Reflexiones y poemas :
Hugo Mujica

LA NACIENTE

 

Sea que un dios creó al hombre a su imagen y semejanza o el hombre imaginó a ese dios a semejanza suya, lo cierto es que cuando el ser humano comenzó a contarse el inicio del mundo en el que se encontró viviendo, dio como atributo primordial a ese dios el ser creador, dijo, intuyó, que crear es el acto más inicial que un humano o un dios puede realizar, o el acto en que uno y otro son un mismo acontecer, una misma fecundidad.

Siempre que escribo —que es mi forma de crear—, descubro, o quizá inauguro, algo de mí, de mí o de todos, como si el saber, el entender e incluso el obrar, no fuesen la inmediata relación que puedo establecer con mi ser o con mi nada; como si el crear me enseñara también eso: que crear es más originario que saber, más abismal que comprender, más definitivo que actuar.

Lo que busco decir, lo que busco pensar poéticamente o poetizar pensativamente, es que el acto creador, en él y con él, volvemos a revivir el evento más originario y revelador que cada uno de nosotros vivió: el haber nacido, el instante sin sombra ni memoria en que sin estar nos recibimos, el instante creador que al recibirlo nos hizo comenzar a ser.

Cada acto creador nos sitúa en ese allí que no es lugar: en la nada desde la que todo llega, en la escucha de lo que adviene buscando un nombre que le nombre en su ser. Sin duda por esto mismo que una y otra vez, en el escribir de estas páginas, me encontraba homologando el crear con el nacer, el seguir creando con el continuar naciendo…

Intuyo que en la relación cara a cara, o desnudez a desnudez, con el ser de la existencia, la creatividad es la relación más decisiva, tan decisiva, que no podemos disponer de ella, tan decisiva que es gratuidad y don. Quizá, y finalmente, porque crear no es una manera de comprendernos, es la manera más radical de dejarnos crear.

 


Poiesis

 

Ciegos son los pensamientos
del hombre cuando busca
el camino con ingenios
del intelecto sin escuchar
a las Musas

Píndaro

I

Jamás un dios griego ha hablado de sí ni por sí mismo. Tampoco ningún dogma anuncia y fija la identidad de esas deidades, ninguna «Sagrada Escritura» registra su génesis o sus gestas ni anuncian lo que sobre ellos es necesario saber y creer para nuestra salvación. Ni un Moisés ni un Mahoma los han revelado y, no obstante, Grecia recibió el anuncio de sus dioses. Grecia recibió y vivenció a sus dioses, los palpitó como quizá ninguna otra cultura lo haya hecho antes ni después. Grecia vivió sumergida y hasta subsumida en lo numinoso, en lo Sagrado.

La Grecia arcaica acogió simple, y por tanto radicalmente, la manifestación del Ser, del ser de todo lo que es y en lo cual todo es. La religión griega, en la época presocrática que aquí nos ocupa, es, entitativamente, religión de la realidad, de la realidad como acontecer. Lo divino es lo natural, es la Naturaleza: la Phusis. El hombre griego tuvo el privilegio de vivir tan naturalmente que nada natural prescindía de la presencia de sus dioses y, sin ellos, nada le parecía natural. «Todo está lleno de dioses», leemos en Thales de Mileto. Nada en Grecia fue pro-fano, nada estuvo fuera-del-templo, Grecia entera, toda ella, fue templo de dioses.

Sus dioses, acabamos de decir, jamás han hablado de sí y así lo atestigua el célebre «Himno a Zeus» con que Píndaro trata de honrar al «Señor del fuego celeste», al padre de los dioses; el poema que, aunque perdido, conocemos en parte gracias a los fragmentos transmitidos por Filón de Alejandría:

Una vez consumada la creación, Zeus preguntó a los dioses que se hallaban sumidos en silenciosa admiración, si creían que algo faltaba a su obra para alcanzar la perfección. Los dioses respondieron que, en verdad, algo faltaba: una voz divina para laudar y manifestar tanta magnificencia y le rogaron que, para ello, engendrara a las Musas…
El padre de todo escuchó la petición y, habiendo aprobado el pedido, creó el linaje de las cantoras llenas de armonía, nacidas de una de las potencias que le rodeaban: la virgen Mnemosyné, a quien el vulgo llama Memoria.

