“El regreso”, de Jesús Morales

jesus-moralesSobre la obra más reciente de este narrador chiapaneco escribe el investigador y literato Enrique Flores, que define esta aventura literaria como vía divina de las conversaciones –vía del Insomnio, vía del Sueño, vía de los Demonios–.

 

 

jesus-moralesJesús Morales Bermúdez (San Cristóbal de Las Casas, 1947), Premio Nacional de Literatura-Testimonio, INBA & Gobierno de Chihuahua, ha publicado: Antigua palabra narrativa indígena ch’ol (1984, 1999), Memorial del tiempo o vía de las conversaciones (1987, 2003), Ceremonial (1992, 2003),  La espera (1994), Por los senderos de lo incierto (1994), Las criaturas de Prometeo (1994), Divertimenta (2000, 2004, 2008), congregados en 2007 como Obra literaria reunida, bajo el sello de Juan Pablos, casa editorial de sus recientes novelas El regreso. Nueva vía de conversaciones (2013) y En el océano oscuro (2013). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, alemán, italiano y japonés. Ha publicado libros y ensayos literarios y antropológicos. Es investigador profesor en el Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas

 

 

EL REGRESO O LA LUCHA CON EL ÁNGEL

Enrique Flores

 

El regreso

o Nueva vía de conversaciones. Extraña manera de escribir volviendo sobre los pasos o exacta manera de hacer más real la memoria volviendo sobre los pasos o volviendo sobre las conversaciones. Que son las mismas y no son las mismas, en un regreso que no vuelve más que para hacer más real el olvido, el silencio, la desmemoria. La vigilia o el insomnio: ante mi asombro al revelarse el secreto de la escritura de El regreso, Jesús me habla de las noches que pasó desvelado, las horas de insomnio en que la escritura lo poseyó –se diría– compeliéndolo a la escritura, al regreso a un libro extraordinario y a un espacio igualmente extraordinario que no es un regreso pero que sigue el flujo de interminables conversaciones, de una palabra que no cesa, de una vocación no suspendida, de la revelación de un don que mata, que persigue, como el don o la vocación –en sueños revelada– de un destino que se impone como una fatalidad no elegida: don impuesto al brujo en la cosmopolítica indígena, o bien segundo sueño que renace —debe ser débil rama mi voluntadentre lirios y delirios.

Y a la vez libro del goce, la huida hacia una (vana) libertad sin pasado. Del flujo del deseo.

El regreso o el libro de las apariciones. Desde las primeras líneas descubro a personajes que conocí y conozco (creo yo por lo menos, aunque la irrealidad teje aquí su tela de araña y me hace dudar de esos fantasmas). Desde un escenario de Cerdeña, bello lugar que no conozco aunque sueño conocer desde hace tiempo, un tal profesor Badini convoca la ficción entera, con el pretexto de una profecía enunciada, como en los oráculos antiguos, por un personaje aparecido en la primera Vía de las conversaciones, inextricablemente mezclado desde ahora con el oculto narrador del libro. Y me asombra descubrir que es el mismo profesor Badini a quien, sin conocerlo demasiado, le escribí hace pocos días para pedirle que me orientara en asuntos relativos ¡a la ayahuasca! –como, muchas páginas después, pasa en el libro, cuando el profesor italiano ofrece incluso las referencias para acudir a los vegetalistas, cosa que por desgracia no pasó conmigo. O como la bella Georgia (interlocutora privilegiada, silenciosa, del libro), a quien conocí brevemente, como a Badini y al propio autor del libro, en un lugar llamado Monte Verità, antiguo refugio de anarquistas, nudistas, libertinos y psicoanalistas a cuya cumbre –hoy perfectamente organizada por la Universidad de Zurich– nos invitó otro tal “profesor Martin”, cuya fotografía aparece en la novela y con quien he tenido la fortuna de compartir más de un mezcal en varia locaciones del mundo. Curiosamente, poco después de conocerlo, unos años atrás, en un coloquio en el Colegio de México, se me ocurrió darle un libro de María Sabina, la “sabia de los hongos”. No dijo nada y la verdad no me extrañó; pensé que no le entusiasmaban esas cosas. Pero mi sorpresa fue grande cuando leí que “don Martín”, lo primero que le había platicado a don Diego (alter ego, nahual del narrador), era cómo había tenido “una experiencia de impacto en su vida con una señora de Guatemala”, y “cómo esa señora le explicara cosas necesarias de su vida”. Y sigue una conversación, entre miles de palabras cruzadas en el libro, que aquí sólo exalto a manera de revelador ejemplo:

