Cabeza devorada:
David Cortés Cabán

Sobre Cabeza devorada, de Antonio Correa Losada:
Visión del tiempo en tres poemas

Los días pasan y caen
A.C.L.

El concepto del tiempo es uno de los temas fundamentales del libro Cabeza devorada del poeta Antonio Correa Losada (Colombia, 1950), junto a otros motivos que configuran la estructura de los textos: el amor, la realidad cotidiana y la escritura misma como autoexploración del yo frente al tiempo. En este sentido, el poeta y crítico colombiano Ramón Cote Baraibar hace una importante observación sobre los motivos que particularizan estas composiciones. He aquí sus palabras: «Este libro es un acto de valentía, de un poeta que ve en el pasado destrucciones, de quien mira cómo está hecho el tiempo y qué ha hecho el tiempo en él, del amor y sus estragos, de quien constata que en la ruina está también una nueva forma de belleza. Esta es su propuesta, su entrada a otra edad, a su otredad» (15). Hablemos, pues, del tiempo y de cómo anexa voluntaria o involuntariamente los contextos poéticos y la hondura humana del libro. Veamos cómo el peso del tiempo es angustiosa experiencia que pasa convirtiendo el amor y la cotidianidad de la vida en profundas impresiones fugaces. Fijémonos en el «Poema de la mujer que pasa» (24):

I
El aire cubre a la mujer desnuda y del cielo caen cintas
de láudano

Palabras sigilosas lleva a la mujer que flota y deja una
fragancia que abate la corrupción del tiempo

II

Un animal frágil sacude la naturaleza Su sensación
líquida fugaz La cuerda floja de los años La pasión
cruel La herida que esconde otra herida

Y la ilusión de apretar una mano.

Leemos el poema. Pasamos por una realidad concreta y abstracta. Lo que ocurre podría ser real, pero el ambiente del poema se proyecta sobre un paisaje cuya levedad intenta retener el cuerpo de la mujer que desaparece. Somos conscientes de que caminamos por un poema de imágenes que se superponen reflejando no lo que retiene la mirada, sino lo que se desvanece en la naturaleza misma del lenguaje. Es decir, de esa emoción que nos interpela desde el fondo del poema y que quizás nunca lleguemos a conocer plenamente. No me refiero a la realidad de las cosas que rodean al poeta, sino a otra realidad en la que queremos ubicarnos para mirar lo que realmente acontece. En otras palabras, para ser testigos de lo que allí ocurre, para escuchar la voz que lo contiene. En este caso, para intuir lo que el poema oculta, no lo que dice. En efecto, lo que dice es probablemente todo lo contrario de lo que refleja. Tendríamos que situarnos en el centro del texto para ir mirando los logros y fracasos del corazón en un lenguaje cuya visión interpretativa trasciende nuestra propia realidad. Y es que no hay explicaciones, en la poesía no hay que darlas. No hay juicios, seguimos intuitivamente hasta el final. He aquí algunos elementos del poema: «aire», «fragancia», «tiempo», «ilusión»; y, luego: «mujer», «cintas», «palabras», «animal», «herida», «mano». Lo abstracto contra lo material, lo que palpamos contra lo que se abre camino en liviandad y se fuga en el tiempo. ¿A dónde ha ido la mujer que pasa? ¿Cuál es la sensación? ¿Cómo es la herida? Las claves del poema nos dejan con la impresión de que aún, después de la lectura, algo sigue oculto en su recinto: no sabemos quién es la mujer desnuda, qué esconde la herida, cuál es la ilusión. Y es que para el poeta Correa Losada la realidad está hecha de múltiples experiencias fugaces, por eso el poema de la mujer que pasa conlleva su propia perspectiva de la vida. Sabemos acaso cuáles son las «palabras sigilosas que lleva la mujer que flota y deja una /fragancia…» No lo sabemos. Lo que intuimos es solo silencio, la presencia de un ser que imaginamos, la «ilusión de apretar una mano» para que la ternura repose silenciosa sobre el cuerpo. Baste este sentimiento para saber que estamos ante un poeta que comprende que la vida se impregna de actos dolorosos, que es también la experiencia de un vivir que pasa como una sucesión de imágenes en la niebla del tiempo.

Al anochecer un espíritu sin nombre danza y oscila
sin intensidad Despierta y altera la tranquilidad
del cuerpo Desnuda las cosas y las vuelve
exageradamente grandes crueles Se escuchan las
ofensas los zarpazos del tiempo Llevo una caja
de porcelanas que chocan entre sí mientras alguien
susurra: Llegamos para vivir no para permanecer.

