Las Celestes y Rojas Utopías :
Elsa Cross

En uno de los más bellos diálogos de Platón, el Fedro, después de hablar de los distintos tipos de locura que aquejan al hombre, así como de la inmortalidad del alma, de la reencarnación y del amor, Sócrates, sentado a la orilla del río Ilisos con el propio Fedro, su interlocutor, hace la famosa analogía del alma con un carro de caballos conducido por un auriga.

Uno de los corceles, el blanco, es vivaz, alerta y firme, obediente y modesto. El otro, negro, es deforme, perezoso e indisciplinado y para colmo, sordo. Obviamente representan la dualidad funesta de dos impulsos contrarios del alma; el auriga es la razón. Y narra Sócrates lo que ocurre cuando se encuentran con el ser amado. El corcel voluntarioso y torpe se abalanza sobre él y quiere de inmediato poseerlo. El otro, que sigue las indicaciones del auriga, permanece centrado y lleno de modestia. Sólo a fuerza de golpes y de dura disciplina se logra dominar al caballo negro, que deja finalmente de romper la armonía y llega hacia el amado con la actitud correcta: temor y reverencia.

Esa es la actitud debida a los dioses, y el ser amado es digno de recibirla porque su belleza –dice Sócrates– nos recuerda, aunque no nos demos cuenta, la belleza olvidada que contemplamos una vez en el topos ouranos, región celeste de la cual éramos parte. La anamnesis o reminiscencia abre la puerta para la recuperación de aquel estado. El amor es un vehículo, pero tiene que permanecer en una esfera pura. Si se acerca a lo terreno, se quedará en la tierra; si tiende, en cambio hacia lo perdurable y lo divino, le saldrán alas para remontarse. Dice Sócrates, después de describir los temores, temblores y sobresaltos del enamoramiento:

Esta es la experiencia que los hombres llaman amor [eros], pero cuando oigas cómo le llaman los dioses, tal vez sonrías ante su rareza. Hay un par de versos sobre el amor, citados por ciertos eruditos homéricos en trabajos inéditos, el segundo de los cuales es notablemente audaz […] Dicen:

‘Eros, el que traspasa el aire, se llama en el habla de los mortales.
Pero puesto que han de crecerle alas, Pteros es llamado por los celestes.’
                                                                                                    (Fedro 252-b)

A aquellos que ceden a sus deseos no les brotarán las alas; es decir, retrasarán su progreso en la vía hacia la región celeste y la posesión del sumo bien. Así, será superior ese amor que, a través del enaltecimiento producido por la visión o la sola presencia del ser amado, impulsa al alma a remontarse hasta aquel plano de existencia perfecta.
Bien conocemos los efectos que ha tenido en la poesía este concepto, que es el trasfondo de lo que popularmente se llama “amor platónico”; se adelantó casi en cinco siglos al cristianismo, pero los griegos nunca lo cultivaron ni menos aún los latinos. Platón describe únicamente, por boca de Sócrates, el fenómeno; aunque dudo que todos aquellos que se han acercado posteriormente a esta experiencia y han dado testimonio de ella partieran de Platón. No son cosas de Platón ni de Sócrates; son quizá cosas del alma. Y en verdad parecería que en aquellas parejas que sufren o se imponen, por cualquier motivo, un obstáculo radical para unirse, el amor intacto se enciende hasta volverse una conflagración interior. Ese fuego puede producir cualquier cosa. Puede destruir, pero también puede transmutar en amor supremo el metal básico de la pasión. Los grandes amores han sido de este tipo. Se ha dicho que “el amor feliz no tiene historia”.

