El Vientre De Todas Las Guerras:
Armando Romero

La presente novela desobedece los predicados del concepto barroco de forma binaria musical porque no hay repetición como estructura central, y las dos partes que la integran devienen objetos históricos y literarios que se refractan y reflejan al mismo tiempo que se suceden. Debo aclarar que como reflexión, el pasado histórico rebota en el presente, permitiéndonos ver la realidad como es, mientras que como refracción hay una distorsión de la realidad producida por los cambios que originan los sucesos que se narran, produciendo así una realidad alterada, ficcional, si queremos.
Dos novelas entrelazadas funcionan al unísono. Una de ellas es una novela de historia-ficción que acontece a finales del siglo XIX en la región del Estado Soberano de Cauca en Colombia; la otra, se desarrolla en el siglo XXI en Madrid, España. Esta novela del siglo XXI narra lo que sucede al escritor colombiano (Ariel) y a su compañera articulista española (Aminta) mientras él escribe la novela del siglo XIX y ella lucha a su manera contra la trata de blancas. El objetivo primario de Ariel es tratar de descubrir la identidad de su abuelo (Primitivo), quien fue un militar de la Guardia colombiana, y por lo tanto la novela del siglo XIX se impulsa de esta manera dentro del marco social, personal, de los habitantes de Cali, aunque como búsqueda lleva a otros encuentros. Estos encuentros consiguen una visión general y particular de dos de las guerras civiles de finales del siglo XIX: la guerra de las escuelas o conventos (1876) y la guerra de la Regeneración (1885). En este cuadro entran los principales políticos del Estado de Cauca y también el italiano Ernesto Cerruti, famoso por el “caso Cerruti”, que incluyó participación de la Corona Española y del presidente Cleveland de USA. La novela narra en detalle la relación de Ernesto Cerruti con Tomás Cipriano de Mosquera, el secuestro del obispo de Popayán urdido por Cerruti, la matanza de conservadores por los liberales en Cali en diciembre (1876), la invasión de la marina italiana a Colombia, la participación de Jorge Isaacs en las guerras civiles, entre otros puntos históricos rigurosamente investigados. La novela se cierra con detalles de la Guerra de los mil días y la pérdida de Panamá.
La novela del siglo XXI conlleva un doble discurso literario. Por una parte el personaje femenino (Aminta), amante del escritor, sondea los efectos de reflexión que hay entre la política española del siglo XIX y el XX con la política colombiana de esas épocas, pero también, a manera de refracción, se convierte en una novela de suspenso ya que al unísono estos personajes tratan de liberar a una adolescente de las garras de las mafias colombianas, rusas y españolas dedicadas a la trata de blancas y otros delitos.

 

Dos Fragmentos
*

Madrid. Siglo XXI

A Ariel le encantaba estar en Madrid, y asimismo la idea de levantarse temprano en la mañana y salir a caminar por su barrio, deambular por la Calle de la Huertas hasta la Calle del León, y parar en el pequeño restaurante y cafetería llamado Don Diego, desde donde podía establecer un diálogo con sus añosos amigos, Cervantes, Quevedo, Góngora y Lope de Vega.
Al lado del café fuerte Ariel le preguntaba a don Miguel sobre los trucos que había utilizado en su novela de caballería. “Una de las artimañas en las que me empeñé fue en no ir a la Nueva Granada como lo tenía planeado. Si me hubiera metido en ese corral de indios y españoles y negros, la novela me hubiera escrito a mí y no al revés”. “Pero usted era pariente de Juan de Castellanos y a éste no le pasó nada, siempre pudo escribir sobre los Varones Ilustres”. “Mi pariente era un gran mentiroso. Eso de decir que allá en ese berenjenal había varones ilustres es pura manipulación para congraciarse con la Corona”. “A mí me dicen que no fue que usted decidiera no ir a la Nueva Granada sino que la gente de Sevilla le negó el permiso”. “Da lo mismo, al fin y al cabo no importa quien vaya a pie si don Quijote o Sancho, ¿no le parece?”. “Bueno, tendría que pensarlo”. “Hágalo, y si escribe algo sobre su Nueva Granada ya verá que todo se le tuerce. Las cosas hay que mirarlas de allá para acá, piense en eso, pero acá está la clave del truco, así es la cosa”.