(«Porcelanas», 37)

Después de leer el poema, probablemente pensemos en la desnudez de las cosas. Lo que habita en el tiempo que nos consume. Lo que entra despiadadamente en las faenas de la cotidianidad y pone a prueba lo que sentimos, y lo que pasa silenciosamente por nuestro ser vinculándonos con la realidad temporal de las cosas: lo impreciso, lo que afecta cada emoción y perdura ocultamente en cada experiencia humana. Por eso, lo que dice el poema es conmovedor y profundo a la vez. El verso final (Llegamos para vivir no para permanecer) nos da la total perspectiva de ese instante en el que intentamos reconocer la esencia de las cosas que se extinguen. Sentimos la profundidad del anochecer, sentimos la danza y su intensidad, pero ¿qué sucede con el espíritu? ¿y la tranquilidad? Interpretamos y comprendemos la tranquilidad del cuerpo, la desnudez en la grandeza de la noche, pero ¿cómo definir los zarpazos del tiempo? El lenguaje va delineando un mapa de íntimas revelaciones que nos hace pensar en nuestra fragilidad, representada simbólicamente en las «cajas de porcelanas». En ellas subyace parte de esa realidad oculta y de ese hablante herido por «los zarpazos del tiempo». Perdura, sin embargo, el conocimiento de vivir el instante porque el poeta sabe que nada le pertenece, que su andar sobre la tierra dibuja la certeza de su muerte. Y se mueve dejando ver aquí y allá un poco de su ser en ese camino de palabras relampagueantes que brotan de su corazón para decirnos: Llegamos para vivir no para permanecer.

Somos la desaparición lenta de la vida Lo que
que acabamos de hacer es bruma que avanza hasta
perderse Algo en su configuración se difumina
aunque tratemos en vano que retorne Un aire cálido
turbio indiferente cava su permanencia alrededor
del cuerpo que se extingue

Fragmentos salpican el tiempo inalterable.
(«El aire», 58)

El poema nos traslada a dos planos poéticos. El primer plano nos coloca dentro de la realidad inmediata del hablante; el segundo, en un contexto más brumoso donde todo se desliza como en un sueño. Captamos la imagen de las cosas, pero conforme nos acercamos parecen diluirse en el tiempo. Lo que dice el primer verso «Somos la desaparición lenta de la vida» nos sumerge en el ámbito de otra realidad, esa que nos limita y nos enfrenta con un yo traspasado por la incertidumbre de la vida. Todo aquí parece estar hecho de sucesos fugaces como para que descifremos cuál será la próxima escena, o cuál será el sentido de referencia que proyecta. El poeta nos sitúa frente a las cosas que se desprenden de la mirada para dejarnos con la impresión del instante. La vida parece ser el vuelo de un pájaro que va dejando sobre el paisaje una vaga impresión. No hay nada permanente a qué atenernos. Solo lo inmediato es real. Las cosas a las que nos aferramos pasan como el sonido del viento entre los árboles.
Nos acercamos al texto. Miramos atentamente. Imaginamos la escena. Según el primer verso, somos lo que desaparece. Esta visión de la existencia se extingue y deja una emoción desoladora en el corazón, como si de pronto abriéramos una ventana y escapara un pájaro de luz. Pero el poeta va apuntalando pequeñas claves con las que quiere hacernos ver cómo pasa el tiempo, ese paisaje construido sobre realidades que se superponen dejando un sentimiento extraño en el lector. Quizás por eso las cosas nunca son las mismas. La vida está llena de impresiones y momentos furtivos. Pero en el fondo no hay apariencias. Las apariencias son engañosas, no pueden establecer contacto con lo real. Tampoco tienen cabida en esta poesía. Por eso en la travesía de estos versos asistimos a la experiencia íntima de lo inmediato, lo que acontece y cambia: «Lo que / acabamos de hacer es bruma que avanza hasta / perderse», dice. Pero lo que «avanza» adquiere siempre otras connotaciones. Lo que acontece se «difumina» en el aire como una nube que pasa o como un cuerpo que se aleja. Esta apreciación de la vida dibuja también el estilo personal de este poeta. Su prosa poética recorta sobre el horizonte de la vida lo vivido y lo perdido en el tiempo, como subraya el verso: «Fragmentos salpican el tiempo inalterable». Y es que en el fondo nunca sabremos lo que nos depara el final y aunque nos inclinemos sobre el cuerpo amado, no es posible regresar pues «Lo que / acabamos de hacer es bruma que avanza hasta / perderse».

Nueva York
Verano, 2023