Los Territorios De La Poesía
El 24 de abril de 1991 fueron asesinados Jorge Torres Navas y Julio Daniel Chaparro en Segovia, un pequeño pueblo de Antioquia, mientras hacían una investigación sobre la masacre que ocurrió en ese mismo territorio cuatro años atrás. El proyecto al que estaban vinculados Torres y Chaparro era Crónicas de lo que la violencia se llevó, y para ese momento ya se habían publicado 4 entregas en el diario El Espectador. Llegaron en horas de la tarde a Segovia y luego de dejar sus pertenencias en el hotel Fujiyama, salieron a caminar, a respirar el ambiente del pueblo. Dieron una vuelta y decidieron entrar al estadero Diana, para beber un par de cervezas. Si uno quiere conocer un territorio, especialmente uno de Colombia, debe sentarse en uno de esos estancos, tomarse un trago y hablar con los viejos a quienes el alcohol siempre les suelta la lengua y las nostalgias. Eso lo sabían los dos periodistas, en especial Julio Daniel que para ese entonces tenía 29 años y en un par de semanas lanzaba su libro de poesía Árbol ávido, en la Feria Internacional del libro de Bogotá. Lo que no sabía Julio Daniel es que ya los tenían vigilados y sitiados. 4 miembros del ELN los esperaban afuera del estadero, aguardaron a que los periodistas salieran y caminaran algunos metros hacia el hotel, los abordaron y les dispararon. El crimen aún permanece sin resolver.
Sin embargo, a pesar de los tiros que aún resuenan como un eco en la historia de nuestro país, estos jamás han logrado solapar el canto de la palabra de Julio Daniel para quien “Es oficio de vivir llegar de nuevo hasta el crepúsculo”, como un mantra para transgredir a la muerte. Así mismo como ha ocurrido con tantos y tantas poetas que se enfrentan a la ignominia de la violencia y del olvido en un país desafecto por recordar. Porque, en definitiva, Colombia es una sinfonía de músicas y de palabras que los violentos han querido callar, porque si el sonido de los disparos convoca a la muerte y al silencio, el de la poesía invoca a la vida y la memoria.
De este modo, los territorios de la memoria que devienen de la experiencia sensible de los seres humanos, aquellos que los criminales nos han arrebatado para que en estos no entre la luz ni la palabra, se han convertido también en los territorios de la poesía, en una lucha de contrarios en la que el arte destierra la penumbra para que los demás podamos entrar a mirar en detalle el sufrimiento del otro, porque la poesía es, en este caso, faro que ilumina las profundidades de lo que somos, luz que nos permite contemplar los caminos que hemos transitado hacia el fondo de las cosas, verdad íntima del despojo y del sufrimiento.
Ahora bien, el poeta como testigo no sólo ha ofrendado sus sentidos para dar cuenta del horror del que hemos padecido como nación, sino que ha sacrificado su calma y su alma, su palabra y su silencio para que en el mundo quede vestigio del sufrimiento. ¿Cómo documentamos una lágrima, un grito, una despedida? No hay otro modo que en el ejercicio de sumergirnos hasta las profundidades del ser humano que ha padecido la vida y así transformarlo en poesía. ¿Cuántos hermanos no se han vuelto a encontrar? ¿Cuántas madres buscan a sus hijos en escombreras que resuellan aún con el hálito del poder? La poesía también se convierte en la voz de los desposeídos, en el registro que demarca en el aire las esperanzas de quienes nos fueron arrebatados con saña.
Dice Horacio Benavides “Una tarde de regreso a casa/ escuchaste una música extraña/ el crujir de mínimas armas/ airados metales”, como una imagen sonora recurrente en nuestro país, cuando ese crujir metálico de los fusiles rompía con el orden lingüístico de la vida. Esa desestructuración de la realidad y de la existencia dentro del lenguaje sólo es recuperada por la poesía, que reinventa la forma en que nos enfrentamos al extrañamiento que proviene del dolor. Por eso es tan amargo que además del pecado original que nos endilgó el cristianismo, los colombianos debamos nacer marcados por el estigma de la violencia circunscrita a nuestra lengua, como lo canta Mery Yolanda Sánchez “Antes que del vuelo de la mariposa supiste de la infamia”. Y entonces ¿cómo sanamos nuestra palabra heredada? ¿Cómo nos resarcimos de este crimen de haber nacido sobre osamentas que a nadie le pertenecen? ¿Cómo nos nombramos a nosotros mismos antes que a la muerte?