En el Panteón griego vemos figurar una divinidad que ostenta como identidad lo que para nosotros parece una mera función psicológica: la memoria. La diosa que precederá y gestará la amplia mitología sobre la reminiscencia en la Grecia arcaica.

Mnemosyné, la «Reina de las praderas de Aletheia», la «Memoria religiosa», es, según la Teogonía de Hesíodo, una de las divinidades del mundo titánico, hija del Cielo y la Tierra, de lo celeste y lo arcaico, quien se unió con Zeus durante nueve noches, las nueve noches que fueron engendradas las nuevas Musas: Clío, Euterpe, Melpómene, Terpsícore, Erato, Polimnia, Talía, Urania y Calíope. De esta última, a la que Hesíodo llama la más excelsa de las Musas, nació Orfeo, padre e icono de rapsodas y poetas, buceador de sombras, cantor de ausencias.

Lo creado se muestra, en el «Himno» citado, como inconcluso, como inacabado, hasta no ser manifestado, hasta no ser manifestación. Su manifestación será y cumplirá la plenitud de su ser, el ser de su plenitud, será su aparecer, su Aletheia, la Verdad que aparece, que es, en primer lugar palabra, canto, celebración…

Expresar la expresión del Ser será la tarea, la misión y vocación de las Musas, vínculo y religación entre lo Original y lo originado, entre la esencia y la existencia, entre los mortales y los inmortales.

En tanto hijas de Zeus y de Mnemosyné, las Musas son portadoras de un saber original: el saber del acontecimiento de lo que eternamente es. La Teogonía hesiódica plasma este conocimiento en el anuncio que su autor mismo escuchó de las hijas de la Memoria, la fórmula que nos servirá como hilo de Ariadna a través de nuestro tránsito: las Musas anuncian «lo que es, lo que será, y, lo que fue».

 

II

Podemos barruntar ya, porque en ninguna otra parte se ha atribuido una significación tan esencial al canto y al lenguaje como en la cultura griega, al canto y al lenguaje como consumación de la esencia del Ser, la esencia tonal de la Verdad que en la palabra deviene audible, perceptiva, llega a la manifestación.

Las Musas epifanizan al Ser mismo en su voz, a la Voz del mismo Ser. Pero, las hijas de Mnemosyné, tal las plasma la mitología, tienen voz pero no tienen labios, tienen voz pero carecen de palabras. Los hombres, por su parte, tienen labios pero no tienen voz, no tienen palabras de verdad, tienen palabras habladas pero no hablantes:

Y decidme ahora —leemos en la Ilíada—, Musas que habitáis en el Olimpo, pues sois vosotras, diosas por doquier presentes, quienes todo lo sabéis, mientras que nosotros, mortales, no oímos más que ruido y nada sabemos.

Que la función poética exige una intervención sobrenatural, era algo indiscutido y asumido por los griegos. Mnemosyné es, precisamente, quien preside la actividad poética, quien origina el acto de poetizar. También, entre ellos, la poesía constituye una de las formas paradigmáticas de la posesión y del delirio divino: el estado de entusiasmo que su lengua llama manía.

Poseído por las Musas, el poeta es el intérprete de Mnemosyné, como el profeta, inspirado por el dios, lo es de Apolo. Poeta y adivino tienen en común un mismo don de videncia. El dios que les inspira les descubre la revelación que cubre la mirada humana; es por esto que, arquetípicamente, han debido pagar el precio de sus ojos: ciegos a la luz, ellos ven lo invisible, lo que la noche hace visible; así fue tanto para Homero como para Tiresias. El saber o la sabiduría que Mnemosyné dispensa a sus elegidos, a sus llamados, es una omnisciencia de tipo adivinatorio. La misma fórmula con que define Homero el arte del adivino Calcas se aplica, en Hesíodo, a las Musas, a las que cantan inspirando.

