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Dimas Lidio Pitty (Panamá, 1941)

Alfonso Peña, escritor y promotor cultural costarricense, provoca la evocación y la reflexión de este poeta cuya vida transcurrió por la política, el exilio y la búsqueda de la belleza.

 

DIMAS LIDIO PITTY
“Soy un hombre de dos mundos; se podría decir que vivo a caballo entre el campo y la ciudad…”

En mi anterior periplo por la República de Chiriquí, tenía en “agenda” visitar al poeta  Dimas Lidio Pitty, (Panamá, 1941), afincado en Potrerillos;  en esa ocasión no fue posible pues quedé atrapado y deslumbrado por los 3.475 metros de belleza natural del volcán Barú y otros ámbitos como Cerro Punta y Boquete;  la amabilidad y la excelente gastronomía de los habitantes de esas tierras pródigas.

En fecha reciente (abril, 2011), acompañado del artista visual y chamán Manuel Montilla, llegamos a las faldas del Barú, donde habita el vate chiricano.

La voz serena y atávica de Dimas Lidio nos dio la bienvenida.  Su acento cálido discurre –a la vez que caminamos por las diferentes estancias de la casa y  poco a poco nos muestra dibujos, acrílicos y grabados de artistas latinoamericanos– sobre diversos temas: las antiguas etnias Gnäbe-Buglé y la discriminación y “ninguneo” que sufren estas comunidades indígenas y la negligencia de los gobiernos de turno; el privilegio de vivir en la altura donde muchas personas  florecen y alcanzan increíbles índices de longevidad. Comentarios y notas satíricas sobre amigos comunes. El humor negro y desenfadado para señalar los aciagos tiempos de la dictadura panameña. El exilio vivido en la Ciudad de los Palacios.

Reanudamos el recorrido “güiki” en mano y nos ubicamos en  “el rancho para hacer asados y tamales” donde Manuel prepara los bártulos para llevar a cabo el ritual conversatorio.
Está a punto de hacer “click” la grabadora, cuando Esperanza irrumpe en el rancho y nos alerta de que tenemos una hora para realizar la conversa pues “la pasta” está a la espera.  Esperanza, mexicana, es la esposa del poeta;  no en vano la casa está “tomada” por rasgos y signos de la cultura mexicana. De pronto queda la impresión de que estamos en Toluca/Potrerillos…

¡En la sobremesa se escucha el meto chiricano con el órale chilango!

A.P.

 

ALFONSO PEÑA
Dimas Lidio, vos te trasladás para la ciudad de México en el año de 1969, en calidad de exiliado político; tomemos en cuenta que es el final de una década acelerada y de cambios significativos; tatuada por una serie de acontecimientos globales: París , México, y Praga 68,  el movimiento hippie, Vietnam… Panamá vive momentos muy complejos, con la toma del poder por los militares panameños.

DIMAS LIDIO PITTY
Conviene precisar que más bien “me trasladaron” y llegué a México a finales de 1969, después de haber permanecido casi un año tras las rejas, por disposición, voluntad o capricho de la “bota militar”. En Panamá hubo un golpe castrense. En realidad, esta denominación resulta excesiva, es demasiado elegante y delicada, para lo que realmente hubo. Ésos no eran militares, sino policías alzados, convertidos en gorilas, que luego degeneraron en delincuentes comunes en el poder.
Llegué a México como exiliado político y viví allí durante casi ocho años. Trabajé como periodista, que también es mi oficio. Fueron años de mucho trabajo, preocupaciones y mucha camaradería y cariño con otros exiliados, como los escritores, también panameños, Diana Morán, Ramón Oviero y Jorge Turner. En esos años, México era el país solidario y entrañable que acogía a muchísimos exiliados y perseguidos de toda Latinoamérica.  Recordemos que entonces en nuestra América, en varios países del continente, había dictaduras de corte fascistoide. Era lo que llamaban “el fascismo de la dependencia.”  Los panameños hicimos amistad con muchos de ellos mientras continuábamos luchando, porque se sabe que la lucha política traspasa fronteras, para personas que creen en la posibilidad de un mundo mejor y no de un país o un municipio mejores. Fueron años muy intensos de reafirmación y acrisolamiento de principios e ideales, de consolidación de criterios y de mucha solidaridad con compañeros y movimientos de todo el mundo.