RAMÓN LÓPEZ VELARDE

Apartado en el tiempo y en el espacio de núcleos donde se cultivó conscientemente esta actitud, oculto en el corazón de un país perdido del mundo en ese entonces, Ramón López Velarde (1888-1921) revive, partiendo de su arraigo provinciano, este tipo de amor.
No podemos decir que lo hiciera de un modo deliberado. Tampoco podemos adivinar nada acerca de su destino espiritual. Los místicos sufíes, que sin duda influyeron en la visión del amor y las formas poéticas del Languedoc y la Toscana, tenían una visión muy clara de lo que buscaban, como la tuvo Dante. Sea o no el caso de nuestro poeta, nos queda la poesía espléndida de aquello que vislumbró a través de Fuensanta y también más allá de Fuensanta.
¿Hará falta contar la historia otra vez? En atención a aquel lector que no la conozca podemos recordar que Fuensanta fue el nombre que el propio López Velarde dio en sus poemas a María Josefa de los Ríos, paisana suya, ocho años mayor que él, quien por razones que se desconocen jamás aceptó las solicitudes amorosas del poeta. Nacida en Jerez, Zacatecas, en 1880, murió en la ciudad de México en 1917. En el prólogo a la segunda edición de su primer libro, La sangre devota, López Velarde dice que hay “Una sola novedad: en el primer poema, el nombre de la mujer que dictó casi todas las páginas.” Ese primer poema, “En el reinado de la primavera”, aparece dedicado “A Josefa de los Ríos”, con las fechas de su nacimiento y su muerte.
Pero ya desde los poemas anteriores, que el poeta no recogió en este volumen, se advierte su obsesión por Fuensanta. Su primer poema publicado, “A un imposible”, que pudo haber sido escrito cuando el poeta tenía alrededor de 15 o 16 años, parece prefigurar el desenlace de su relación con ella:

Iré muy lejos de tu vista grata
y morirás sin mi cariño tierno,
como en las noches del helado invierno
se extingue la llorosa serenata.

La premonición se repite en un poema escrito muchos años después, “Me estás vedada tú”, de La sangre devota:

Despertarás una mañana gris
y verás en la luna de tu armario,
desdibujarse un puño
esquelético, y ante el funerario
aviso, gritarás las cinco letras
de mi nombre, con voz pávida y floja
¡y yo me hallaré ausente
de tu final congoja!

La muerte del ser amado ha sido cruelmente fructífera para la poesía, y ha enlazado desde épocas muy distantes a los poetas de esa especie, que algunos han llamado órficos, no sólo por su penetración en aspectos secretos de la realidad sino por su búsqueda del amor perdido más allá de la muerte.
Ramón muere sólo cuatro años después que Fuensanta, pero desde mucho antes ella se había ido volviendo en su poesía una presencia cada vez más etérea, casi inmaterial. Ambos son sólo “dos fantasmas dolientes”, pues desde el principio de su amistad la muerte aparece prefigurada de muchas maneras, como la forma extrema de la separación: en el obstáculo radical para unirse impuesto por el rechazo de ella, en la distancia casi irrecuperable por la partida de él hacia otras ciudades, en los constantes presagios.
Como sucede en estos casos, un rasgo de ese amor es que quiere alcanzar lo infinito a través de lo finito, lo inmortal a través de lo mortal, y al mezclar los dos elementos se produce una espiritualización de lo mundano y una secularización de lo religioso. En el caso de López Velarde esto no es, sin embargo, una inversión mecánica de contrarios, pues, aunque en sus poemas eróticos hay incluso una utilización abundante de elementos litúrgicos y teológicos, su poesía no se detiene allí, ya que no se comprometen en ella sólo cuestiones de retórica sino un conflicto vital. Su “afán temerario / de mezclar cielo y tierra” es una inflexión que perdurará a lo largo de su vida y de su trayectoria poética, no sólo bajo la sombra de Fuensanta, sino teniendo otras inspiraciones e invocando nombres muy diversos.
       Dice en sus primeros poemas:

Y en tus ojos con lumbre sobrehumana
brillan las tres virtudes teologales.

O bien:

te aspiraré con gozo temerario
como se aspira en un devocionario
un perfume de místicas violetas.