Es al calor de aquella celebración que conozco a una persona extraordinaria, sin estar quién para preverlo […]. Esa noche de la cena nos conocimos y platicamos un poco de nuestras vidas.  De Suiza originario él, gusta de los relatos de los pueblos de México y del Perú en particular, de aquello cuanto ofrecen esos pueblos. Me confía cómo el año anterior tuvo una experiencia de impacto en su vida con una señora de Guatemala, señora de conocimiento, y cómo esa señora le explicara cosas necesarias de su vida.
–¿Cómo puede ocurrir eso? –me pregunta.
–Ocurre –le digo yo–, ocurre con gentes que tienen don, aun cuando vivan con limitaciones y sacrificios. Pareciera como que el don exige, a cambio, simplicidad o sencillez o y sufrimiento. Como aquí en Oaxaca se cuenta que pasó con la Sabina.
–¿Tú tienes también ese don, posees conocimientos? –me pregunta  Martín, que tal es el nombre de aquella persona extraordinaria–. ¿Cuál es la forma en que te ha sido dado? (130-131).

El regreso o el libro de las memorias apócrifas, en que los narradores se confunden y quizá se falsean –o libro de las memorias verdaderas. Difícil de seguir, o fácil, si se renuncia a las convenciones propias de los libros de memorias, como la de una identidad firme. El estilo y la forma cambian, renunciando a una estructura en función de una continuidad: creando una continuidad en función de un flujo puramente lingüístico, conversacional, coloquial, tonal y hablado, distinto a lo logrado en el ámbito de esa extraordinaria novela a la que se regresa y no se regresa: porque se quiere renunciar a ella y porque se la quiere negar para poder vivir. (Me refiero aquí, de nuevo, a Memorial del tiempo o vía de las conversaciones, obra aún no valorada en la magnitud de su significado, a pesar de los reconocimientos que ha recibido.) El regreso es, efectivamente, el regreso de la palabra, que es lo único que vale. Cosa que va a aplicarse en el libro de una manera absoluta y que no tolerará contradicciones, fluirá libre, sin complejos ni represiones, abierta a todas las construcciones, tonalidades y emociones.

Porque El regreso sigue siendo el libro del habla y las conversaciones en sentido absoluto. Con lo que eso implica de una dirección exacta en el registro estilístico de nuestra literatura o de nuestra oralitura, involucrando una tradición –a la vez conservadora e innovadora– de transmisión hablada, representada de una manera especial, y extraordinaria, por la narrativa de Juan Rulfo, aunque podemos remontarla a ciertas crónicas de la conquista admiradas por Rulfo, como la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, o el Libro XII, o de la conquista, del Códice Florentino, de Bernardino de Sahagún –producto extraordinario de hablas y relatos recogidos, traducidos y editados por el fraile y sus colaboradores indios–, o como la Vida de Periquillo Sarniento, bien leída por Jesús, gran novela picaresca que funda en el habla o en la lengua materna –lengua mamada, como la lengua “vulgar” de Dante, de la nodriza, en este caso de la chichigua indígena– la llamada literatura mexicana. Tradición negada, y hasta cancelada o forcluida, en el sentido lacaniano, de esa misma tradición de la “literatura nacional” –aunque aquí no aludamos al “nombre del padre”, sino a la “lengua de la madre”–, negándole, en ese mismo gesto, cualquier entonación particular a la escritura.

