El dolor, el silencio, la esperanza:
Entrevista con Javier Sicilia |
José Ángel Leyva

Con el libro Vestigios (2013), el poeta Javier Sicilia anunció su retiro de la escritura de poemas. Esta conversación tuvo lugar días antes de ese acto de despedida, en el que dicho libro contiene el sufrimiento no sólo por la muerte del hijo, sino ante la impunidad y la corrupción que dominaban y dominan en la sociedad mexicana, víctima y victimaria del porvenir de cientos de miles de personas. Sicilia ya había apuntado lo que años más tarde vinieron a confirmar diversas instituciones, en este país hay un 98 por ciento de impunidad contra sólo un dos por ciento de justicia. El punto más doloroso de la realidad es el desgarramiento del tejido cultural que abona la conducta insolidaria, la indolencia, la indiferencia ante la tragedia y el drama del otro. El otro, que es uno mismo.

Javier Sicilia, poeta, narrador, guionista, ensayista, periodista y activista de los derechos humanos, es uno de los pilares de la poesía mística cristiana en México. Tras el asesinato de su hijo, Javier saltó a la fama internacional de manera involuntaria y dramática, pero sin duda ya tenía un sitio relevante en las letras de su país, en donde obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, el más importante que se obtiene por el concurso de un libro. El título del suyo es: Tríptico del desierto. Comenzamos.

Ya anunciaste la aparición de tu último poemario, Vestigios, dedicado a la memoria de tu hijo, y con éste afirmas la renuncia total a la escritura de poemas — ¿también de la poesía?–¿Se puede y se debe callar esa voz que has afirmado es un don divino, sobre todo en la concepción de un poeta cristiano, místico?

Renunciar a la poesía es imposible. No es un oficio. Es una gracia, un don, a veces, como en mi caso terrible –ese poemario, que cierra con el poema a mi Juanelo, había sido terminado antes de su asesinato y llevaba por título una palabra espantosa en su premonición, Los restos–. Uno sigue sintiendo, mirando, escuchando como un poeta, y expresando ese don de muchas y variadas formas. A lo que he renunciado con Vestigios es a su ejercicio en el poema, el más sagrado de los lenguajes.

¿No es en la conciencia del dolor, en la lucidez de la situación efímera del hombre que nace el poeta? ¿cómo puede entonces morir con la misma lucidez su necesidad expresiva, su vocación, su designio, su causa? ¿Qué pasará si la memoria del dolor te empuja a la escritura, será un acto anónimo, lo harías público, existen esas posibilidades?

Son preguntas muy difíciles. Pero trataré en lo posible de responderlas. Yo provengo de una tradición donde la palabra es sagrada. Dios crea el mundo mediante ella y le otorga al hombre ese don para continuar la creación del mundo. Nombrar las cosas es, de alguna forma, crearlas. “El mundo –decía sabiamente Octavio Paz— está hecho de palabras”. Esa tradición dice algo más: que esa palabra es una persona que se encarnó en un momento de la historia y nos reveló que todo ser humano es presencia de Dios, su imagen y su semejanza, su umbral, su icono. Esta palabra, el icono, tan manoseada, tan vaciada de sentido, es un buen análogo. El icono, en la tradición cristiana oriental, no es una pintura. Es un umbral. Está hecho para la contemplación, para penetrar en el misterio y tocar a aquel que sólo puede saciar nuestra sed de absoluto, la dolorosa conciencia de nuestra finitud. El Cristo resucitado y los santos, que son su presencia, su imagen y su semejanza, en la tierra, es decir, para usar una terminología griega, los prototipos del tipos que es invisible e inefable, son por lo mismo umbrales que nos permiten pasar del acá al allá. Los místicos de esa tradición dicen que para poder ver un icono hay que arrodillarse frente a él y contemplarlo. Llega un momento en que las figuras empiezan a vibrar y repentinamente se entra en el misterio, en su silenciosa e inefable profundidad. Toda palabra verdadera y todo ser humano son iconos de Dios. Cuando asesinaron a mi hijo, el icono se borró y quedé, como en uno de esos iconos negros de Rothko, que se encuentran en la capilla que lleva su nombre, en Huston, ante el vacío, ante el silencio, ante al abismo sin mediación. Cuando se llega allí, no hay palabra sagrada ni siquiera la del poema que alcance a refundar el sentido. Lo supo Paul Celan, cuya obra es en realidad un balbuceo inarticulado, el gemido de un moribundo que trata desesperadamente, en medio de la oscuridad de devolverle sus significados, su palabra al mundo. Yo no tengo la grandeza de Cela y no sé si algún día vuelva a escribir poesía. Por ahora, como lo digo en el poema a mi hijo con el que cierro mi obra poética, “El mundo ya no es digno de la Palabra”; estoy delante de la fosa del Viernes Santo, aguardando como San Juan, como María, como Job. Lo único que sé es que allí, en ese abismo, no puedo dejar de amar. Eso es ahora para mí la poesía. Un silencio lleno de dolor y de amor, abierto a la esperanza.