Con esos afanes de mezclar cielo y tierra, se encuentran en consonancia estos otros, no menos temerarios, que ya mezclan o escinden alternativamente el espíritu y la carne, la muerte y la vida. En todo esto hay mucha más complejidad que en esa lucha entre “bien y mal” que Villaurrutia aducía en relación con López Velarde, y cuyo simplismo moralista fue señalado por Octavio Paz, quien señala también, sin embargo, que gracias a la revaloración de Villaurrutia fue posible recuperar al poeta jerezano como “un poeta vivo”. Paz explora con agudeza y profundidad en diversos ensayos, la forma en que aquellos elementos contrarios se desenvuelven y juegan a lo largo de su vida y su obra.
Fuensanta ha presidido el amor y también la muerte. Ella aparece tensando uno de los dos extremos de estas cuerdas opuestas. Y finalmente es ella la fuerza que lleva en sí esa muerte, y quien habla en el becqueriano poema de “El adiós”, también anterior a La sangre devota, del “cadáver del amor con alas”, como si hubiera leído aquel pasaje de Platón. Pero este amor con alas, con más probabilidad se refiere al eros común; es la muerte del deseo o del impulso erótico –-no en el poeta, como bien podemos suponer, sino en ella. No es remota la posibilidad de que en esa época algunas jóvenes muy cristianas hicieran votos de castidad, aun sin volverse monjas. Una estrofa del poema “Pobrecilla sonámbula” dice:

Así cruzas el mundo
con ingrávidos pies, y en transparencia
de éxtasis se adelgaza tu perfil
y vas diciendo: “Marcho en la clemencia,
soy la virginidad del panorama
y la clara embriaguez de tu conciencia.

Fuensanta no puede ofrecer la posibilidad de la consumación amorosa y erótica plena. No sólo por su negativa, sino porque el tipo de amor que Ramón siente por ella, lo coloca, insalvablemente, en una aporía. Dice Octavio Paz en su extraordinario ensayo “El camino de la pasión”: “Amar a Fuensanta como mujer es traicionar la devoción que le profesa; venerarla como espíritu es olvidar que también, y sobre todo, es un cuerpo.” (p. 37; Seix Barral).
Por otro lado, la proyección de toda la religiosidad y el impulso místico en la figura humana de una amada, tendrá en ella un espejo insuficiente y sujeto a la muerte. Ya hemos oído mucho de este motivo. El paradigma es siempre Dante, quien también se dispersa, se olvida, traiciona la integridad de la memoria de Beatriz, y recibe en sueños severas amonestaciones, según refiere en la Vita Nuova, o tiene después que ser rescatado de las selvas oscuras con sus fieras.
          En ese mismo ensayo, Octavio Paz dice lo siguiente:

la realidad sentimental de Fuensanta se transfigura al correr de los años, en realidad metafísica. La transformación es ascendente y va de la novia provinciana al amor imposible y de éste a la Muerta, la ‘armoniosa elegida de mi sangre’.” (p. 52).

En López Velarde vemos que el nombre de Fuensanta tiene el lugar central; pero a ese nombre se suman muchos más. Aun el gran amor es relativo. Fuensanta es el paradigma, el arquetipo, o como dice Guillermo Sheridan: “ese nombre es más el de una pasión que el de una mujer.” Y en verdad, Fuensanta no es tanto la persona real sino la suscitadora de toda la pasión contenida en el poeta, y que en ella se refleja bajo la luz clara del espíritu. En las otras mujeres esa pasión se conoce a sí misma bajo diversos tornasoles; pero finalmente ninguna mujer la contiene en su totalidad: ni la misma Josefa de los Ríos; ni María Nevares, aquella novia de los famosos “ojos inusitados de sulfato de cobre”; ni en los últimos años Margarita Quijano, de quien lo seduce la inteligencia, para no mencionar otros muchos nombres, que el propio López Velarde abstrae en el poema “Que sea para bien”, dirigido a Margarita Quijano cuando ésta también lo rechaza:

tu triunfo es sobre un motín de satiresas
y un coro plañidero de fantasmas.

