconocimiento solo puede darse entre seres superiores, cuya existencia no puede ser transitoria, sino imperecedera. No es, pues, gratuito, que solo Altazor, Andreas Andriakos y Axofalas sean los seres que en la obra establecen diálogos profundos con Serafín, en los que hay una especial confrontación de ideas sobre el ser, el mundo, la poesía, el pensamiento y los sentimientos. Los cuatro provienen de la ficción literaria, son creaciones poéticas y a esta realidad vuelven.
Así que el privilegio de acercarse a los seres superiores o que solo estos puedan contemplar a otro ser superior se vuelve doblemente interesante en esta obra. De un lado, porque solo Serafín —incipiente poeta, callejero o flaneur— puede sentarse cara a cara con los poetas muertos que vuelven a la tierra a encontrarse con él en un bar de poca importancia y en el centro de una ciudad de poca importancia… Y de otro lado, solo a Serafín, alter ego de un poeta de una ciudad de poca importancia, le es dado el privilegio de sentarse a conversar y a compartir ideas trascendentales y tragos ordinarios con los alter ego, los “serafines” de la poesía, los únicos que tienen el privilegio de compartir las intimidades poéticas y sensitivas de los creadores literarios.

La poética de Omar Castillo

La poética es otro tema fundamental que desarrolla esta novela. Se trata de la arqueología de la poesía del personaje Serafín desde sus orígenes como lector-escritor. Esa poetización arranca desde sus sentimientos por la ciudad, la que describe y asocia con sus afectos, sus temores, sus ideas y sus sensaciones. La poesía llega a su vida desde muy temprano. Así, leyendo La subida del monte Carmelo de san Juan de la Cruz a los trece años, “ese libro lo agarró para siempre a la poesía y lo que es más, a la vida como decisión” (p. 96). Y a los catorce decide el camino, el compromiso y el oficio de poeta: “A sus catorce años, Serafín tomó esa decisión y desde entonces para él escribir es usar las palabras en las márgenes de un espejo vuelto imagen y semejanza del universo, espejo donde participa un origen del mundo y su entraña” (pp. 29-30). En su diálogo con el poeta Floriano Martins en el Hotel Nutibara, se pregunta Serafín como si estuviera anotando sus palabras en el mantel de la mesa:

¿Un sabor exquisito, un poema exquisito, un saber exquisito? ¿Una existencia exquisita? (…) Yo llegué a la literatura por necesidad, porque esta me permitía adentrarme en los interrogantes que desde muy temprano en mi vida me conmovieron y se convirtieron en el acicate de mi cotidianidad. Llegué a la literatura para poder pasar por el mundo asumiendo los sabores de su saber, no para quedarme en él como un busto de concreto… (pp. 84-85)

Dentro de la poética de Castillo es importante destacar dos tipos de relaciones entre los textos literarios. De un lado, la intertextualidad o la rica red de textos literarios, musicales, artísticos, históricos y culturales en general que guardan íntima relación con la novela Serafín. Estos se refieren a las preocupaciones y temas fundamentales del personaje y de su historia narrada, como son la poesía en sí, la escritura, las obras leídas, los gustos, la vida, el amor, la naturaleza, la ciudad y la relación con los demás seres humanos. Acá entrarían todas las referencias a otras obras y autores, a la música, a la escultura, a la arquitectura, a personajes de la vida real o de la ficción, todo esto mirado desde la perspectiva de textos que se leen o decodifican en el contexto de la trama de la historia. De otro lado, la intratextualidad o determinante presencia de referentes, ideas, frases o textos idénticos, personajes, motivos, preocupaciones y otros datos o expresiones que establecen la red de conexiones entre esta novela y toda la obra anterior del escritor Omar Castillo, como ya se ha visto en el transcurso de esta lectura.
Estas dos relaciones muestran la riqueza textual, contextual, intertextual y autónoma que tiene Serafín como unidad discursiva, como historia compacta, como texto original y como planeta de un universo literario que ha estado creando el autor Omar Castillo desde su primer poemario Garra de gorrión (1980)3. Los estrechos nexos de su obra con otros textos de la literatura y la cultura, así como con las obras literarias propias muestran, además, el compromiso del escritor con su trabajo, la dedicación y la búsqueda constante de un estilo, de un lenguaje y de un mundo literario propios. A esto se agrega que estas relaciones dan coherencia, consistencia y cohesión a toda su obra, la que va configurando un entramado original, denso, sólido e intrincado, pero que apunta siempre en la dirección de un sentido de la escritura, de una visión del mundo, de una sensibilidad y especial mirada de la condición humana, de un estilo y de una propuesta poético-narrativa única.