El golpe de estado en Panamá, se da en los momentos en que el presidente electo, Arnulfo Arias Madrid, está por iniciar su mandato…
Arnulfo Arias Madrid había jurado el cargo de presidente constitucional once días antes del golpe de estado. El cuartelazo fue encabezado por  el coronel de la Guardia Nacional –que así se llamaba entonces el aparato represivo– Boris Martínez, y otros se le sumaron. Luego el coronel Martínez fue defenestrado y quedó al frente Omar Torrijos, quien se hizo notorio dentro y fuera de Panamá.  Esta fue la gente que persiguió a los movimientos populares y a todos los  que consideraban inicialmente  como adversarios. Antes de preguntar si estabas con ellos o contra ellos, ya te habían metido al bote. En esa atmósfera represiva, muchas personas fueron torturadas, desterradas o asesinadas. Algunos olvidan estas cosas y otros hacen cuanto pueden para que sean olvidadas.  La dictadura se prolongó  por veintiún años. A  la muerte de Torrijos, mediante zancadillas y deslealtades Noriega se hizo con el poder. Lo demás es historia conocida.

     Retornemos al periplo mexicano. ¿Cómo era el clima que se experimentaba en el ámbito sociocultural en la “urbe azteca” en esos años de cambio y derrumbe de muchas estructuras?
Se podría decir que era un clima de efervescencia, reflexiones y búsquedas. Tanto nativos como exiliados latinoamericanos compartían inquietudes sociopolíticas y culturales. México tiene una larga tradición de hospitalidad política, de riqueza humana y cultural. La coincidencia y el contraste de criterios, la diversidad de experiencias y posturas frente a la coyuntura, favorecían la clarificación de perspectivas y de conciencias. En lo personal, tuve ocasión de conocer y relacionarme con valiosas figuras de la política y la cultura de países como Argentina, Chile, Ecuador, Puerto Rico, Uruguay, Cuba, Colombia, República Dominicana y Centroamérica. Y, por supuesto, también con grandes valores de la cultura mexicana. Algunos han fallecido; con otros se mantiene el vínculo de amistad. Omito nombres para evitar que esta respuesta se convierta en una especie de directorio telefónico y, además, para no incurrir en injusticias y vergüenzas por olvido. Bueno, en síntesis, lo que quiero decir es que tuve la fortuna de que el destierro impuesto se convirtiera en una experiencia provechosa, en lo cultural y humano.

      Al tiempo, entras en relación con el poeta costarricense, Alfredo Cardona Peña; conociendo su humor, su carácter satírico, sus interminables conversaciones, su solidaridad  y su amplia cultura… ¿Cómo fue tu relación con el autor de Anillos en el tiempo?
El maestro Cardona Peña me acogió con mucha cordialidad y simpatía cuando fui a conocerlo, porque iba yo a entrevistarlo para el periódico  El Día. En ese tiempo El Día era uno de los diarios más importantes e influyentes de México, no por su tiraje, sino por su impacto en las conciencias; aspiraba a influir en el país sobretodo mediante el contacto con los círculos de decisión. Esto, desde un punto de vista político,  era de gran importancia; y en Latinoamérica, desde el punto de vista de la información internacional, era también un referente, porque pretendía ser bastante objetivo. En esto coincidía, más o menos, con la postura editorial de Le Monde. Era un periodismo muy serio, pero a la vez accesible a la gente promedio. De tal manera que cuando las agencias noticiosas manipulaban la información, ahí la reelaborábamos, porque contábamos con el servicio de doce agencias informativas, más servicios especiales  y corresponsales propios  en algunos lugares. Eso nos permitía sintetizar la información y ofrecerla en forma más o menos objetiva o, por lo menos, no manipulada y tendenciosa. El Día tenía páginas diarias dedicadas a la cultura, además de suplementos dominicales.
    Se me encargó entrevistar al maestro Cardona Peña y lo fui a visitar. El poeta me recibió con gran cordialidad, y ésta aumentó cuando supo que éramos vecinos y paisanos centroamericanos. De ahí surgió una relación amistosa. Además, antes de conocerlo personalmente, ya admiraba su obra literaria. Conversamos, entre otras cosas, de su cuento “La niña de Cambridge” y de la época en que fue editor de la editorial Novaro y había  influido para la publicación de algunas obras  muy interesantes; hablamos de una de sus pasiones, que era la edición de paquines. Él era uno de los responsables de la publicación de estas historietas o comics, que en muchos casos eran traducidos del inglés. La editorial Novaro  los distribuía en toda Latinoamérica. Recuerdo que él siempre se comportó conmigo de modo gentil y caballeroso. También conocí a su hijo, Alfredo Cardona Chacón,  un pintor destacado. Aquí  conservo dos obras de él.