Otro enigma será por qué ninguna de las mujeres a las que pretendió quiso casarse con él. Podría suponerse, ante el “no” sistemático de estas damas, que tal vez haya sido él, quien de manera inconsciente suscitara esa respuesta. Además de su rechazo manifiesto hacia la paternidad, muy explicable, habiendo sido el mayor de siete u ocho hermanos, el matrimonio pudo representársele, a pesar de que en ocasiones deje traslucir cierta nostalgia por él, como una empresa improbable o francamente tediosa. Nada más lejos del “galope del corazón sin brida por el desfiladero de la muerte” que es como describe “la dicha del amor”. Ninguna esposa podría ser el objeto de una pasión tan compleja como la suya, que tiene que dividirse entre la “pestaña enhiesta” de las vírgenes mártires, y la “grupa bisiesta” de las Zoraidas, y que no habría aceptado, además, “conocer el mundo por un solo hemisferio”. No se imagina a sí mismo dentro de un matrimonio ni aun en el poema “Mi villa” de El son del corazón, donde al describir lo que sería en ella su vida, (“Si yo jamás hubiera salido de mi villa”) piensa que tendría dos hijos, tal vez huérfanos: “el niño iría de luto, pero la niña no”. Igualmente improbables fueron sus afanes franciscanos, en muy abierta desventaja con los polígamos. En el texto titulado “Viernes Santo”, de El minutero, dice:

…me pregunto si ha venido el instante de consagrarme a las atrofias cristianas. Quisiera decidirme en esta misma fecha y en este mismo lugar; pero temo a mi vigor, pues en líneas del mundo todavía me persuaden y aun me embargan las bienhechoras sinfonías corporales.” (p. 304)

Actualmente las andanzas eróticas del poeta no nos llevarían a verlo como una especie de libertino. No es siquiera la percepción que él tuvo de sí mismo, si atendemos al párrafo citado. El de López Velarde no es un erotismo que roce ninguna obsesión perversa; es simplemente una expresión vital. Las sombras del pecado y la culpa cristiana amplifican y dan un sesgo excesivo a lo que en realidad sería el ejercicio viril y libre de una sexualidad vigorosa, con todas sus “perennes rogativas”. La dualidad surge de las dicotomías de la moral cristiana, y desde ese ángulo, nuestro poeta no logra, en principio, separar los dos corceles. Es notable cómo aun entre los elementos profanos de su experiencia erótica se hacen presentes las referencias religiosas. Dice en “Idolatría”, panteísta poema de Zozobra, su segundo libro:

La vida mágica se vive entera en la mano viril que gesticula
al evocar el seno o la cadera,
como la mano de la Trinidad
teológicamente se atribula
si el Mundo parvo que en tres dedos toma,
se le escapa cual un globo de goma.

En este poema es el mundo, y en otro que cito más adelante, “A Sara”, la carne, los que saltando de los dedos de Dios y escapando literalmente del control del Creador para seguir sus propios derroteros, afirman con toda simplicidad la vida. La presencia tutelar de Fuensanta con sus tonos graves y sus visos fúnebres tiene que contrarrestarse con algo que una al poeta a la vida de una manera poderosa:

Sara, Sara: eres flexible cual la honda
de David y contundente
como el lírico guijarro del mancebo.

Y contundente, la referencia bíblica. En ese mismo poema, antes ha dicho:

(Blonda Sara, uva en sazón, mi apego franco
a tu persona, hoy me incita
a burlarme de mi ayer, por la inaudita
buena fe con que creí mi sospechosa
vocación, la de un levita.)

Cuando López Velarde se establece en México ha dejado ya muy lejos los inventarios de sacristía y las tupidas referencias escolásticas de muchos de los primeros poemas; sin embargo, en la fase final de su trayecto seguimos encontrando la mixtura de los dos elementos: los “talones tránsfugas”, las “pitagóricas rodillas” y la “rítmica y eurítimica cintura” de las bailarinas junto al “corazón de niebla y teología”. En la “Fábula dística” dice:

Y vives la única vida segura,
la de Eva montada en la razón pura.

Tu rotación de Ménade aniquila
la zurda ciencia, que cabe en tu axila.

El poema termina diciendo:

La pobre carne frente a ti se alza
como brincó de los dedos divinos
religiosa, frenética y descalza.

Junto a esta poesía irrefutable y este irrefutable ímpetu dionisíaco se encuentran las referencias constantes al otro tipo de pasión, del que nunca logra desprenderse:

Su corazón de niebla y teología
abrochado a mi rojo corazón,
traslada en una música estelar
el Sacramento de la Eucaristía.