En todo lugar donde se canta, el canto humano, antes de ser voz, es escucha. El hombre, el poeta, es un oyente de las Musas, del musitar de la Memoria, de sus hijas que, en Clíos, llevan el nombre de remembranza: la remembranza que hace que el poeta recuerde. No otra cosa es el rapto inspirador, no otra cosa es la creación: el encuentro esencial y fecundante con la Verdad del Ser, el ingreso oyente es el sagrado anuncio total a partir del cual, creemos percibir, inmediata, la Voz del mundo de lo divino: lo Sagrado del mundo. Esta percepción tonal —y no olvidemos que quien ha perennizado el nombre de las Musas es la música—, la expresa claramente Schiller cuando nos habla de un estado de ánimo musical, y no la causalidad del pensamiento, como origen de su poetizar:

En un principio la sensación no tiene para mí un objeto claro y determinado, este se forma sólo mas tarde. Precede cierto estado de ánimo musical, sólo después de este, me viene la idea poética.

Este tono poético es el que arrastra al poeta a cantar, alabar y narrar el milagro del Ser, el milagro de ser. El milagro que en la palabra poética nace siempre de nuevo por única vez.

«¡Profetisa, Musa, y yo seré tu profeta!», exclama Píndaro. El poeta, cuando es poeta de verdad, usa esa verdad para testimoniar el origen de su canto:

Son ellas quienes un día enseñaron a Hesíodo —nos dice él mismo—, un bello canto mientras apacentaba sus rebaños al pie del divino Helicón. Y he aquí que las primeras palabras que me dirigieron las diosas, Musas del Olimpo: «Pastores de los campos… nosotras sabemos contar mentiras que parecen verdades, pero también sabemos, cuando queremos, proclamar verdades». Así hablaron las hijas del gran Zeus y, por báculo, me ofrecieron una vara soberbia del olivo floreciente; después me inspiraron acentos divinos para que glorificara lo que será y lo que fue, mientras me ordenaban celebrar la raza de los bienaventurados siempre vivientes y a ellas mismas, al principio y al final de cada uno de mis cantos…

A partir de este testimonio de la Teogonía, queda plasmada la imagen del poeta griego: un ser inspirado por las Musas, las Musas que le eligen para que les cante, al principio y al final, a ellas y desde ellas, a los hombres. De ellas recibe, no sólo la inspiración, sino también el skeptrom, el báculo de la sabiduría de los que enseñan la verdad, la verdad de los «bienaventurados siempre presentes», la verdad de lo siempre presente, la presencia de la Verdad.

 

III

Inspiración, entusiasmo, revelación inmediata, todos estos dones que definen la inspiración de las musas, no dispensan en forma alguna al poeta de la necesidad de una dura preparación y de un aprendizaje, pedagógico y ritual, para su misión de videncia.

Sabemos, muy vagamente, que los rapsodas vivían en lugares solitarios y silenciosos, donde se congregaban en pequeñas cofradías en torno a un guía, un maestro, que oficiaba de eslabón de la cadena iniciática. Allí recibían las técnicas de concentración mental, de métrica y métodos de rememoración.

Lo más copiosamente documentado de estas iniciaciones, son los relatos sobre el rito a través del cual, más allá de toda instrucción magistral, accedían a «las praderas de Aletheia», al reinado de Mnemosyné, acceso que realizaban penetrando en el seno mismo de la naturaleza, en lo umbrío de la Phusis: el Hades.

La consulta encubatoria se realizaba en forma de catábisis, de descenso hasta la sombría región de Hades, la comarca pintada como una vasta marisma rodeada por un cauce de agua y atravesada, encuadrada, por los ríos de lastimeros nombres: el Aqueronte, cuyo nombre tiene relación con el dolor, el Cocito o «rio de los gemidos», el Flegatón o «rio fuego» y, finalmente, el Leteo, el «agua del olvido». Atravesando estos cuatro ríos, estos pasajes dolorosos y purgativos, el bardo descenderá y permanecerá en el seno de la tierra, en la noche interior de la naturaleza, hasta que allí le sea dispensada, musitada, la palabra oracular. Sabemos, por otra parte, que ríos y arroyos, fuentes y surgentes, eran el elemento de las Musas, lugares de su epifanía, de su aparición y revelación.

El poeta se apresta a recorrer su viaje iniciático, el viaje desde lo externo —exotérico—, donde parecerían perderse los contenidos esenciales de la existencia, hacia lo interno —esotérico—, reserva interior donde se conservan las fuerzas y el conocimiento de la esencia de esa existencia.