Con don Francisco las cosas eran más directas, nada de vueltas y revueltas, todo al grano. “Para aprender a escribir mejor usted tiene que ir a donde las putas, así hice yo y ya ve que da resultados”. “Bueno, estoy emparejado con una mujer bella y eso para mí cuenta. Además se llama Aminta”. “No, Dios me libre, me cubro los ojos con la mano, se trata de las putas, ellas están de verdad dentro de la naturaleza, eso que llamas principio de todo sin principio, son libres, eternas. Y si tu problema es escribir tienes que hacer como los mosquitos, que no les encuentras bocas ni pulmones y sin embargo tocan instrumentos y te hieren o como la polilla que roe sin dientes o las pulgas que no se ven pero se sienten. Así es como se escribe”. “¿Y qué me dice de su don Pablos?”. “Bueno, el que busca rebusca o si no rebuzna. De manera que lo que encuentra mi buscón es eso, lo que hay en el camino y vuesa merced tendrá que meterse de cabeza a indagar si quiere escribir”. “¿Cómo así?”. “Entienda que si los ricos no pueden pasar por el ojo de una aguja, los escritores tienen que pasar por el ojo del culo para poder ver lo que está allí”. “¿Quiere decir usted que no importa si el personaje sube o cae, o se mete debajo de la cama?”. “A mí lo que me importa es el que el personaje sueñe, así sea echándose pedos. Y antes de que se vaya déjeme advertirle que por estas calles anda un personaje pegado a una nariz que huele a soledades. Tenga cuidado que le da por confundir a la gente con el reverso de sus versos”.
Dicho y hecho, no había caminado dos pasos por la calle que va a la Plaza del Ángel cuando se le apareció don Luis, quien venía desde Chueca. “Larga caminada se ha hecho usted, don Luis, para venir hasta estas alturas”. Pero don Luis pareció no prestar atención a lo que decía Ariel. “Conmigo la charla no va a ser tan fácil porque lo que digo no es para que usted lo entienda sino para que le ponga tinta a la pluma”. “A mí siempre me encantó la manera de usted escribir poemas que no tienen pies ni cabeza”. “Pues le parecerá de seguro interesante saber que ahora estoy trabajando en uno al cual tengo que sacarle un ojo. No es fácil sacarle un ojo a un poema, pero si le saco los dos me voy hasta Homero y eso me complica la vida”. “Podríamos decir que con eso de las Soledades a usted le dio por caminar en un solo pie, y de para atrás”. “Si, pero no soy eso que me llama un crítico pelagatos, que poeta de la luz o de las tinieblas. Siempre hay luz por todos mis versos aunque la gente no pueda ver por en medio de ellos. Y también hay mucha música en ellos. Ese crítico no tiene orejas, y de seguro que es un orejete sin el ojete, ¿no le parece?”. “Pasos de un peregrino son errantes. Usted lo dice, don Luis. Allí está todo, ¿verdad?”. “Si, es que la gente no sabe viajar. Por esta calle por donde andamos se va a todas partes, no se olvide, no sólo a la Plaza del Ángel. Pero esta calle tiene sus problemas, dizque por aquí anda un lopillo que es más fornicador que poeta. Póngale cuidado”.
