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Lectores de grandes y pequeños tirajes. José María Espinasa

jose-maria-espinasaEsta es su tercera entrega de Pruebas de imprenta; el editor y poeta Espinasa expone el panorama editorial tras la pandemia para revisar el mundo de los libros y de la lectura, que no es lo mismo, pero es casi igual. ¿Quién vive de escribir y de publicar libros?

 

 

 

Pruebas de imprenta (3)
José María Espinasa

 

El efecto que ha tenido la pandemia en el terreno de la edición de libros en papel debería hacernos reflexionar sobre dos de los fetiches de la edición como comercio: el tiraje y la oportunidad. Empecemos por lo primero. Todo editor, incluso el más pequeño, los que hacen ediciones cartoneras o los que hacen ediciones numeradas de alto costo, sueñan con tener un libro de grandes ventas, los sellos de gran alcance con encontrarse con su bestseller al estilo de J. K Rowlings y su serie de Harry Potter, los micro editores con agotar en un mes sus quinientos ejemplares. Recuerdan aquella petición de los editores de Minuit cuando el éxito de El amante de Marguerite Duras: ¡Déjenos usar sus prensas para responder a la demanda! Todo el mercado del libro está diseñado para los grandes tirajes que, en una economía de escala y en un sistema diseñado para la venta masiva –librerías y grandes superficies, o portales tipo Amazon y similares- estaba encaminado a eso: el alto tiraje. La paradoja: en todo el mundo pululan –si me pongo cursi digo florecen– los proyectos micro, que subsisten sin superventas y que proponen otro sentido de la edición. Y la pandemia lo está trastocando todo.

         Para empezar las librerías tradicionales, ya con una existencia centenaria y cuyo esplendor ocurrió a mediados del siglo XX, fueron terriblemente golpeadas por el cierre sanitario. En otro lugar he dicho que ellas –la política que siguieron en nuestro país por treinta años largos: competencia desleal, guerra de descuentos, bloqueo a los libros con mayores exigencias, desatención a los géneros minoritarios, mal servicio- las hace culpables de lo que les sucedió y que si no hubiera sido la pandemia otra cosa habría producido la crisis: habían cavado su propia tumba con el desprecio al pequeño editor, la desatención ante el lector con mayores exigencias y la apuesta por una venta fácil y rápida.

         Habrá que tener esa discusión con calma y ver cómo se replantea su papel en una futura Prueba de imprenta. Pero ahora lo que me importa es el tiraje como fetiche. Con otros editores independientes he compartido la amarga experiencia de hacer un tiraje alto para nuestros estándares –digamos 5000 ejemplares- y fracasar en su proceso de venta, incluso si la atención de los medios y las librerías respondió al reto que le planteábamos, difundiéndolos y exhibiéndolos. El éxito de un gran tiraje escapa a las razones del libro que la chequera no entiende, no quiere entender. Más de un año de emergencia sanitaría ha puesto a las librerías tradicionales al borde del colapso y ni así se deciden a cambiar el modelo, siguen ofreciendo una enorme resistencia a aplicar modelos prácticos y fluidos en la exhibición del material y dejar que el lector decida qué libro se lleva.

         El problema es la apuesta por un poder que en nombre de una razón mercadotécnica aplica una lógica absurda: la librería quiere decidir la oferta y no deja que el editor la proponga, sino que la condiciona, copiando el modelo capitalista de que el punto de venta es lo esencial y no el productor. Si el campesino que produce maíz está en la miseria por la usura de los intermediarios, que viven mucho mejor situación, algo similar es lo que sucede con el libro. El control selectivo –¿en nombre de qué?– provoca que la industria editorial permanezca en estado de coma.

         El lector real es, sin embargo, constante: en tiempos de pandemia siguió comprando libros: por eso aumento no sólo la venta digital sino la física por mensajería. Una revisión de lo producido por los editores independientes, de ERA y Sexto Piso a los más pequeños, por su calidad y cantidad, haría pensar en un mercado boyante más que en una crisis, pero la magra exhibición en librerías ahoga ese proceso. Las grandes editoriales cuentan con sofisticadas estructuras de negociación con las librerías, pero incluso ellas han apostado por otras vías que escapan a los libreros: venta directa al lector, saldos en ferias, promociones de paquetes.

         Vuelvo a insistir en que no queda claro cuál será el horizonte de la edición literaria, pero es evidente que hay que replantearse muchas cosas. Y con ello vuelvo al tiraje. Hay que dejar atrás la sombra de los altos tirajes y los lectores masivos. Cada género y capacidad de producción y venta debe alcanzar un equilibrio. Una editorial de poesía debe encontrar la ecuación adecuada entre su número de lectores y su tiraje y sus circuitos de venta. Si la novela es el género reina es lógico que sea lo que más exhiban las librerías, pero si no ofrecen ensayo, cuento, poesía, teatro… venderán menos novelas. Son cosas que sabe un estudiante de economía de primer semestre, pero los gerentes y encargados de las librerías no. Ellos quieren ejercer un poder. Y lo ejercen, aunque maten a la gallina que ponía huevos comestibles en nombre de un hipotético e inexistente huevo de oro.