El regreso o el libro de la picaresca. Picaresca que podríamos rastrear, leyéndolo, no sólo a través del Periquillo como vertiente criolla, nacional y fundadora, sino también acudiendo a sus fuentes peninsulares, áureas, inequívocamente reelaboradas en la estructura y el tono de El regreso, con sus viajes incesantes y sus inesperados desplazamientos, con sus ascensos y sus descensos –de los mundos universitarios o académicos al bajo mundo y a los universos populares–, e incluso a las fuentes árabes que nutren a la misma narrativa del Siglo de Oro, con sus cofradías y hermandades, sus verdaderos y sus falsos predicadores, su omnipresente yo narrador incansable y a veces impúdico en sus aventuras. Libro del erotismo espontáneo y no disimulado, no temeroso de adentrarse en lo cómico o lo obsceno, extraordinariamente hedonista, siempre dispuesto a enumerar las delicias gastronómicas, los detalles escabrosos, las alusiones –no sé si mal llamadas, tal vez no– prosaicas o vulgares. El regreso o el libro del exilio, de la expulsión del mundo antiguo, del abandono sin lamentos de las utopías, del desencanto político (nunca del desencanto del mundo), en un gesto que no por secreto o por discreto deja de representar una toma de posición lúcida, reflexiva, autorizada, desprendida, no derrotada ante el desprendimiento del mundo anterior, fin de una herencia y sus ideales.

El autor de aquel extraordinario Testimonio del Congreso Indígena de Chiapas, organizador de esa reunión histórica justamente celebrada e injustamente olvidada en los intríngulis y en las emociones de su preparación, ofrece en El regreso una emotiva evocación / invocación / exorcismo de los caminos recorridos–la parte más presente aún de aquella experiencia, más perdurable en los senderos y en los lugares que en su persistencia política–, de los destinos cruzados que unieron y luego dispersaron, y perdieron, a hombres admirables, algún tiempo esperanzados y después supervientes, si no caídos o muertos ante las debacles del tiempo.