Antes de adentrarse en el Hades, el poeta tiene la precaución de detenerse ante dos fuentes: Lethe y Mnemosyné, Olvido y Memoria, muerte y vida. Sabemos por las inscripciones de las láminas de oro llevadas por los difuntos para servirles de guía a través de los meandros del más allá, que Leteo representa, en la encrucijada de las sendas, sobre el camino de la izquierda, la fuente a la que estaba prohibido acercarse si se buscaba definitivamente «evadirse del triste ciclo de los dolores». El poeta desafiando y transgrediendo el consejo de la prudencia, bebe de la fuente del Olvido, toma el brebaje que abre las puertas de Hades, de la mansión de los muertos, de lo primordial, de la oscuridad más primigenia y, por tanto, más final. Ahora, semejante a un muerto y llevando la máscara de un difunto, se interna, via negationis, en las sombras que le iluminarán, pero, antes de entrar en ellas, ha bebido de la otra fuente, ha tomado el viático, el agua de la fuente de Mnemosyné que le otorga la facultad de seguir recordando, de seguir viviendo en medio del Olvido, de ver en medio de las sombras, de ser consciente en medio de la inconsciencia, de vivir, en síntesis, dentro del seno de la muerte. Le permitirá conservar y transmitir la memoria de su descenso cuando vuelva a ascender al reino de los vivientes, le permitirá, como a Orfeo, recordar y cantar lo original.

Pasado un cierto tiempo del trance, el poeta es tomado por los acólitos del oráculo y sentado en el «Trono de Mnemosyné»: ya el poeta es heraldo de las Musas, es su porta-voz, es «Maestro de la Verdad». Ahora sus palabras son palabras de a-letheia, es decir, palabras sin lethe, sin olvido de lo esencial, canto de lo inmortal, de lo que será porque siempre fue. Origen y destino tienen ya presente: tienen canto y celebración, son palabra, es poesía.

 

IV

El oficio del poeta aparece solidario a dos realidades distinguibles aunque indivisibles, dos realidades complementarias: Mnemosyné y sus hijas, la memoria y su musitar. Pareciera ínsita a esta afirmación, que la realidad poética polarizara su decir en un mero repetir, en un eco que dice lo sido, parecería agotarse en una arqueología, refugiarse en una infructuosa regresión hacia alguna infancia perdida, hacia alguna edad dorada. Pero restringir el logos de la memoria, recuerdo o pasado, a la pobreza de nuestra lógica reductiva, es desconocer la reserva de sentido de la que el lenguaje mítico esta preñado, lenguaje que celebra la polifonía sin entrojarlo en el código de la univocidad.

El esfuerzo de rememoración preconizado y exaltado en esta tradición mítica, no traduce el interés por el pasado, ni un ensayo de exploración del tiempo humano. Del discurrir temporal tal como el individuo lo experimenta y lo capta en el desarrollo de su vida afectiva, la rememoración, la anamnesis, no se preocupa sino por sustraerse a él. La memoria ensaya la transformación de este tiempo de la sucesión temporal de la vida individual —tiempo sufrido, incoherente, fragmentado e irreversible—, en un ciclo reconstruido en su totalidad. Intenta reintegrar el tiempo humano en la periodicidad cósmica y en el seno de la eternidad divina. El tiempo de la memoria, el que ella busca, es contemporáneo de la cosmogénesis, el tiempo que no pasa sino que llega.

La primera evidencia, entonces, de este rememorar poético, es la de no ser el recuerdo del pasado personal del poeta, ni siquiera ser la reconstrucción del pasado histórico de su pueblo, una tematización hímnica de gestas y héroes de antaño. Este pasado, por el contrario, es Origen, es Arche. Es Origen y no principio, presencia y no pasado: tiempo mítico, tiempo ontológico, tiempo de originar, del instaurar, nacimiento de la génesis de situaciones arquetípicas y por ello de vivencias constitutivas y constituyentes de todo tiempo, de los siempre-presente en toda vida: presencia de la vida misma.