   Cuando vos llegás a México, había ocurrido la matanza de Tlatelolco. ¿Cuál fue tu sensación ante ese hecho?
La matanza de Tlatelolco fue el dos de octubre de 1968; llegué a tierra mexicana en la primera semana de noviembre del año siguiente. Todavía el pueblo mexicano vivía momentos de pesar y angustia; la sociedad estaba conmocionada. Había personas amigas que sufrían terriblemente, como los poetas Juan Bañuelos, Efraín Huerta, Óscar Oliva, Thelma Nava y otros. Había una gran pesadumbre, por un lado; pero también cólera reprimida, por el otro. Ambas  cosas coexistían.

     Recuerdas el gran poema mural de Juan Bañuelos sobre este lamentable episodio de la historia mexicana contemporánea, el poeta como testigo ocular, entre pirámides, calles y pasillos…
Siempre me ha parecido que el papel del poeta y la poesía están relacionados con la memoria y el testimonio… Jamás se debe olvidar la injusticia ni el crimen contra los pueblos; no se pueden borrar. Eso es parte no sólo de la memoria, sino de nuestros genes; de la memoria biológica, no sólo de la individual.  El poema de Juan propone que episodio histórico y mito permanezcan vivos en toda su dimensión. Por momentos se vuelve épico, cuando hace conexiones en el tiempo entre la matanza de Tlatelolco del trece de agosto de 1521 y la matanza de Tlatelolco en ese infausto año de 1968.  La voz del poeta Bañuelos canta la terrible gesta donde la sangre española hierve y hiede con la sangre indígena; casi cinco siglos después el mito se reafirma con el derramamiento de sangre mexicana en el mismo panteón legendario…