El regreso o el libro de las curaciones y de las transformaciones nahualísticas. Lenguajes de los animales y poderes de los brujos. Soplos de aguardiente para volverle el alma al cuerpo. Trance y posesión. De Berceo a Santo Iacobo. Desgarraduras de los hombres-tigres: garras, hígado, riñones, tripazón, bilis. Aguas de los tigres. Tabaco y aguardiente. Xun Gómez Oso y don Domingo Díaz Calixto: curanderos de Yutbax y Zontewitz. Éxtasis en las cañadas. El misterio. Sueños y revelaciones, rezos de las lluvias. “Ceremonias de los señores de antes”. Visiones, videncias, pulsaciones, sanaciones. Diáconos y plegarias. Sobación de los huesos, en Lacanjá Tzeltal (adonde estuve, gracias a Jesús). Observación del fuego. Destripamiento de gallinas. Divinación de “cagadas y orinadas”. Lucha a muerte de San Miguel y el “Santo Diablo”. Sueños de espanto. Recorrer los caminos de los sueños. Ritmos de las pulsaciones. Atender a las voces de las cajas de San Miguel. Sanar con gallos rojos. Destino (y condena) de Sanmiguelero. “Santo Diablo Panzón” –“Santo Juan, San Miguel, Santo Diablo, oh, tres cabrones perseguidores de mi persona por su servicio. ¿Qué me gano yo? Abandono, fatiga, expulsión de entre los más”. Don Benigno y su casa entera como “«recinto de las palabras», me dice, «las palabras»”. Nuestras vidas como “amasijos de las palabras”, a la búsqueda del amanti: “tierra escondida de las palabras”. Graniceros y nahualeros –“señores de la noche”, “hombres que saben convertirse en animales, al amparo de la noche, cubiertos con un gabán que se convierte en su nueva piel”, poderosos y temibles como “El Costal”, revolcadores de “trasnochadores y borrachos”. Anhelo, deseo –nómada, ritual– de contemplar “el momento de tranformación de un hombre en animal y la vuelta del animal en ser humano”. Escenas y estampas goyescas de carnaval y brujería. Brujas guajolotas. Aguardiente contra el espanto. Curanderos, adivinos del mercado de Jamaica. Virtudes de las plantas. Ixcate, zarzaparrilla, salvia, “consuela o salsú para los huesos desconchabados”, cuatecomate. Imposición de las manos, corrientes de energía, humos de braseros, trances inexplicables, “encantos, rayos de luz, de luz ráfagas”, esplendores, sonidos, vuelos, apariciones, fulgores, maleficios, rezos y resurrecciones. Dudas sobre la vocación, sospechas. Días perdidos en la selva. Extravíos. Y viento y sangre de los nahuales. Fórmulas mágicas para curar desconchabados, flabelados e idolopeyos, previa recepción de “las visitaciones de Santa María Egipcíaca”. Misiones de la Tarahumara y curanderos rarámuris. Aztecas y templarios. Concheros y Tlacaélel. Teorías e hibridismos que recuerdan La serpiente emplumada, la fantasmagórica novela de Lawrence inspirada en las fantasías mitológicas –fascinantes y alucinatorias– de Vasconcelos. De ahí los fulgores e iridiscencias inspirados por las pirámides: Cuicuilco, Teotihuacan, Tlatelolco, Templo Mayor, asociados a los autosacrificios sangrientos –punzamiento del miembro viril y danzas y caracoles esotéricos de Quetzalcóatl–, huehues, sonajas, sahumerios, salmodias. Tiempo de los sueños. Contradón. Deseo de transformación. Testimonios de transformados. (Metamorfosis sardas parecidas a las que concibió, en su obra maestra, el caballero Lorenzo Boturini, en sus Metamorfosis viquianas y barrocas del siglo xviii.) Leyenda sexual y fálica  de El Sombrerón, ese “señor de los florecimientos” reimaginado por Miguel Ángel Asturias y por Bernardo Ortiz de Montellano –“Ha pasado El Sombrerón. Las yeguas amanecen con la crin trenzada”. Y entretanto, doctrinas híbridas, astrológicas, neomexicanistas, a la espera de las “vibraciones del universo”. Piscis, Antar, “ombligo del fuego” en el “mustio collado” mesoamericano. Invocaciones sardas. Vocaciones suspendidas. Sueños caducos. Momentos de trasformación. Mutaciones defeñas “en los rumbos de El Toreo y las Torres de Satélite”. “Tentaciones del Maligno”. Espera de las transformaciones: “escucha de las chicharras y de las aves de la noche”. Noche, alumbramientos, himnos invocatorios. Cantos rituales. Brujos de Xochitepequez. “Litros de agua bendita”. Espondilitis anquilosante. “Garras de hombres de tigre”. Íncubos. Salamanquesas. Ayahuasca. Vacío: abismo, viento, nube, contemplación en el confín del mundo: “Es el confín. Hacia arriba, nada; hacia los lados, el vacío. Cúspide para la inmensidad contemplamos”. Agua contemplativa. La desgracia, lo inasible. Muertas rebeldías. Destino: “destierro, encierro o entierro”. Guerrillero: “¡ni la burla perdonan!”. La Señora de la Selva acabó por “entregarnos sus secretos y llenarnos literalmente de locura”. Vacío y nostalgia de vacío. Opacidad. Espacio terapéutico. “Una señora de Guatemala, alta, madura,” con la imagen de San Miguel y “con el monstruo de la Tierra bajo sus pies”: “–Ni extrañeza ni añoranza. En el límite estoy, en la espera”, dice el autor. “A la escucha estoy”.

*

El regreso o el libro de las moradas místicas. Libros de idolatrías, de supersticiones, libros de ensalmos y conjuros como el de Hernando Ruiz de Alarcón son otros antecedentes de la obra de Jesús Morales Bermúdez. Los libros de Próspero se apilan en esa biblioteca mágica fértil, hecha de conversaciones y revelaciones, y ofrecida a la inquietud y la invención. Pero El regreso es, sobre todo, el libro de las moradas místicas, con su anhelo vehemente aunque discreto de iluminación y de paz interior. Recuerdo la visita que hicimos, al día siguiente de conocerlo, a la abadía de Fraumünster en Zurich, donde fui testigo y compartí la admiración de Jesús por los vitrales del gran artista ruso exiliado Marc Chagall, y que con sus imágenes contaban una historia que podría servir de emblema a su aventura vital y conversacional, no solamente escritural, íntima: la de la Escala de Jacob y de la lucha de Jacob contra el Ángel.

Vía divina de las conversaciones –vía del Insomnio, vía del Sueño, vía de los Demonios–.

Enrique Flores
Instituto de Investigaciones Filológicas, unam

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Enrique Flores

 

 

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