En Hesíodo, esta búsqueda de los orígenes tiene un sentido propiamente religioso y confiere a la obra del poeta la dignidad de un anuncio sagrado. Las Musas le han enseñado el bello canto —el canto de la belleza y el cosmos—, el canto que narra el comienzo de todas las cosas, la generación de la obra de Zeus. Las hijas de Mnemosyné cantan comenzando por el principio —por el Arche—, la aparición del mundo, la génesis de los dioses, el nacimiento de la humanidad. El pasado que desvelan es mucho más importante que el antecedente causal del presente: es la fuente del presente. Remontándose hasta él, la rememoración no busca situar los acontecimientos dentro de un marco temporal, sino alcanzar el fondo mismo del Ser, des-cubrir el original, la realidad primordial de la que ha salido el cosmos y que permite comprender el devenir en su totalidad.

Así, el Origen creacional no ocurrió in illo tempore, no ocurrió en el tiempo sino al tiempo. Al tiempo que fundamenta y es cada presente, cada presente que lleva como fundamento ese mismo Origen que lo origina, ese Origen que es la permanencia surgente del tiempo, de la temporalidad.

El principio, por el contrario, es siempre pasado, mojón temporal en la linealidad puntual y horizontal del tiempo, inaugurador de las épocas que lo van dejando atrás. El Origen, contrastantemente, es oriundez vertical: manifestación. El principio es hijo de Crónos, es cronología, el Origen es Aión, no es filiación sino paternidad, no es cantidad sino cualidad, tiempo naciente, originador, y no Cronos, tiempo que gasta, tiempo hacia el morir. El Aión, como el repiquetear de las campanas, no mide el tiempo, da tiempo, no mide su pasar: salva de su paso. Salva del tiempo existencial, el tiempo donde, según el pitagórico Parón, es «donde se engendra el olvido», es decir, donde se muere, «los hombres —completa Alcmeón de Crotona— mueren por ser incapaces de unir el origen con el fin». En Platón, este olvido, que constituye la falta esencial del alma, su enfermedad más propia; este olvido no es otra cosa que la ignorancia de esa misma alma en nosotros. En las aguas del Leteo las almas pierden el recuerdo de las verdades eternas que han podido contemplar antes de volver a caer sobre la tierra, y que la rememoración, devolviéndoles a su verdadera naturaleza, les permitirá recordar.

En definitiva, el origen, «lo que fue», es lo no desplegado de lo que aun será, el pasado original es por tanto originalidad del futuro, lo por-venir que nos adviene, es Adviento Original. Recordemos ahora nuestro hilo de Ariadna, recordemos que el tiempo pretérito ocupa el espacio gramatical destinado, en nuestro lenguaje profano, al tiempo del futuro: «lo que es, lo que será, lo que fue».

¿Cuál es entonces la función de la Memoria? Ella no reconstruye el tiempo, tampoco lo anula. Transgrediendo, y haciendo caer la barrera que separa el presente del pasado, tiende un puente entre el mundo de los vivos y el más allá al cual retorna todo lo que ha abandonado el mundo de la luz, de la vida. La memoria realiza para el pasado una evocación análoga a la que efectúa para los muertos el ritual homérico de la eclesis: la invocación por parte de los vivientes que trae a la luz del día, durante un breve momento, a un difunto que ha ascendido del mundo infernal. El privilegio que Mnemosyné otorga al poeta es el contacto con el otro mundo, la posibilidad de entrar y volver a salir libremente, de entrar en el pasado como dimensión del más allá: de transitar al mundo donde se ocultan las mitades de las analogías que en este mundo no lograríamos descifrar, no llegaríamos a co-rresponder.

El poeta desciende a la muerte para ascender por vez primera a la vida, a la verdadera, la que no separa la muerte de la vida ni la vida de la muerte, la que respira a la vez el origen y el destino, el que reúne el abismo original con el abismo final, lo reúne en su palabra, la que deja de ser suya.