     Es una grata coincidencia, que  en esta conversación, abordemos y rememoremos a un poeta muy apreciado por diversos cuates y amigos. Recuerdo que lo conocí en San José, en un antro luminosamente/oscuro llamado El Lobo Púrpura. Por ese  ámbito desfilaban los artistas del underground centroamericano y de otras latitudes. Los viernes había una gran rumba y se presentaban poetas, músicos, mimos, sesiones espiritistas y surreales. En alguna oportunidad, Ramón, en medio de un gran “destrampe” leyó sus poemas. El ritual se inició a media noche y se prolongó por varias horas, ante una gran concurrencia…
    Ramón Oviero y yo pertenecemos a un grupo de poetas panameños que se aglutinó en torno a hechos significativos  de nuestra  historia, como fue la matanza de estudiantes en 1958 y las jornadas patrióticas de enero de 1964, frente a la prepotencia yanqui.  En 1958, el gobierno nacional reprimió un movimiento estudiantil de protesta que demandaba el mejoramiento de la educación; hubo manifestaciones en todo el país. A mí me tocó ser uno de los militantes y dirigentes de la Federación de Estudiantes de Panamá en la provincia de Chiriquí.  Ramón y otros poetas  estudiaban en el Instituto Nacional, en la ciudad capital. Al tiempo coincidimos en la Universidad de Panamá y ahí se formó el grupo “Columna Literaria”, que luego se convirtió en “Columna Cultural”. Casi todos los días, mayormente por la tarde, nos reuníamos en la cafetería de la Facultad de Humanidades algunos interesados en la poesía: Pedro Rivera, Ramón Oviero, José Manuel Bayard Lerma, Ramiro Ochoa, Ornel Urriola, Eligio Salas (+), Alexis Robles; y ocasionalmente llegaban César Young Núñez, José Antonio Córdova, Mireya Hernández, Griselda López, Bertalicia Peralta, José Antonio Moncada Luna, Roberto Luzcando y otros.
    Esas sesiones se convirtieron en una especie de “Taller literario”. Todos llevaban lo que estaban escribiendo en ese momento y lo discutíamos apasionadamente. Nos destrozábamos sin misericordia; era como un frenesí. Había un poeta que presentaba nueve o diez poemas diariamente. En serio y en broma, decíamos que sufría de diarrea poética. Por supuesto, ese cofrade era meticulosa e inmisericordemente aplastado, triturado por los demás.
    Aquellas sesiones, a pesar de su carácter informal, eran un asunto serio. Una vez se me ocurrió enviar un poema de combate a la revista que editábamos. Los editores de la revista   –Pedro Rivera, director; Ramón Oviero, jefe de Redacción– rechazaron el poema y me enviaron una nota, donde decían que no lo publicaban porque era un poema panfletario y tal y cual. Yo les contesté, también por escrito, con una suerte de refutación –semilúcida y totalmente apasionada, como era de rigor– de lo que ellos argumentaban. Lo que te quiero resaltar es la seriedad con que tomábamos esos asuntos. Estas cosas ya no se ven en ninguna parte.  Ese debate era literario, ideológico y político. Resultaba enriquecedor para todos. De ahí surgió la hermandad con Oviero y otros compañeros. El grupo organizaba lecturas de poesía en la Universidad de Panamá. Eran recitales poéticos multitudinarios. El público no cabía en el Paraninfo Universitario, que tenía capacidad para más de quinientas personas, y había que poner bocinas en el exterior, porque la gente que no podía entrar también quería oír los poemas.
Muchas veces, la tertulia de la tarde la continuábamos en la ciudad. En los barrios antiguos, como San Felipe, Calidonia, Santa Ana y El Chorrillo (este último prácticamente borrado por las bombas y el fuego de la invasión estadounidense de 1989), íbamos a cantinas legendarias, como la Nueva Ciudad de Verona, que hacia mil novecientos treinta y tantos visitaba el ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta, autor de Canal Zone; La Aurora, la Montmartre, la Chalet, la Nuevas Brisas de Ancón, en la que el poeta Demetrio Korsi evocaba sus años de París y charlaba con los muertos del cementerio vecino, y la Central, donde alguna vez estuvieron Rubén Darío y Vargas Vila.  En esos lugares, casi templos para la bohemia y la juventud de entonces, se prolongaban el intercambio poético y las discusiones sociopolíticas y literarias, en ocasiones hasta el alba. Entre Oviero y yo, la hermandad artística y una especie de complicidad etílica y vital se mantuvieron desde entonces.  Incluso fui testigo y padrino de su boda. Luego compartimos el destierro. Se puede decir que, hasta su muerte,  Ramón fue para mí un hermano muy querido, además de ser un gran poeta.

    Hablemos de otra personalidad panameña: Rogelio Sinán…
Mi relación con Rogelio Sinán fue de admirador y discípulo a maestro. Sinán, además de ser figura señera de la literatura panameña de los primeros tres cuartos del siglo veinte, por su obra y por sus iniciativas y estímulos en las tareas literarias y culturales, era una persona abierta, amable, gentil, que compartía con los jóvenes. Tuve con él una buena relación; en algún momento también tuvimos discrepancias, como es natural.  De Sinán guardo recuerdos gratos, pese a que en su última etapa estuvo cerca del régimen imperante y yo en la acera de enfrente. En resumen, era un hombre querible y un escritor de gran calidad. De él conservo buenos recuerdos. No puedo decir otra cosa.