No sólo eres poeta, escribes novela, guion cinematográfico, ensayo, artículos periodísticos ¿sacrificas sólo la poesía, la escritura literaria o la escritura en general? ¿Por qué eliges la poesía para guardar silencio, para hacer ese voto? ¿No es la poesía la esperanza de cambiar, de iluminar el corazón del hombre?

Continúo escribiendo mis artículos en Proceso y La Jornada y trato de escribir una novela autobiográfica. No sé si la logre. Pero es lo único que por ahora puedo, en el orden de la literatura, hacer. En cuanto al poema, se colocó del lado del silencio, que es el lugar de donde brota la palabra y donde concluye. Mi silencio es mi poesía. Y desde él me leo en los otros poetas que hablan por mí, como otros que oran cada día lo hacen también por mí. Lo que agradezco profundamente. No se puede vivir sin el amor de los otros. Por lo demás, trato en mis actos y en otras formas del lenguaje de encarnar lo que ya no puedo decir por la palabra del poema.

Cioran afirmaba que se había refugiado en la música y en particular en Bach, buscó en la poesía, pero abandonó todo esfuerzo espiritual al convencerse de la imperfección de la Naturaleza que dio lugar a su propio destructor, el hombre. ¿Hay en ti esa misma carga de escepticismo? ¿esa certeza de que la humanidad es irremediable?

Siempre he sido escéptico en cuanto al hombre en la historia. Somos poca cosa. Mira el Auschwitz, el gran rastro de seres humanos, en el que se ha convertido México, y detrás de él los horrores de las juntas militares, la Alemania nazi, los Gulag, Hiroshima y Nagasaki y la miseria que siembra hoy el dinero. Tengo, sin embargo, a diferencia de Cioran, a quien no estimo porque en el fondo no es un escéptico, sino un nihilista, en los gestos amorosos de algunos seres humanos, esos gestos pobres, simples, frente a las desmesuras del mundo, que son presencias de Dios en la irremediable fractura de la historia, presencia del Reino, del ya, pero todavía no, y en Dios mismo que nos rescata siempre después de ella. Dios responde, como lo hizo con su hijo después de la historia que nos pertenece sólo a nosotros. Quizá por eso, el signo que más amo es el del cirio pascual que en lo más denso de la noche del domingo de resurrección se enciende, como el amor, para que las tinieblas de la historia no sean absolutas.

El poeta, ese Diosecillo que señalaba Huidobro en su testamento lírico, ¿cómo figura en tu obra antes de reconocerse como mística, cómo ya encaminada de lleno por esa búsqueda y cómo ahora que tu ego –¿o tu supergo?– dicta el fin de su palabra?

Nunca he creído que el poeta sea un diosecillo. Es una vanidad que nunca he compartido. Es simplemente alguien por el que habla la voz profunda de la tribu humana, una gracia, una gratuidad, a veces, como en el caso de los profetas, de los poetas del mundo hebreo, difícil de llevar. Llega un día en que el poeta tiene que aprender a callar porque el lenguaje de su época, del que se alimenta, está degradado por el crimen, por el vacío de los medios de comunicación, la imbecilidad política y la corrupción del esqueleto moral de una nación. En este sentido, mi silencio no es un acto de mi ego o de mi super yo, de la culpa, es simplemente un acto de dignidad, de respeto a la sacralidad de la palabra que ha sido degradada. Muchos poetas, que han sondeado los abismos, lo han hecho, como San Juan de la Cruz, Hölderlin, Rimbaud, Celan, Broch, para hablar de los más conocidos.

¿No fue una motivación familiar, también dolorosa, la que incentivó tu creatividad poética y la empujó por el camino del misticismo? ¿cómo fue eso?

Mi experiencia de Dios siempre ha estado en mí desde la infancia. Fue mi padre, que era poeta y comprendía profundamente el Evangelio, quien me dio las herramientas para poder intentar decir algo, aunque sea muy pobre, de esa experiencia. Esa experiencia de Dios es la que me ha permitido mantenerme en pie, abrazado al amor que es la fuente misma de la poesía.