La presencia de esa pasión llamada Fuensanta, o en palabras de Guillermo Sheridan, “la imagen de Fuensanta que habitaba el cuerpo de Josefa”, que es a un tiempo el imposible y representa también a las vírgenes provincianas, “botones baldíos en el huerto”, a lo largo de toda la vida del poeta va a coexistir con las “odaliscas”, las “satiresas” y las “consabidas náyades arteras”. A pesar de su adquisición de “Baudelaire, la rima y el olfato”, López Velarde tal vez nunca abandonó totalmente el seminario de sus estudios de bachiller, de la misma manera que no logra abandonar a Fuensanta. Ella resurge siempre. Poéticamente, aunque su tema se amplía y se diversifica, vuelve su Leitmotiv como un elemento central; en él parece encontrar nuestro autor su raíz más profunda, su razón de ser como hombre y como poeta.
Podríamos recordar a Rilke, quien dice hacia el final de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge:

Ay, las perdí a todas al tenerlas en los brazos,
sólo tú, tú siempre renaces otra vez:
como nunca te tuve, no te me has escapado.

En su ejemplar y entrañable vida de Ramón López Velarde, que he estado citando, Un corazón adicto, Guillermo Sheridan hace decir a Rafael López:

Si La sangre devota sublimó a Fuensanta y a su provincia inocente, la carne se cobró lo suyo en Zozobra; asombrosa inmersión en el vaivén de la culpa y la flaqueza. Pero a partir de los dos o tres poemas finales de Zozobra […] se acentúa el viraje hacia la sublimación, hacia el alejamiento del mundo. Fuensanta reaparece como la Muerta resucitada que, como Beatriz, guía al poeta hacia su propia transfiguración. (p. 205)

Para López Velarde la amada parece ser la única forma en la que él puede percibir lo Divino, es la mediadora por excelencia. En El son del corazón (1932), compilación póstuma que se hizo de sus últimos poemas, dice: “vive en mí no sé qué mujer invisible y perfecta” y también, “Adoro en la Mujer el misterio encarnado”. Y aquí escribe mujer con mayúscula. Aunque tampoco a la mujer con minúscula, como se ha visto, puede desenredarla de su sentimiento religioso –-al menos en lo que toca a las metáforas. Paz dice: “Su drama sería oscuro y vulgar sin ese idioma que con tan cruel perfección lo desnuda.” (p. 82)
Hay que hacer notar, al paso, que una característica presente en sus metáforas e imágenes es que son más eclesiásticas y litúrgicas, más religiosas y teológicas que propiamente místicas. Aunque debe recordarse que López Velarde no era finalmente un místico sino un poeta, se puede cuestionar si esa aspiración hacia lo divino, que sin duda está allí, es una aspiración profunda o si ese deseo se detiene en la o las intermediarias. En un texto de El minutero, “Lo soez”, dice el poeta:

… nada puedo entender ni sentir sino a través de la mujer. Por ella, acatando la rima de Gustavo Adolfo, he creído en Dios; sólo por ella he conocido el puñal de hielo del ateísmo. De aquí que a las mismas cuestiones abstractas me llegue con temperamento erótico. (p. 362s.)

Ahora bien, esta oscilación de péndulo no agota las vetas de su poesía. Sin duda es el filón más rico y evidente; aunque la pasión tiene un reflejo natural en la poesía y la enciende con facilidad. ¿Pero qué decir de esa pura poesía velardiana que describe un payaso, o ciertos acentos de la provincia, o la fotografía de Margarita a los cinco años? ¡Qué poesía espléndida! Sin embargo, la expresión característica y más compleja de toda su obra se dará dentro de la lucha con los dos corceles, o el combate entre el “ángel guardián” –-que es un ángel femenino— y el “demonio estrafalario”; aunque sus demonios más bien parecen diablos de pastorela, que él mismo no se cree, como cuando dice en “El perro de San Roque”, incluido en El son del corazón:

He oído la rechifla de los demonios sobre
mis bancarrotas chuscas de pecador vulgar.