     La narrativa de Sinán es muy apreciada en otras latitudes…
Y creo que merecidamente. Los cuentos de Sinán  se inscriben dentro de la buena literatura que se da en Latinoamérica en ese momento.  Tanto en la prosa como en la poesía, Sinán incorpora elementos de la vanguardia, que había adquirido durante su estadía en Europa. Por ejemplo, el uso del sicoanálisis, la multiplicidad de puntos de vista de Pirandello, a quien él admiraba. Utiliza con eficacia estos recursos para abordar y recrear la realidad nuestra. Creo que ésa fue una lección de Sinán que debemos valorar en su justa medida. Ahora, sin negar su valía, algunos consideran más relevantes sus aportaciones narrativas que su producción lírica. Es posible que haya algo de razón en ese juicio. Pero, más allá de predilecciones de género o apreciaciones subjetivas, Sinán es –como bien dices– un autor muy apreciado y valorado, dentro y fuera de Panamá. Aparece en importantes antologías y creaciones suyas han sido traducidas a varias lenguas. En pocas palabras, el suyo es un nombre imprescindible en la historia de nuestras letras.

     Dimas Lidio, vos inaugurás tu ruta poética con el poemario Camino de las cosas (1965); se puede rastrear una añoranza por la infancia, imágenes campestres en contraposición con referencias  urbanas y ante todo la mirada periférica en la injusticia: “los pobres de la tierra”…  Es un poemario que denota lo cuidadoso, el equilibrio entre decir las cosas categóricamente y tener olfato fino para no sucumbir ante la  tentación de la mácula  panfletaria…
Algo de eso hay, sí. Soy hombre de dos mundos; se podría decir que vivo a caballo entre el campo y la ciudad. Pasé la infancia en el campo; más bien en el monte, pues nací en los alrededores de Potrerillos, en un lugar donde sólo había cuatro casas, la más próxima de las cuales estaba a doscientos metros de la nuestra y casi no se veía, por el rastrojo y los árboles. Allí viví hasta los siete años, cuando me enviaron a comenzar la primaria en David, la capital de la provincia.
Quizás esa etapa rural fue decisiva en mi manera de ver el mundo, de percibir la vida. Después adquirí otros conocimientos y la visión se amplió, sin duda, sobre todo en aspectos relacionados con la evolución histórica y la vida social; sin embargo, el germen de lo que soy como persona y como autor hay que buscarlo allí, en la convivencia con los abuelos y la familia y los animales, tanto domésticos como silvestres. Las ciudades y las grandes urbes me han dado muchas experiencias enriquecedoras, por supuesto, pero creo que las raíces de mi alma están en la tierra. Soy como un árbol que de día recibe la luz del sol y de noche mira las estrellas y los mundos; no obstante, jamás despega sus raíces de la tierra.
En cuanto a las preocupaciones éticas y sociales… Por lo que me enseñaron de niño y por lo que he aprendido y reflexionado luego, pienso que el hombre es un ser nacido para el trabajo, el amor, la verdad y la justicia. En consecuencia  –primero, quizás instintivamente; después, reflexivamente–, me identifico con la postura del apóstol Martí: “Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar.”  Es decir –en la línea de Dostoievski–, me solidarizo con los “humillados y ofendidos” de todas partes. Creo que es un deber moral ineludible para toda persona bien nacida. Y mucho más en los tiempos actuales, con lo que pasa cada día en el mundo.