Nuestra tradición literaria es la metáfora del desplazado que a pesar de haberlo perdido todo, de avanzar siempre mirando al piso con amargura, es capaz de levantar su cara al sol y contemplar con asombro lo hermosos que son sus territorios y lo bondadosa que es la vida, como lo menciona Cristina Valcke “Los desplazados llevan la marca/ en su frente,/ sangre de maíz/ endurecida al sol y al viento”, porque a pesar de la muerte, la poesía continúa su marcha hacia el porvenir, que no es otro que el corazón de la humanidad y la promesa de nuevas tierras para cultivar. Para Hernando Guerra queda el rastro “En los ojos de los muertos, / por el río de troncos y racimos un silencio espeso, / como si dijeran: es suficiente todo sacrificio”, pero al parecer no siempre es suficiente y jamás se ha saciado la sed de la derrota, porque los derrotados somos aquellos que callamos, a quienes nos convencieron de que el mejor territorio era el del silencio.
La poesía también le cambia el rostro a la guerra. Siempre hemos creído que la guerra les pertenece únicamente a los hombres, que la violencia se agazapa al fondo de los ojos de los hombres, pero es a las mujeres a quienes más les arrebata, pues les quita su extensión de la vida, fruto de su seno, recuerdo de su sueño, paisaje de su memoria. Elvira Alejandra Quintero, poeta caleña, dice “Pero un día de junio, dos mil uno/ los emisarios de la muerte te llevaron armados y fuertes y oscuros/ y te arrastraron a la sombra de donde no volviste nunca más”, como una súplica al que se fue. Y a su vez, Yorlady Ruiz se pregunta “¿Cómo decirle a mi madre que ya no me espere?” Aquí hallamos dos voces que convocan a la víctima, no al victimario, como si no hubiera espacio suficiente para estos últimos cuando de pérdidas se habla. Y Angélica Hoyos nos presenta la imagen de las madres “Aquí estamos las madres todas:/ las menstruantes, las que los amamantaron/ las que nos aborrecimos al parir, / las que abortaron y no se arrepintieron, / a las que expulsan de los atrios de palabra y la virtud, / excavando en las desapariciones de los primogénitos” porque todo parto es violento y es violenta la vida en sí que da para arrebatar cuando la muerte se hace presente.
Por otro lado, la memoria no sólo le pertenece a los seres humanos, también les pertenece a los territorios y a las cosas, a todo aquello que alguna vez abandonamos o nos obligaron a abandonar, pero es sólo por medio de la poesía que recuperamos además de su nombre ancestral, su memoria más íntima, como lo dice el poeta tulueño Omar Ortiz “Hoy, cuando sólo quedan guijarros calcinados,/ y no existen arboledas que podamos bautizar,/ la voz de mi madre dibuja en mi memoria/ hermosos follajes” porque sólo al recuperar a través del lenguaje los instantes perdidos, estos regresan para jamás marcharse. La poesía se convierte en “Divino regalo para soportar la vida”, como lo menciona el poeta cucuteño Saúl Gómez.
Así pues, en este dossier antologado por la poeta del pacífico Martha Cecilia Ortiz Veinte voces contemporáneas de Colombia, Poesía testimonial como una ofrenda para la memoria, se destacan poetas que no sólo son reconocidos por su oficio como Horacio Benavides, Mery Yolanda Sánchez, Omar Ortiz, Yirama Castaño, Rómulo Bustos, Eugenia Sánchez, Hernando Guerra, Elvira Alejandra Quintero, Julio César Goyes, Cristina Valcke, Hernán Vargascarreño, Yorlady Ruiz, Carlos Fajardo, Angélica Hoyos, Saúl Gómez, Luisa Villa, Alejandro Cortés, Tatik Carrión, Luis Mallarino y Ela Cuavas, sino que como su título lo indica, la poeta Martha Cecilia Ortiz recopila estas palabras como ofrenda a la vida, a ese tiempo sin tiempo en el que pervive la belleza del verbo, a ese futuro que no existe, pero que demarca el sendero por el que caminará la voz del poeta. Así es, la poesía es un camino que explora regiones inhabitadas para que los hombres y las mujeres recordemos, padezcamos y nos regocijemos frente a lo sublime; porque a despecho del honor y la gloria, los poetas colombianos hemos escrito para sobrevivir e intentar ayudar a sobrevivir a aquellos a quienes les arrebataron su voz.