Y así fue. Lope al galope. Mejor no podía describirlo Ariel porque se le vino encima en esa Calle de las Huertas con todo el peso de sus libros, los cuales cargaba en la espalda y en los bolsillos. “Son armas para defenderme de un agongorado maléfico que entreteje versos como si fueran poemas”. “Es decir, que si usted lo ve por esta calle, ¿se los tira encima?”. “Así como suena. Lo aplasto con mis libros porque él no tiene nada. Nunca publicó uno siquiera”. “Pero a usted si la va bien con don Francisco, ¿no es cierto?”. “Francisco es mi compinche, le gustan tanto las mujeres como las palabras, y de eso se trata cuando hay que escribir”. “¿Entonces usted cree que para escribir hay que andar metido con las mujeres?”. “Sí, pero a Francisco le gusta irse con las putas, y yo prefiero las más fresquitas, como Belisa quien no tiene ni quince años. Cuando usted las coge a temprana edad los versos le salen más transparentes, aunque también, cuando quiero darle peso a mis teatradas las cojo más maduras, y si son de otro mejor. También me gustan las raptadas porque producen novelas pastoriles. Eso irá en mi arte de hacer comedias, ya verá”.
Definitivamente Madrid era una ciudad que satisfacía todos los gustos de Ariel, y ahora andaba contento porque se veía claro que a Primitivo le gustaban las mestizas. “Ya Aminta debe estar preparando una buena tortilla”, se dijo.

*

Cali. Siglo XIX

-El hijo de George Henry Isaacs, Jorgito, tu amigo, se me vino un día de pelión durante la Guerra Magna, y no quedó otra que darle sus coscorrones –le dijo Tomás Cipriano a Ernesto Cerruti y siguió:
-Yo antes le había dado trabajo en la carretera a Buenaventura pero se metió a conservador con Ospina, y en esa Guerra Magna por las soberanías, cuando nos querían partir el Cauca en varios pedazos los centralistas, se las agarró contra mí. La verdad que ahora se ha vuelto liberal, y es masón como nosotros, así que hay que perdonársela. Ya lo nombré inspector para las escuelas públicas, y ahí le toca lidiar con los hijueputas curas. Los escritos sobre la educación que publicó en El Programa Liberal son pura candela y les están dando en la güevas a los godos. No faltaría más y se levantan estos lameculos del Papa y sus Obispos.
-Su novela María ha tenido buena fama y se vende por varios países, lo cual es mucho –dijo cuidadosamente Cerruti.
-Si. Y poeta es, y ha dirigido El Universal. Es inteligente el culicagado pero con eso no va a vivir. Así que le he pedido a Conto y lo vamos a meter en el ejército para que nos ayude a parar a Núñez con sus paisas. A este Jorgito del carajo la gente lo quiere y lo sigue, aunque es un pésimo comerciante, usted lo sabe.
La contradictoria rabia de Tomás Cipriano con Jorge Isaacs, quien era mucho más joven que él, era que a pesar de eso, en muchas cosas se parecían, aunque Isaacs nunca había llegado a tener una posición de poder como Cipriano. De esclavistas a abolicionistas habían saltado de conservadores a liberales, y más, porque Isaacs era ahora un liberal radical. Tenían el mismo afecto por la plata, terrateniente el uno con haciendas por parte de su padre, aunque ahora perdidas o vendidas, y minero el otro buscando oro por todas partes. Les encantaban las mulatas y las negras. Sin embargo Isaacs no era de abolengo, era medio extranjero porque su padre era judío, y por eso le iba mejor en Cali, ciudad que acogía a los extranjeros más que Popayán, Cerruti lo sabía y lo mismo Tomás Cipriano, que sólo veía por delante la alcurnia que viene con el poder.
Ernesto Cerruti conocía bien los problemas de Isaacs y se había enfrascado en el negocio de la hacienda Guayabonegro con él y con los vendedores y acreedores. Su novela María era favorita de su esposa y sus hijas, y aunque él veía en ella los toques de un pensamiento conservador, no por eso dejaba de gustarle.
-Esa novela la escribió allá en La Víbora, cuando lo pusimos a dirigir las obras de la carretera a Buenaventura, así es que me la debe a mí –dijo don Cipriano con orgullo.