     De igual modo que Rubén Darío y muchos otros artistas, tienes predilección por las tonalidades azules. El color blue, indistintamente tiene diversas connotaciones literarias y visuales. Tu libro El País azul conforma una especie de diapasón lúdico.  Me queda la impresión de que bajo el título hay una especie de  tsunami  que “esmalta” el contenido. ¿Cuál es tu visión?
Ese libro para niños fue el primero que escribí, aunque no el primero en ser publicado. Entonces tenía veintiún años y vivía en la capital del país. Así que en el trasfondo de esa obra, más allá del asombro y los juegos, quizás estén las sensaciones y la añoranza del terruño, que es azul. El lugar donde nací es una llanura extensa, un plano inclinado, en las faldas del volcán Barú, el punto más alto de Panamá. Desde allí todo se ve azul: el volcán, la cordillera, los bosques, el cielo, el mar, las islas. Desde Potrerillos se dominan más de doscientos kilómetros del litoral pacífico panameño.  La vista abarca del oriente chiricano a Punta Burica, en la frontera con Costa Rica. Así que, aunque mi color favorito es el verde, si me dieran a escoger, posiblemente no escogería una vida color de rosa, sino de color azul.

      Crónica prohibida (1979), es un poemario testimonial de tu paso por la Cárcel Modelo de Panamá, en 1969; se enfatiza en el poema “La celda número 13”; en Panamá obtiene el reconocimiento nacional con el Premio Ricardo Miró. ¿Consideras que éste sea un libro contestatario o sobre él campean la tristeza  y la soledad?
Como dicen por ahí, es un libro que admite varias lecturas. No diría que es sólo contestatario, ya que en él afloran sufrimiento, cólera, tristeza, amor, patriotismo, evocación, esperanza, anhelo de un futuro distinto… En fin, es conciencia de vida y de muerte. Es decir, de humanidad. No aspira a ser otra cosa.

    En estos tiempos que vivimos es posible hablar de  nostalgia revolucionaria…
La revolución no es nostalgia: es anhelo y esperanza. Y en tiempos como éstos es cuando más se debe afirmar el ánimo y pulir la esperanza. El objetivo, el vellocino, el ideal, la felicidad, la utopía –llámesele como se quiera– siempre está adelante, detrás del horizonte. Es lo que nos mueve. Y como la utopía no ha muerto, ni morirá mientras viva el hombre, no hay por qué sentir nostalgia. En vez de afligirse y llorar por lo que no pudo ser, es mejor ponerse a trabajar para que llegue y sea. La experiencia humana es aleccionadora al respecto.

¿Consideras que tu poesía es colindante con tus libros de cuentos? ¿Se reitera la temática o,  por el contrario, tu prosa es vernácula, con símbolos cotidianos y permeada por el lenguaje onírico?
Creo que hay afinidades entre una y otros. En realidad, la preocupación es la misma: el hombre. Su circunstancia, sus sueños, sus luchas. Varían los ámbitos, los escenarios, pero el personaje no cambia: el hombre en el tiempo, en la historia, frente al destino que él mismo se labra. La expresión de esa agonía, de ese drama, es la literatura. Es decir, la palabra potenciada, que proyecta y contiene al hombre. No sé si eso se logra en lo que hago, pero ésa es la intención.

    Conversemos en relación a tu libro de cuentos Los caballos estornudan en la lluvia.
Es un libro de atmósfera predominantemente rural. Es una aproximación a la gente, al ambiente donde nací. Podría tomarse como una especie de tributo a la gente humilde, sencilla, del campo. A sus costumbres, desvelos y sudores. Y también a sus mitos y sueños, por supuesto, porque la gente es todo eso, y más.

     En la actualidad se menciona la Novela de las transnacionales (novela bananera, agraria, urbana-proletaria, del caucho, del petróleo, novela de la mina, etc.); me parece que dentro de esta novedosa clasificación, se tendría que tomar en cuenta la novela canalera. Vos tenés una novela que es pionera en ese tema; sería muy conveniente que nos hables de tu libro Estación de navegantes y la influencia que ejerce en los escritores panameños.
Ese libro lo escribí en México, durante el exilio. Fue un modo de acercarme a la patria distante, no sólo aherrojada por una dictadura, sino con su territorio parcialmente ocupado por un poder extranjero. El objetivo era mostrar a Panamá como zona de tránsito desde la época prehispánica, como punto de convergencia de viajeros y culturas y, simultáneamente, como país dependiente de metrópolis imperiales; pero no desde una perspectiva maniquea, sino comprensiva, adecuada a la dialéctica de la realidad. 
De las novelas relacionadas con el Canal, hay tres (dos anteriores a Estación de navegantes) vinculadas a coyunturas históricas cruciales: Canal zone, del ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta, a la gran depresión de 1929-1932; Luna verde, de Joaquín Beleño, a la Segunda Guerra mundial, y Estación de navegantes, a la guerra de Vietnam; es decir, se ubica en el marco de la acción planetaria del poder imperial.  
Esta novela se ha utilizado en colegios y universidades de Panamá, ha sido editada y  leída fuera del país y ha recibido comentarios favorables. No obstante, no me atrevería a decir que ha ejercido alguna influencia en escritores panameños.