Coda

Para terminar, Serafín de Omar Castillo me sorprende por varios motivos: 1) desarrolla con amplitud y profundidad la figura del callejero en una ciudad mediana y convulsa, aunque llena de riqueza cultural, literaria y social, en una tradición literaria que no ha asumido a este personaje con la debida importancia que le da esta obra; 2) concentra los conflictos del personaje en su búsqueda personal y poética, en desafío a los usos y costumbres de una sociedad y una cultura centradas en el lucro y en la explotación comercial; 3) convoca a numerosos artistas, escritores, poetas, pensadores y amigos, cuyas obras palpitan en la ciudad, pero muchas desligadas de los afanes cotidianos de los habitantes que solo buscan subsistir; 4) resalta los nexos y los afectos familiares con la debida distancia por su íntima convicción de extrañeza y compromiso consigo mismo y la escritura literaria; 5) resalta la fidelidad a los amigos y a los amores, siempre en complicidad con la poesía, la vida y los avatares; 6) destaca las grietas, las fisuras, los relieves y las luces de una ciudad que vibra y, a la vez, se oscurece con frecuencia; 7) escribe con palabras llenas de naturalidad y poesía, en consonancia con su obra poética, y con la vitalidad y el juego que el habla popular logra al poner en jaque los estereotipos de un clasicismo en desuso; y 8) reúne las andanzas del personaje y los ritmos de la vida urbana con los diversos lenguajes de la cultura, esto es, la música, la literatura, la escultura, la arquitectura, el paisaje, las calles, los edificios, los parques, los cerros, los medios de transporte, la atmósfera y el clima en un texto, en un tejido de palabras y de imágenes que dan como resultado la poetización de la ciudad.

Óscar Castro García4

Medellín, 7 de octubre de 2022


Referencias

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  • Baudelaire, C. (1995b). Las flores del mal (Trad. C. Pujol). RBA Editores.
  • Castillo, O. (2008). El estro de Alberto Escobar Ángel. En Escobar A., A. Estro estéril (pp. 5-16). Ediciones Otras Palabras.
  • Castillo, O. (2011). Obra poética 2011-1980. Ediciones Pedal Fantasma.
  • Castillo, O. (2018). Tres peras en la planicie desierta. Los Lares Casa Editora.
  • Castillo, O. (2022). Serafín. Ambrosía Editores.
  • Escobar A., A. (2008). Estro estéril. Ediciones Otras Palabras.
  • Huidobro, V. (1983). Altazor. Temblor de cielo (2a ed.; pp. 53-138). Ediciones Cátedra.
  • Iglesia, A. M. (2018). El flâneur, historia de una conciencia crítica. Letra Global. https://cronicaglobal.elespanol.com/letraglobal/letras/letra-clasica/flaneur-conciencia-critica_147479_102.html
  • Poe, E. A. (s. f.). El hombre de la multitud. Ciudad Seva. https://ciudadseva.com/texto/el-hombre-de-la-multitud/
  • Revilla, F. (1990). Diccionario de iconografía. Ediciones Cátedra.
  • Villa G., K. (2020). Pasear con el paseante: Walter Benjamin, la pregunta por el flâneur y el sujeto del capitalismo. Tesis Psicológica, 15(2): 148-162. https://revistas.libertadores.edu.co/index.php/TesisPsicologica/article/view/1057/970

  1. Ver también definición y características de los serafines en https://ec.aciprensa.com/wiki/Seraf%C3%ADn ; https://definicion.de/serafin/ y https://es.wikipedia.org/wiki/Seraf%C3%ADn
  2. En adelante, al citar la obra Serafín de Omar Castillo, solo escribiré la página entre paréntesis; en los demás casos indicaré la fuente diferente.
  3. No puedo desaprovechar la ocasión de recordar que Omar Castillo me entregó este opúsculo una noche, en un bar de los que permitían reposar y disfrutar la bohemia y el mundo de la calle, cuando aún la ciudad era un remanso de nocturnidad. Vale precisar que en ese bar, hoy convertido en notaría, y en esa noche lo conocí como otro callejero a quien le gustaban la ciudad, la noche y la poesía; y que ya andaba por el mundo “molestando con esos papeles”, como nos dice un amigo común.
  4. Medellín, 1950. Profesor titular de la Universidad de Antioquia, jubilado desde 2008. Como escritor ha publicado, entre otros: la novela ¡Ah, mar amargo! (1997) y los libros de cuento Sola en esta nube (1984), No hay llamas, todo arde (1999), Cada instante de este sueño: Cuentos reunidos (1979-2015) (2017) y El viaje más corto (2017). Ganador de varios premios nacionales e internacionales de cuento, como el Premio único del VIII Concurso Latinoamericano de Cuento (Casa de la Cultura de Puebla, Gobierno del Estado de Puebla y el Instituto de Bellas Artes de México, 1979) con el cuento “Constancia” y el Premio único del III Concurso Nacional de Cuento Argemiro Pérez Patiño (Universidad de Medellín, Colombia, 1983) con el cuento “Sola en esta nube”.