Y entonces imagino a Julio Daniel y a tantas víctimas caminar por los territorios de la poesía que son inagotables e inextinguibles, despojados de la muerte y del olvido, cantando su poema y a su vez todos los poemas:
Si una noche cualquiera me encuentran muerto en una calle
y ven mi boca repleta de insectos rabiosos
trabajando en mi lengua
no me sufran:
habrá sucedido que caí antes de escuchar el balbuceo de mi hijo
hecho una lluvia de madres desnudas sobre mi corazón
con sus manos alzadas como nubes.
Piensen en mí y recuérdenme cantando
o recuerden mis pasos detenidos junto a un piano
cuando hablaba de mi madre
bella y triste como un árbol
como una huella de pájaros.
Daniel Ángel
Selección de Martha Cecilia Ortiz Quijano
Horacio Benavides – (Bolívar, Cauca)
La mariposa de tu alma cruzando el abismo
En memoria de Javier Benavides
Una tarde de regreso a casa
escuchaste una música extraña
el crujir de mínimas armas
airados metales
En el barranco de tierra cuarteada
diste con un nido de alacranes
enloquecidos de vida
Barquero
hazle un puesto en tu nave
a este muchacho
que quizás olvidó su moneda
Piensa que no es poco
escuchar una música
jamás oída
Mery Yolanda Sánchez – (Guamo, Tolima)
Nacimiento
Antes que del vuelo de la mariposa supiste de la infamia. Te enseñaron a no lanzar la flecha para evitar el arrepentimiento. Te dijeron que tenías que inventar una familia y la conseguiste completa para los asesinos. No esperaste los hijos de tus ganas. Viejo como estás, no llorarás por los que no nacieron, sabes bien que de ellos es la gloria de la eternidad.
Omar Ortiz – (Bogotá, D.c.)
Pandi
Eran los años en que los sueños me habitaban.
Como el malabarista que se juega el alma
en compañía de la muchacha que se alimenta de fuego,
transitábamos mi madre y yo sobre los muertos
que en el día simulaban ser pájaros ciegos.
Peregrinos de la piedra, en romería a las aguas termales,
olorosas a azufre,
topábamos los límites del inframundo,
donde reinaba el jinete sin cabeza.
Mi madre, como si nada ocurriera,
iba señalando los nombres de los árboles:
éste es un guayacán, decía, aquel, un arrayán,
el que está junto a las grandes rocas, un guayabo,
y así uno tras otro, desfilaban ocobos, guanábanos,
gualandayes, almendros,
mientras yo recordaba el golpeteo de los cascos sobre las losas.
Hoy, cuando sólo quedan guijarros calcinados,
y no existen arboledas que podamos bautizar,
la voz de mi madre dibuja en mi memoria hermosos follajes.
Yirama Castaño – (El Socorro, Santander)
Thë Wala
A Enrique Guejía Meza, médico tradicional
y alguacil del Cabildo Indígena de Tacueyó asesinado
el domingo 4 de agosto de 2019, 5:30 a.m. Toribío, Cauca.
Soy Wala y hablo la lengua nasa yuwe. Este que ves al lado mío, junto al cuerpo que se desangra, es mi bastón de mando. Muerto fui, un domingo al empezar agosto y anunciarse el día cuatro con el aleteo del mensajero del sol. Lo vi la tarde anterior al salir de la aldea de la luz, donde está mi casa. Imaginé que traía flores en su pico y que a la vereda la invadían los olores de los leños y la comida hirviendo. Creí que vendría con la suerte y la alegría de la minga en ese vuelo.
Fue un instante, pero bastó para alejar el extraño frío que se metía en mis pies desde el subsuelo, paralizando mis dedos. Esa tarde soñé con bailes. En el ocaso, señalé el lugar de las tres piedras. Aquí, la mujer, el agua y la luna; allá, los hombres; y, en la esquina, los niños, los nietos del trueno, y el territorio del gran pueblo. Le di gracias al abuelo fuego y le dije adiós a la tulpa.