         Y esto nos lleva a otro asunto: el uso de las nuevas tecnologías en relación con el tiraje. La posibilidad de la edición bajo demanda parecía en teoría la panacea: hacer sólo los libros que se venden es un sueño de la eficiencia. Pero el problema es que no se venden. Ni uno. Hay algo que en la mentalidad del lector no se acomoda a esa modalidad. El comprador dice: quiero ese libro y el librero contesta: páguelo, vaya y tome un café, se lo tengo en media hora. Eso no ocurre –tal vez se toma el café, pero ni lo paga ni vuelve por él–. Lo que hay que reconstruir es el tejido lector que corresponde a esos libros. Es lo que ocurría en el pasado algunas veces con los libros vendidos por anticipado (por suscripción). Antonio Saborit vivió una experiencia notable con su Breve Fondo Editorial, con catálogo de sueño, pero creo que no pasó de los 10 títulos. Tal vez habría que volver a intentarlo.

         Esto nos lleva a un punto aún más crítico: el precio del libro. No hay mucho para donde hacerse: el libro es caro, y más si no puede recurrir al factor del alto tiraje que hace posible bajarlo. Lo que hay que hacer es aumentar su valor simbólico para que corresponda con el valor real y no nos parezca, porque es un parecer, caro. Ese valor simbólico se construye en el inconsciente colectivo. No voy a repetir aquí el daño que hizo el dicho del presidente Fox –"qué bueno que no sabe leer, así será usted más feliz"- justo después de anunciar una millonaria campaña de promoción a la lectura.

         Las distintas etapas del libro –derechos de autor, traducción, formación, diseño, corrección, impresión, papel, encuadernación– tienen unos parámetros que fija el mercado y que se ven amenazados en la situación actual por una usura industrial que se aprovecha de la problemática laboral que provoca la crisis.  Esa usura, que castiga el pago al trabajo profesional, más allá de las fluctuaciones según la calidad, es, junto a la desaparición de muchas librerías la mayor amenaza al libro bien hecho. Devaluar el salario trae un descenso en la calidad. Y sí, los libros malhechos se venden todavía menos que los bien hechos. Traductores con un tabulador de miseria, autores que regalan sus derechos con tal de verse publicados, imprentas que sacrifican todo en nombre de la maquila, encuadernadoras que no cuidan sus acabados, distribuidores que no pagan a sus distribuidos, librerías que hacen todo lo posible por ahorcar a los participantes en la cadena productiva… El gobierno en la quiebra económica en lo que se refiere a la cultura –otras prioridades reclaman su atención- y la iniciativa privada que desentiende de la cultura, y por lo tanto del libro.

         Un panorama poco alentador al que tal vez habría que aplicar una estrategia inversa: hacer tirajes menores y tener precios más altos. Suena a otra versión, apenas heroica, del suicidio. Y sin embargo… No sé si recuerdan que hace unos diez años la editorial Franco María Ricci, de las más hermosas del orbe, cambió su modelo y editó un libro enorme, si no recuerdo mal un catálogo razonado de la pintura de Leonardo, ¡con diez ejemplares de tiraje! Por cierto, el fundador del sello murió a finales de 2020. En México los libros de El Taller Martín Pescador, con un promedio de 100 ejemplares, se cotizan en precios muy altos. En todo caso es evidente que el tiraje y el precio dibujan una ecuación perversa.

         Volvamos ahora a la edición bajo demanda: pienso que ha sido desechada demasiado rápidamente sin darle tiempo a que se construya un hábito en torno suyo. Y ese hábito encuentra su punto de inflexión en el lector. En realidad todo lo dicho anteriormente sobre los problemas del libro, tiene que ver con la actitud del lector: si no les gusta leer, si no busca los libros, en papel o en digital, viejos o nuevos, deja de ser lector. Esa es, según me dicen, una alarmante tendencia estadística entre los jóvenes nativos digitales. Por ejemplo: el único paliativo a la mala política de las librerías es, en este momento, Mercado libre (es la librería mejor surtida). Pero no es fácil conocer estadísticas que muestren su éxito o su fracaso. Lo que es evidente es que ese tipo de portales tienden a darle un tratamiento a los productos que venden, y por lo tanto a los libros, como producto único. Son la antítesis de una política de amplio tiraje.

 

Aquí:
Pruebas de imprenta (1)
Pruebas de imprenta (2)