Ese año de 1876 Tomás Cipriano había empujado al poder del Estado Soberano de Cauca a César Conto, quien era primo de Isaacs, y Cerruti calculaba con acierto que al avance de los conservadores, estos dos se tirarían derecho a la guerra, por lo cual el contrabando de armas lo favorecía mucho, y lo ayudaba económicamente, además del comercio de quina y sal. Más allá de Buenaventura y Cali, sus negocios se ampliaban a nuevas concesiones en Palmira y Cerrito. Cerruti está contento, la guerra le venía bien.
La protección de extranjeros que tenían Cerruti y otros no alcanzaba completamente a Isaacs, quien era colombiano y católico, aunque de raíz judía como se sabe. Al regreso de Chile, donde había pasado un par de años representando como cónsul al gobierno central, Isaacs y un amigo chileno de apellido Infante compraron una hacienda al norte de Cali llamada Guayabonegro. Cerruti trató de ayudarlo en la aparatosa caída económica de Isaacs, quien no pudo administrar esta inmensa hacienda y todo quedó en manos de acreedores, prestamistas, banqueros, quienes hicieron lo posible por dejarlo totalmente en la ruina. Cerruti lo estimaba y admiraba en cierta manera, aunque su corteza de comerciante hábil y tramposo lo mantenía distante de alguien que para él no estaba bien en la tierra, tal vez en los cielos de la poesía, y allá no hay dinero. Pero su mujer Emma, lo consideraba un gran hombre, digno de toda atención y cariño. Así, un día de esos con sabor a guerra, Emma aprovechando que Isaacs estaba en Palmira, donde Cerruti tenía su casa, le pidió a éste que le pasara una invitación para almorzar. Cerruti no estaba muy contento pero aceptó, su frágil esposa casi nunca solicitaba nada de él.
Isaacs llegó en punto, siempre a caballo, de capa elegante y botas relucientes.
La casa de Cerruti tenía un hermoso zaguán decorado con motivos italianos y locales, que daba a una puerta de madera enmarcada en una forma de pared fronteriza. Al pasar, un patio engalanado de flores, especialmente buganvilias, daba cobijo a una fuente que vertía agua por varios lados, la cual producía un sonido que era del agrado de Cerruti. Alrededor de las habitaciones, y cerca a la puerta de entrada, estaba la sala de recibo con muebles y alfombras traídas de Europa, y casi enfrente, en una habitación abierta al patio, estaba el comedor, colocado de tal manera que el viento que corría por la casa lograba bajar allí la elevada temperatura del trópico que azotaba la casa. Más al fondo se podía oír el ruido que producían los animales, caballos, gallinas, perros, conejos. Los sirvientes atendían prestos los gestos de dirección de Emma, casi como en una obra de teatro ritual diario.
Esta elegancia en el trópico le encantaba a Isaacs, ya que estaba ligada a la vida de sus padres en la hacienda Manuelita, y el toque extranjero que le imprimía Cerruti también lo llevaba a recordar a sus padres.
Antes de pasar al comedor, Emma le brindó a Isaacs un licor traído por ellos de Italia.
-No sé si usted conoce este licor, lo llamamos grappa, y viene de una región cerca de mi casa en Turín, es hecho en un viejo pueblo llamado Bassano. Ya verá que le recuerda a nuestro aguardiente acá, pero es un poco más suave, porque no es de caña sino de uva –dijo Cerruti.
A Isaacs le gustó mucho el licor y eso dijo, agradecido por la deferencia. Pero antes de empezar una conversación que lo sacara del tema y lo hiciera más embarazoso, decidió hablarle a Cerruti de las desgracias de sus negocios.
-Usted sabe que a mí lo que me quebró fue que nunca comenzaron con el ferrocarril como habían dicho, y mis haciendas perdieron el precio que las compré –empezó Isaacs.
-¿Y su amigo, el abogado José Eustaquio Palacios que lo ayudó antes con la herencia de sus padres, no lo pudo ayudar también esta vez?