Lo presentí en mayo, cuando las garzas comenzaron a caer de los árboles por el veneno y desconocidos llevaban la madera, después de la tala, cerca al cementerio. También fueron víctimas de la ponzoña los ratones, las abejas, las arañas y las palomas. Alguien no quería desecho en esas tumbas.
Antes de salir, en el sereno de la madrugada, revisé las plantas amargas y corté algunas dulces. Intercalé en la huerta, las bravas con las frías y las calientes. Les pedí a todos no molestar al duende, caminar sin hacer ruido por los bosques y recoger muchas hierbas alegres. Ir al páramo por la yacuma y el apio.
Muerto fui esa mañana, a la salida del sol, cuando saludaba el viento. La pájaro pihua cantó al lado derecho. Alcancé a escuchar un sonido infinito y seco y cómo entraban en mi cuerpo los destellos. Tengo en mi bolsillo las cáscaras de canelo que bajé de la montaña.
Ahora camino rumbo a los páramos donde viven los ancestros. Me muevo entre la niebla y los valles estrechos. Equilibro los espíritus. Busco la armonía. Soy Wala y este es mi bastón de mando. Me hablan las plantas y las hierbas. Llovió la noche de mi muerte. Y yo me sentí hijo del agua.
Romulo Bustos – (Santa Catalina De Alejandría, Bolívar)
De la moral de las piedras
Dijo
Aquel que se sienta ángel que arroje
la primera piedra
Y nadie arrojó la primera piedra
Dijo
Aquel que se sienta demonio que arroje
la primera piedra
Y nadie arrojó la primera piedra
Entonces las piedras se arrojaron contra los hombres
y sobre ellos amontonaron un monumento
a la impiedad
Porque las piedras poseen una moral de piedra
Y solo fue salvo
el cronista de esta fábula que era sordo de solemnidad
y de quien descienden
los actuales ángeles-demonios
que siguen sin arrojar la primera piedra
ni la última, por supuesto
Eugenia Sánchez Nieto – (Bogotá, D.c.)
Oscuridad cruzada de voces
Esa que va al bar y ebria baila con cualquier hombre
la que prefiere los sitios más ruidosos para no tener que hablar
está viva y piensa en la muerte
en la noche larga del palacio incendiado
el miedo, los gritos, la sangre…
el humo recorriendo cada intersticio, el plomo en el aire
la noche larga…
la mujer que llora en el espanto y asusta a los vigilantes
en la casa del crimen
los hombres dados por muertos
condenados a suplicios que asustan al más valiente
ella que prefiere los sitios más ruidosos para no tener que hablar
sabe que el tiempo cambia
que hay una oscuridad cruzada de voces.
Hernando Guerra – (Armero, Tolima)
En los ojos de los muertos,
por el río de troncos y racimos un silencio espeso,
como si dijeran: es suficiente todo sacrificio,
sea lugar de cambio en la forma y contenido
del verso que escriben los poetas del invierno.
Y nos acoja, y nos lleve por tranquilos senderos
de regreso al único refugio posible: el amor.
Pasaban a nuestro lado las veces de regreso
salvando el caudal del río crecido de racimos
de mirada triste, de ojos blancos.
Elvira Alejandra Quintero – (Cali, Valle Del Cauca)
Noticias
No te conocí Kimy Pernía Domicó
ni tu piel emberá del alto Sinú
ni tu voz pausada de sabios consejos
ni tus ojos de luna chispeando bajo la lluvia.
Pero un día de junio, dos mil uno
los emisarios de la muerte te llevaron armados y fuertes y oscuros
y te arrastraron a la sombra de donde no volviste nunca más.
Tu sonrisa ilumina los diarios
tierna, limpia
y en ella reconozco la inocencia.
No te conocí John Edward.
Blanco.
Uno sesenta y nueve de estatura.
Camiseta blanca con logo de Hawái.
Zapatos blancos con rojo y jeans oscuros.
Pero desapareciste un dieciséis de agosto, dos mil seis
en una calle sin nombre, así como tu tumba.
No te conocí Walter Antonio.
Pero dijeron las noticias que una noche 11 y 30 camino hacia tu casa
fue la última
porque no volvió nunca más tu gente a verte
llamando a reuniros en la casa aquella
ni en la plaza aquella
ni en la calle aquella para hablar vuestros asuntos.