    ¿Recuerdas la  obra de Malcolm Lowry, Por el canal de Panamá?  (1960).  Es un ejercicio escritural  diferente a  Bajo el Volcán,  y a Oscuro como la tumba donde yace mi amigo; más bien es ficción y tiene que ver con la literatura de viajes.  Lo significativo, e infame, es que en las descripciones que hace el narrador  beodo y alucinado, en la travesía  por el mar de Mesoamérica, apunta: “¡Malditas sean todas las repúblicas centroamericanas con su corrupción, su lindura, sus dictadores, sus mordidas, sus turistas, sus revoluciones tontas, sus volcanes, su historia y su calor!”.  ¿Verborrea o ironía?
Conviene pensar que es verborrea del personaje e ironía del autor. Parece poco verosímil que Lowry, quien sentía gran afecto por nuestras tierras, mostrara malquerencia y desprecio hacia nosotros. A lo mejor es la pesadumbre del ebrio, que en ocasiones se exterioriza en palabras caústicas antes de terminar en llanto.  Ahora, sea cual sea el trasfondo, esas palabras –escritas hace más de medio siglo– aluden a tópicos dolorosos, a realidades entonces existentes y persistentes todavía. Por si acaso, me quedo con el padre del cónsul de Bajo el volcán, que es una obra mayor, de oscuridad transparente.

      Buena parte de tu creación la has realizado  en Potrerillos,  al pie del  volcán Barú, en la banda  amistosa y fronteriza “pana-tica”; para concluir esta amena charla, cuéntanos de tus proyectos escriturales inmediatos.
Aunque la mayor parte de mi vida la he pasado lejos de aquí, mis raíces nunca han salido de esta tierra. En este lugar, prácticamente todo es venturoso. Suelo, temperatura, nivel de humedad, luz y aire propician el florecimiento y la conservación de la vida. Aquí es común que muchas personas pasen del siglo. En la familia he conocido dieciocho centenarios. El último murió hace tres años, a los ciento dos. El más longevo alcanzó los ciento catorce. Una señora vivió hasta los ciento diecinueve. Y otra, de un poblado cercano, murió a los ciento veintidós. Hace algunos años, después de padecer las tensiones y las angustias de las grandes urbes, pude cristalizar el anhelo de volver a vivir en el terruño y me gustaría quedarme en él hasta el final. Probablemente la estancia no será muy larga, pero el tiempo que sea quiero pasarlo aquí.
En cuanto a proyectos de trabajo, lo único que tengo en mente es seguir haciendo lo que hago mientras el cuerpo aguante y tenga ánimo y aliento. Hemingway decía que un hombre puede ser destruido pero no derrotado. Creo que esa frase vale para los afanes literarios y para la creación en general. Un artista, un creador no renuncia ni se jubila mientras le quede un hálito de sensibilidad, de conciencia, de vida. Y después sigue la brega, desde el silencio y las letras.
Ya sabes que en nuestros campos la décima se canta. Bueno, quizás en este caso, como despedida, se podrían aplicar unos versos que dicen:

Al pie de la cordillera,
el Barú veló mi cuna
y en el Valle de la Luna
viviré cuando me muera.

 

Potrerillos / Barrio Amón, mayo de 2011

 

 

4 comentarios

  1. Luis Alexis Serrano Araúz