El recordar, aparece entonces, como la instancia con la que el aedo contacta el acontecer original, su memoria, instancia donde oye las remembranzas, donde escucha el musitar, le permite recordar lo original de su propio origen, recordar lo esencial olvidado en la existencia, la estructura del sentido, del sentido que significándolo en sus palabras transforma el caos en cosmos. La memoria le permite, en última instancia, nombrar, dar nombre, dar identidad. Harto más que mera facultad psicológica donde se registra y sedimenta lo ya vivido, la memoria es facultad de lo por vivir, la potencia religiosa que religa el Verbo poético con la Voz del Ser, que le permite descubrirlo, des-velarlo. Desvelar el origen originándolo en el nombre, en el verbo que lo presentifica, que lo hace palabra, lo hace presencia del presente, lo instaura como presente futuro de todo presente. Palabra poética, palabra instauradora, palabra creacional: Poiesis.

 


LA BELLEZA DE UN RABÍ

 

Lo que fluye dentro de uno en el mito no es la verdad sino la realidad, la verdad es siempre sobre algo, y la realidad es ese algo sobre el cual la verdad es.

C. S. Lewis

 

Tengamos en cuenta que, para pensar el acto creativo, el acontecimiento creador, la literatura es harto engañosa, la más engañosa de las artes, al menos para nosotros, occidentales que tanto privilegiamos la comprensión sobre la sensación, el significado sobre el sentido, lo captado sobre lo acontecido, el oír sobre el escuchar, la palabra sobre la voz. Eso nos lleva a creer que lo esencial al leer un poema, por ejemplo, es la comprensión, el significado conceptual, o incluso la enseñanza, el provecho, que podemos obtener de él.

Hay un pasaje del Talmud de Babilonia al que recurro cada vez que pienso en el acontecimiento poético, en qué es lo que acontece en él, qué es lo que se da a captar, a gozar y encarnar. Hubo un rabino, nos dice el Talmud, que vivió en Israel, Yohanán bar Nafha era su nombre, y fue célebre ―nos cuenta este pasaje― por su belleza sin par y, en la misma página donde se menciona su legendaria hermosura, adivinando nuestra curiosidad, nos da la metodología para satisfacerla. Para hacerlo, nos dice, hay que tomar un cuenco recién salido del orfebre, llenarlo con los granos de una granada, cubrirlo con los pétalos de una rosa roja, ponerlo a mediodía entre el sol y la sombra y, termina diciendo, el destello que hará casi iguala la belleza de Rabbí Yohanán.

“Fue el hombre más feo que llegó a Troya, pues era bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera…”. Esta contrastante descripción, y no solo porque una hable de la belleza y la otra de la fealdad, ese darnos a ver con que nuestro padre Homero delinea a Tersites, uno de los fugaces personajes de La Ilíada, es la clásica, y en su caso magistral, representación de este o cualquier otro personaje de la realidad o la ficción: se trata de mostrárnoslo, de que lo imaginemos, le demos imagen en nosotros, lo logremos ver. Cuanto más clara es la visión más lograda habrá sido la descripción, más acabada y cristalizada la experiencia.

Lo que me resulta brillante en ese texto talmúdico del siglo III es la opción no por la descripción de la legendaria belleza del rabí ―su talla o su peso, el largo de sus rulos o el color azulado o renegrido de sus ojos―, sino por el recurso a hacer presente la belleza, a dárnosla a experimentar, a que nos pase. No se trata en definitiva de explicaciones sino de vivencias, de hacer vivir pensamientos y no de explicar ideas, se trata de lo verdadero, no de lo cierto. No que la comprendamos o la representemos, que la vivamos, que nos acontezca y se acontezca en nosotros. ¡La epifanía de la belleza que en él aconteció, no la fotografía del bello rabí, su pasajera encarnadura, su breve figura mortal!

Lograr ese “destello”, esa chispa que encienda las palabras, el decir y el callar de un poema, es lograr la creación, la poesía, y no solo el poema. Destello y no llamarada, vislumbre efímero, fulgor inaprensible y hasta quizás oscuridad. Como el fulgor de un relámpago, como lo que parte en su mismo llegar, lo que se va hacia lo que abrió. El destello, este, no se da a la inteligencia, al pensar, se da al sentir: es sentido; es algo del sentido de la existencia, algo de su luz. Después podemos decirnos algo, podemos responderle, pero es un después desde la hondura a la superficie, del ser partícipes del acontecimiento a la posibilidad de la comprensión, de esta a la aprehensión. No obstante, cuanto más intenso es ese destello, paradójicamente, menos es lo que da a decirse a la comprensión, más intraducible permanece, más rápidamente se disipa, pero más nos transfiguró.