No te conocí, Eduardo.
Pero fuiste acallado en Bogotá
un día de abril de uno nueve nueve ocho
allí mismo donde una vez dijiste entre café y cigarrillos
que sería un milagro si te dejaban vivir más allá de mayo
y que si así ocurría ya no morirías ese año
y por eso
había que aprovechar para estar algunos días con quienes más amabas.
Y así fue.
Tampoco te conocí, Romina.
Pero vi tu fotografía de frente, blanco y negro, y el letrero de Se busca.
Desaparecida un lunes tres de enero de mil novecientos noventa y algo más
tres hijos, dos nietos, viuda
y no volviste nunca de la reunión de todos los lunes por la noche.
No te conocí Pablo, Marco Fidel, Manuel José
Carmen, María Estela, Joaquín
Jorge Iván, Richard, John Jairo y Adolfo y Alejandro.
Borrados todos en Bogotá Cali Chinchiná Popayán Villavicencio
y en otros pueblos sin nombre sin fecha y sin camino
un día de tantos de un año de tantos de mil novecientos ochenta o noventa o algo más.
Mi país fin de siglo
mi país a las puertas del nuevo milenio.
Julio César Goyes (Ipiales, Nariño)
El fósforo encendido
Mañana otro será el alfabeto del exilio
distinto el interés que atiza la sombra.
La escritura será presentida no como pálpito
sino como alarido, ocurrirá de nuevo
en el bucle del olvido.
Sísifo no cargará más la piedra
porque lo aplastará un derrumbo
y el viejo Heráclito se bañará
sin pensar en cualquier río.
El amor celebrará renovados idilios
entre flores vigiladas por la muerte.
Yo soy el beso que no sale ni llega
al cuerpo, el fósforo encendido
sin vela que lo aguarde.
Cristina Valcke – (Cali, Valle, Del Cauca)
IV
Los desplazados llevan la marca
en su frente,
sangre de maíz
endurecida al sol y al viento,
han dejado de ser invisibles
no recordaban cuanto pesa el color
ni la belleza.
Deben aprender a moverse
como cachorros de ñu,
antes de que el mundo los deje.
Sueñan que el ombligo
es una flor azul
que los hermana
con el cielo
y que un antepasado
cruza las noches
para contarles sus visiones,
por eso saben
que aún les quedan
las estrellas.
Hernán Vargascarreño – (Zapatoca, Santander)
La casa
Al remontar la montaña
una casa abandonada
se sostiene apenas
en los delicados y los del olvido.
Los montes, con dolidos por la pena,
evitan cualquier eco de sus lamentos
y los engullen en sus neblinas
para mitigar en algo
el duro paso de los peregrinos.
El viento, como una forma del tiempo,
ya ha destrozado puertas y ventanas,
y entra y sale a su antojo
transfigurando las quejumbres del abandono
que se esfuman ladera abajo
haciendo rodar sus huesos invisibles.
Yorlady Ruiz López – (Pereira, Risaralda)
Estoy montado en un poni en la instantánea que tiene mamá
y un caballo de palo fue mi compañero:
siempre imaginé mis viajes galopando las montañas,
y alcancé a ser un llanero solitario.
Ahora mamá cuida con celo la foto para que el tiempo no la borre.
Ya mi cuerpo no da sombra en este mundo
y mi imagen se deshace en el papel.
El caballo de palo crepitó en el fuego de la casa.
¿Cómo decirle a mi madre que ya no me espere?
Una mano asesina deshizo
el recuerdo de tu mirada,
la foto, el caballo de palo,
la mano herida.
Hoy siento sobre mí el relincho de las bestias,
soy un pedazo de paisaje ignorado
que llaman Catatumbo.
Carlos Fajardo Fajardo – (Cali, Valle Del Cauca)
En voz baja
Es la muerte, decimos
y el aullido del viento en los socavones
se escucha contra los muros.
Lo mencionamos en voz baja
y andamos en puntillas por los cuartos
pues ella envuelve con su hábito
los párpados del que duerme la siesta,
teje con relucientes hilos
la sábana del desahuciado,
se camufla en la brisa
que azota los muros
como nocturna premonición,
cuchillo que violenta nuestro sueño,
corta la transparencia del día.