-No, desafortunadamente. Usted sabe que él lanzó ese semanario, “El Ferrocarril”, para empujar los trabajos del tren a Buenaventura, pero tampoco consiguió mucho hasta el momento.
-Mire, don Jorge, desde que yo llegué a este país aprendí dos cosas, que si los paisas quieren hacer algo, lo hacen, y si los del Cauca quieren hacer algo, lo postergan. Aquí lo único que no se retrasa es la guerra, ya ve usted que se nos viene encima.
-Sí, lo sé bien y allí estaremos. No hay otra solución. Pero antes de hablar de la guerra quisiera decirle que no he olvidado la deuda que tengo con usted. Yo le pagaré ese préstamo, con pesos fuertes, don Ernesto.
-Usted sabe que yo lo estimo a usted mucho y no tengo ninguna duda de su honestidad. Ya luego veremos eso del dinero, no se preocupe. Como le dije a su debido tiempo, no puedo comprarle su finca Guayabonegro porque planeo regresar con mi familia a Italia. Quiero mucho a Colombia pero la incertidumbre que crean las guerras impide el progreso.
Ya en el comedor, Cerruti abrió una botella de Erbaluce di Caluso y con extrema delicadez lo sirvió a Isaacs.
-Este es el mejor vino blanco de Italia, y sólo lo tengo para personas como usted, don Jorge –dijo Cerruti. Era claro que buscaba impresionar a Isaacs, pero más, buscaba satisfacer a su esposa, quien estaba visiblemente encantada con la presencia de Isaacs, y continuó-, y lo hemos enfriado con hielo que se hace aquí en Palmira por los mismos que lo hacen en Cali. Y a mí me parece perfecto para el sancocho de nayo que nos van a servir ahora, ya lo verá.
Los platos hondos, humeantes, dejaban ver el plátano cocido, las mazorcas de maíz, el zapallo y la yuca, todo adornado con cimarrón y cilantro. En un plato aparte, con arroz, aguacate y tajadas de maduro dulce, estaba el pez nayo, grande y reluciente. Este nayo era un pez de la zona del río Dagua y el Anchicayá.
Jorge Isaacs estaba sorprendido al ver la mezcla de vinos italianos con un plato de origen humilde, tan propio de Colombia, y con un pescado de la región donde él había pasado un par de años trabajando como capataz en la construcción del camino de ruedas de Buenaventura a Cali y fue allí donde escribió la mayor parte de su famosa novela. Sin embargo, el vino caía muy bien con la carne dulce del pescado, y así lo dijo.
-Yo quise agradecerle que hubiera aceptado nuestra invitación haciéndole preparar este plato –dijo Emma.
-Era mi comida mientras trabajaba en esa tierra llena de mosquitos y víboras, y era lo mejor del día, usted puede saber –dijo Isaacs.
-Hemos leído su novela que es tan hermosa y tan triste. Yo con mis amigas y con mi familia lloramos por la muerte de María –dijo Emma.
-Yo también –dijo Isaacs, con rostro muy serio-. Y también por Efraím, que de una u otra manera también muere. Yo creo que el amor, que es una forma de empezar a nacer, es también una forma de morir.
Emma no pudo decir palabra.
-Pero su novela es bastante conservadora y católica, aunque los nombres de los personajes son judíos–interrumpió Cerruti.
Isaacs lo miró con cierta sorpresa.
-Lo que dice usted es verdad. Cuando la escribí yo todavía seguía siendo conservador. Ahora he comprendido que la única solución es el partido liberal.
-Entonces ahora usted escribiría más como Manzoni y no como Chateaubriand, ¿o estoy errado?
Isaacs pensó que Cerruti no sólo era un hábil negociante sino uno de los que no deja que le caiga una mosca en el plato.
-Antes de que se vaya, luego del postre, quiero ofrecerle un vino Barolo, también de mi región del Piamonte –dijo Cerruti.