¿Qué te une y te distancia, qué has aprendido de poetas místicos como Lanza del Vasto, Fray Luis de León, Ezra de Gerona, Hildegarda de Vingen, Rabindranath Tagore, San Juan, Santa Teresa? Por mencionar algunos que representan diversas religiones, entre los que domina, claro, el cristianismo.

No me distancia nada. Estoy unido a ellos en la misma experiencia que fundó sus vidas y su decir: el amor.

Los poetas con posiciones políticas definidas, militancias y activismos sin reservas, se cuidan mucho de que la ideología no imponga su marca en sus letras, de que la consigna no constriña su voz, ¿de qué se cuida un poeta místico a la hora de hacer su poesía?

De lo mismo. La religión, que es la mediación, la matriz lingüística donde la experiencia de lo inefable en un místico abreva, está contaminada de ideología y el místico tiene que trasegar mucho para que no contamine su decir. San Juan de la Cruz es grande cuando compone sus tres mayores poemas: “El cántico espiritual”; “La noche oscura” y “La llama de amor viva”. No lo es en sus otros poemas donde el lenguaje religioso, contaminado de ideología, aparece. Lo mismo, para hablar de un poeta comunista, puede decirse de Neruda: el mayor Neruda, el que supo comprender la sustancia no ideológica del comunismo, es el de Las odas elementales, y no el de El canto general.

¿Cuáles son los poetas místicos que conociste primero y te atrajeron y cuáles son los que has descubierto a lo largo de tu vida que tienen un significado especial para ti como poetas y como personajes?

San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Concha Urquiza, los profetas hebreos, Paul Celan, Kabir, Gandhi, Dostoievski, fueron los primeros místicos que leí. Después llegaron Lanza del Vasto y varios otros como el Maestro Eckhart, Iván Illich, Simon Weil, Dietrich Bonhoeffer, Etty Hillesung, Andrei Tarkovski, Thomas Merton, para hablar sólo de algunos que amo y me han enseñado mucho.

Alfredo Placencia, sacerdote y poeta mexicano, escribió una poesía que se sale de ese diálogo amoroso y contemplativo con Dios, para mostrarse como un poeta que inquiere y confronta ¿qué opinas de él y de su obra, te identificas con él de algún modo?

Siempre he admirado al padre Placencia. Yo no diría que no es un poeta amoroso. Lo es y a profundidades poco exploradas. Sólo se confronta con un lenguaje tan preciso, tan lleno de ternura, a quien se ama inmensamente, y Plascencia lo hizo con Dios como nadie más en México se ha atrevido a hacerlo.

Fuiste de una generación rebelde, idealista, utópica, revolucionaria. Tu padre fue poeta ¿nunca sentiste conflicto generacional, impulso de marcar la diferencia con él, con tus tutores?

No. En realidad creo que no se puede ser un verdadero rebelde si no se construye desde la Tradición que nos viene siempre del pasado, de aquellos que prepararon un mundo para nosotros. Mi padre lo preparó para mí, heredándome lo que aprendió y lo que otros, que venían de un ayer más lejano, le heredaron a él también. Nada hay que valga la pena que no venga y se alimente de la Tradición, del espejo del pasado, de la vida. Albert Camus, no un místico, pero una inmensa conciencia moral y el escritor que más amo, incluso sobre muchos místicos, tuvo que buscar en la pobreza de su infancia las dos o tres lecciones que le dio su padre al que no conoció, porque murió en la primera guerra mundial, para convertirse en el gran rebelde que fue. Mi Juanelo, en la brevedad de su vida, también aprendió esas lecciones. Era lo que Camus llama un justo. Siempre lo fue y me llenaba de admiración y de orgullo. Cuando lo asesinaron iba en ayuda de sus amigos, iba, con esa hermosa virtud que se llama la lealtad y la justicia, que vienen de la larga tradición de lo humano, a tratar de hacer la paz frente a imbéciles, frente a seres desgajados de lo humano.

¿Cómo asociarías tu infancia con el descubrimiento de la poesía?

Fue allí, en el amor y la voz de mi padre y en la liturgia de la Iglesia, de las que está llena mi infancia, donde la encontré y se quedó para siempre en mí.

Por último, ¿recuerdas el momento o los momentos en que tuviste conciencia y convicción de que eras poeta y cuál era tu papel en esta vida?

No. Nunca recordamos cuando comenzamos a respirar.