Angélica Hoyos Guzmán – (Barranquilla, Atlántico)
Pedido a la diosa
Aquí estamos las madres todas:
las menstruantes, las que los amamantaron
las que nos aborrecimos al parir,
las que abortaron y no se arrepintieron,
a las que expulsan de los atrios de palabra y la virtud,
excavando en las desapariciones de los primogénitos.
Lloramos contigo,
limpiando el cerco que condena nuestros hijos a la muerte.
El duelo con el que nacimos se ha hecho piedra en nosotras,
librando al mundo de los asesinos para su redención.
Ese abrazo amoroso de matar y redimir al muerto propio.
Siembra todo lo que apesta en nuestra sangre
Vuelve tu rostro oscuro hacia nosotros
no olvides dejarnos la seña
del camino que traza la grieta
para hacer de nosotras la medicina.
Saúl Gómez Mantilla – (Cucuta, Norte De Santander)
XIII
Una hoja, río abajo, puede ser una señal para el hombre que prepara la soga, que prueba el nudo antes de suspenderse sobre el mundo.
Tras la ventana, un globo que cae en medio de la noche, puede ser para el niño que no puede conciliar el sueño, todo el espanto que escapa de su imaginación.
Un bello sonido en medio del tumulto, la música de unas palabras, un acento, puede ser la esperanza que aguarda el joven en espera de su amada.
Una leve lluvia, en una tarde despoblada, puede hacer que los ojos desesperados anuden el llanto, y viertan en los labios un salado amanecer.
Divino regalo para soportar la vida.
Luisa Villa Meriño – (El Copey, Cesar)
Trastorno de la mordida
En la cocina la carne se ha cortado y hecho guiso a sí misma
hoy me levanté con la mordida estresada.
Los poetas me abandonaron
porque no rio como poeta,
no soy como poeta
no tengo apellido de poeta.
Abuela, ahora tengo la boca tan rota como la tuya
y tanto miedo a las miradas como tú.
¡Estoy agotada, y no quiero saber de poetas!
¡Ni las benzodiacepinas ni las prótesis estarán a nuestro alcance!
Quiero contarte que una mujer estuvo un día escondida en el baño,
aún después que ya no hubo disparos,
cuando salió, la ronda que antes era de baile se transformó
en hilera de muertos,
a cada muerto ofrendó la flor de un diente
y se fue cantando con su boca vacía,
yo también estoy cantando
con los huesos de mis muertos en las manos,
incompleta frente a la candela.
Abuela, ¿por qué a esta vida astillada se le dio por colgarse de un colmillo?
Alejandro Cortés González – (Bogotá, D.c.)
Aydala
En memoria de Daladier Arismendi “Dala”, (1975 – 2014)
Fueron ellos quienes trazaron en tu cráneo los caminos del Huila en oleajes de
hierro
Fueron ellos quienes ataron tus manos con pedazos de cuero de tu primer tambor
Fueron ellos quienes hicieron que tu cabellera bailara separada del resto del
cuerpo
Fueron ellos quienes te abrieron nuevas bocas y allí guardaron la baba de su risa
No fue un robo
Fueron ellos
Firmaron su sevicia con tu sangre en las paredes
y se alejaron en la nocturna fosca del domingo
Degollaron al ruiseñor y tú en tu cántiga
Mutilaron la flor y tú tan espina de crisálidas
Cosieron tu boca para el grito, no para el canto
En el filo que destaja al mundo suena un tambor de manos atadas
Te lloran el Rin y el Magdalena
Tu madre envejeció veinte años de lágrimas
Agua apozada en erizos de cuarzo
Nadie ve ni oye las pisadas de las botas de caucho que apagan la hoguera entre
las montañas
Nadie
Pero fueron ellos
Ay Dala
Aydala
Tu nombre se ha unido a la herida
Fueron ellos
Los que se nombran con escupitajos de sierras eléctricas
Los que ya nadie quiere ver ni oír
Porque hoy quieren cantar
Porque hoy todo es canto
Y el recuerdo de la edad febril que nos hermanó entre casetes y polvorines
Ángel de cristo negro Señor de Etiopía cielo que se mira en lo profundo de la tierra
para acogerte en un batir de sombras
Hoy todo es canto
Y tambores de manos atadas
Las voces de tus hermanos bordan con hilos de sangre
banderas sobre tu féretro.