Esto no suena a que haya en él, finalmente, el peso de una culpa abrumadora, ni una desgarradura que toque los abismos de la duda, el nihilismo o la angustia existencial. Las “tenebrosas anarquías del pensamiento y la conducta” se rescatan y se redimen: los pecadores, vulgares o no, siempre alcanzan el perdón cristiano, sobre todo en el caso del poeta que dice:

De mis pecados,
los más negros están enamorados…

Uno puede pensar en él, con mayor ligereza, recordando la descripción de Alfonso Camín, su amigo, el del “aire de murciélago y canario”, que dice de Ramón: “risueño y con levita, / que cree en Jesucristo y sueña con Afrodita:”

Es la misma disyuntiva que López Velarde ilustra constantemente, de distintas maneras. Por ejemplo:

Yo reconozco mi osadía
de haber vivido profesando
la moral de la simetría.

Y también:

¡Oh Psiquis, oh mi alma: suena a son
moderno, a son de selva, a son de orgía
y a son mariano, el son del corazón.

En crédito de la teoría de Jung puede observarse, como ya lo hizo Octavio Paz, la presencia inseparable de esa Psiquis o anima en su poesía. Sagrada y profana, intocada y poseída, invisible y material, sólo disolviéndose en el arquetipo de la Amada, la Muerta o la Virgen, reabsorbe el ánima en sí la dicotomía de su orante.

Orlan mi bautismo, en alma y carne vivas
las ráfagas eternas entre las fugitivas

En contraste con esta gravitación continua de López Velarde hacia sus apasionadas dualidades, José Juan Tablada dice en su famoso poema “Ónix”, escrito a los veintitrés años:

Porque no me seduce la hermosura,
ni el casto amor, ni la pasión impura;
porque en mi corazón dormido y ciego
ha caído un gran soplo de amargura
que también pudo ser lluvia de fuego.

Está en el extremo opuesto de López Velarde, a quien seduce todo y de quien puede hablarse de un aliento trágico, pues esas funestas dualidades, lo llevan sin cesar a la doble transgresión de una línea que quiere dividir de modo irreconciliable lo eterno y lo fugitivo, lo espiritual y lo carnal. Ese conflicto, que es la condición de posibilidad de su poesía misma, el hilo de su inspiración, es donde vibran más nítidamente todas las cuerdas de su alma. Su poesía es la lira donde se armonizan esas tensiones opuestas, las “celestes y rojas utopías” que han sido sus corceles; el juego de claroscuros de un “corazón leal” que no sólo se amerita en la sombra sino en la luz.
Al final del prólogo de su antología de la poesía velardiana, El león y la virgen, Xavier Villaurrutia decía que esta obra era, en la poesía mexicana, la tentativa más intensa y atrevida “de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante los llamados del erotismo, de la religiosidad y de la muerte”. (p. XXXIII).
En uno de los últimos poemas de López Velarde, “El sueño de la inocencia”, poema paralelo al “Sueño de los guantes negros” porque es igualmente un sueño premonitorio de su muerte, su llanto inunda las calles de su pueblo, y allí describe una aparición de la Virgen, que en cierta forma es una culminación de su culto, sagrado y profano, al principio femenino:

Casi no he despertado de aquella maravilla
que enlazará mis últimos óleos con mi Bautismo;
un día quise ser feliz por el candor,
otro día, buscando mariposas de sangre,
mas revestido ya con la capa de polvo
de la santa experiencia, sé que mi corazón
hinchado de celestes y rojas utopías
guarda aún su inocencia, su venero de luz…

 

[Capítulo del libro Los dos jardines. Mística y erotismo en algunos poetas mexicanos (2003)]


BIBLIOGRAFÍA

  • LÓPEZ VELARDE, Ramón, El don de febrero y otras prosas (Prólogo y recopilación, Elena Molina Ortega), México, Imprenta Universitaria, 1952
                 El león y la virgen (Prólogo y selección de Xavier Villaurrutia), México, Imprenta Universitaria, 1942
                 Poesías completas y El minutero, México, Editorial Porrúa, 1963
  • PAZ, Octavio, El camino de la pasión: López Velarde, México, Seix Barral, 2001
                La llama doble. Amor y erotismo, México, Seix Barral, 2001
  • SHERIDAN, Guillermo, Un corazón adicto: La vida de Ramón López Velarde, México, Fondo de Cultura Económica, Tezontle, 1989