Y algo más que nos dice el texto, que dice y avisa que calla, algo muy fácil de pasar por alto, la palabra “casi”, es decir, un ya pero no aún, un poco menos que, un aproximadamente, un por poco pero… “Casi”, tensión y vilo: “casi iguala la belleza de Rabbí Yohanán”. Amo que incluso el acontecimiento de la belleza, su destello, quede abierto, no se someta al principio de identidad, esté tajado por esa disimilitud, por esa imposibilidad de encerrar la belleza en lo bello o lo bello en la belleza.

Fisura, hendidura, espacio para una belleza otra, y otra después… Apenas un “casi” pero suficiente para estar abierto a su infinita posibilidad, para ser resplandor y vislumbre de su libertad.

 

 

 

 


Hay vidas
en las que el alma
se abre
más hondo
que donde esas vidas laten,

se abre como un relámpago
sin cielo ni trueno,

como una herida sin pecho

o un abismo
donde la belleza es alba.


El poema, el que anhelo,
al que aspiro,
es el que pueda leerse en voz alta
sin que nada se oiga.

Es ese imposible el que comienzo cada vez,
es desde esa quimera
que escribo y borro.


Amanece y
callo;

callo todo miedo, callo cualquier
presagio,

busco un alba virgen de mí,
busco el nacer de la luz,
no su alumbrarme.


Cuando la lejanía
late adentro
es que el adentro
ya es afuera;

es haber llegado al alma,
a ese hueco de nadie
que en cada uno se abre todos.


El día no es solo día
también es
noche encendida,
sombra trasparentada.

Es porque no tiene sombras
que no vemos lo que el vacío enciende,
que no vislumbramos
lo que nos queda
cuando no nos queda nada.


También el silencio
es huella,
huella y seña
hacia lo sin nombre

hacia lo que solo
se escucha
en la renuncia
a nombrarlo.


Se respira noche
y todo pide abandono,
ese sosiego
de todos los temores,
ese soltar amarras
y hacer del no ver
un atajo,
un sondear el alma,
un entregarse
a nada.


Solitarias,

en playas sin huellas
las olas lamen la arena,
solitarias
regresan al mar.

Desnudez,
desnudez rotunda,
no es estar desnudo
es no saberse
estando.


Es el viento,
soplo a soplo,
el que transfigura
las nubes,
da a cada una su forma
y a cada forma
su instante;

soplo a soplo
se esboza y borra:
es el otro en cada otro
para ser él mismo en todo.


No,

ya no hay caminos
ni arribo,

solo el rodar
en que nos repetimos:
el eco
de quien no osó saltar
sin esperarse
en la otra orilla.

No, no hay arribo
ni horizonte,
solo este posible aquí,
esta desnudez
con que nacimos.


Taja la noche
el relámpago
y en lo hendido
se apaga:

esa noche es el misterio,
ese tajo lo que
somos.


Hay que cavar hasta

donde no haya fondo
y ahondar
hasta donde uno
ya no esté,
porque solo
lo que no está
no nos separa
de nada.


Corta la noche
una estrella fugaz
y hace de la lejanía
un anhelo.

No hay tajo que se abra
sin dar a luz un misterio.


Ni el centro está
en el centro
ni el vacío es estar vacío,
el centro es donde
no hay orillas
y vaciarse es soltar
amarras.


Al final no habrá final

habrá la entrega:

ese salto
sin orilla desde donde darlo,
ese saltar al vacío
desde el que una vez
llegamos,

esa entrega
para la que nos fuimos
vaciando.


De instante
a instante la vida late
su siempre

cada latido
da a luz una vida,
cada vida da a luz
su dios.


Cae la lluvia sobre la tierra
y haciéndola barro
la lava,

la muerte no quita la vida:
borra la ilusión que las
separa.


No es que el silencio no hable,
lo que no hace es dejar
ecos:

dice lo único de cada vez,
no lo repite palabras.


El pájaro vuela

porque él es sus alas
no por saber que
las tiene:

cada uno llega a sí mismo
cuando de sí mismo es
su olvido.