Tatik Carrión – (Chía, Cundinamarca)
Desolación
¡Cuántas cenizas de rostros!
En las ruinas todo es más triste,
hasta el silencio.
En el desierto de lo que fue una hoguera
se recuerda mejor:
pasan nítidos los instantes,
revelaciones
de cuando fuimos otros.
El viento toca
los pies descalzos y pequeños
de la guerra,
los pies del abandono y
la tragedia.
Una mirada y otra,
y otra más,
los ojos preguntan
los cadáveres responden.
Las mujeres y sus cantos.
Las mujeres y su angustia.
¡Cuántas cenizas de los sueños!
Y el corazón como siempre
inocente
como un niño perdido
en la noche.
Luis Mallarino – (Cartagena, Bolívar)
Temístocles Machado
Este territorio está mezclado con mi sangre,
irme sería como olvidarme de mí mismo.
Temístocles Machado
Me gusta pronunciar tu nombre,
Temístocles,
parece el nombre del ingrediente secreto
que da color a las rocas.
Parece también una palabra mágica
para que al fin se maduren los tamarindos,
Te-mís-to-cles,
lo repito
y se sonrojan las mandarinas.
Si dos o tres se reúnen en tu nombre
una semilla parpadea
en el vientre de la tierra,
y un trozo de bambú presiente
cuál será su nota musical
en la marimba,
Temístocles,
el verdadero mapa de Buenaventura
estaba en las arrugas de tu frente.
Las líneas de tus manos
fueron afluentes del río Anchicayá.
¿Cuántos tocaron a tu puerta a media noche
para pedir una tacita de tierra
y completar así el café?
Temístocles,
nos han negado la tierra,
no oímos ladrar a los perros,
y todas las respuestas
estaban en tu portafolio:
¿quién es el dueño de los robles amarillos?,
¿a quién pertenecen las gallinas sin vacunar?,
¿en dónde comienzan y terminan
las raíces del limonero aquel?
Me gusta pronunciar tu nombre,
Temístocles,
lo digo
y siento que se fastidian tus asesinos.
Ela Cuavas, (Montería, Córdoba)
Te sedujo el canto de un pájaro
Tú me esperabas frente a la galería,
con aquella blusa azul casi transparente
y una fina sensualidad en tu labio inferior
que no necesita lápiz,
porque las mujeres como tú
son más que carne.
Yo, al otro lado, en la estación,
viendo partir autobuses,
con la tristeza de un judío
que ve partir el tren en una película nazi,
atravieso la calle; y el agua y sus colores
se desvanecen lentamente en la acera;
los cristales de la galería revelan
las trampas de la luz.
Eres la mujer con la que soñé una noche,
sentada en mi mesa,
bebiendo de mi vaso,
bailando un jazz de John Lee Hooker,
cabello azabache, ojos de pantera.
¿Dónde hubiéramos ido esa tarde
de alucinados demonios
en la que neones y automóviles
nos ocultaban el cielo?
Aquel día que no quisiste seguirme
porque te sedujo el canto de un pájaro
y yo tuve que devolverme ebrio
a mi barrio de hojalata.
Daniel Ángel, Nació el 2 de agosto de 1985 en Bogotá. Además de poeta y narrador, es docente de literatura y artista formador de IDARTES para el área de creación literaria. Es autor de las novelas Montes de María (2013, ganadora de la convocatoria de novela del Festival Internacional del libro de Saltillo, Coahuila, México), País de colores (2015), Rifles bajo la lluvia (2017), En esa noche tibia de la muerte primavera (que ganó el II Concurso Nacional de Novela Universitaria UIS 2017, y que ahora Seix Barral reedita con el título de Silva), antologador del libro de cuentos La muerte tiene tos (2022) y Sepultar tu nombre (2022), libro publicado por Seix Barral. Ángel ha publicado artículos en las revistas Casa Tomada (Nueva York) y El Malpensante, en el diario El País y en el mensuario Desde abajo. Sus poemas salen en el libro Poetas que hay que morir antes de leer (México, 2014) y aparece en la antología nacional de crónicas sobre el conflicto armado Nosotros no iniciamos el fuego (2017).
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