Selección de relatos |
Juan Manuel Valero

El infierno

Dos niños, de seis y siete años, respectivamente, fueron rociados con gasolina mientras dormían, envueltos en papel periódico, a la entrada de una iglesia. Los encontraron abrasados por las llamas.

 

Las dos Teresas

Teresa espera a que se duerma su marido y se escapa a encontrarse con su amante en turno, ávida de sentir caricias nuevas. Regresa a casa y se mete a bañar para quitarse de encima aquel pecado. Entra en la cama y se deja querer por el hombre, que la esperaba despierto. A Teresa la invaden el extraño placer de la costumbre y un poco de arrepentimiento.

 

La loba

Metí la mano entre sus piernas y aulló de placer.

 

La mosquita muerta

Amalia se tragó el susto que le pegué, sin mover tan siquiera una pestaña. Yo soy muy cabrón con ella: ahora mismo me están dando ganas de jalarle las greñas, para que no se ande haciendo la mosquita muerta. Lo que me revienta es que mi mamá llora sin apartar los ojos del ataúd.

 

La casa embrujada

Crucé la puerta de la entrada y me invadió el terror: mi suegra, mis cuñadas y mi esposa platicaban animadamente en el comedor.

 

Sin límites

Esa mañana fue un tormento el trayecto al trabajo en el autobús. En la parada de La Castellana y Antonio Plaza subió un grupo de chamacos escandalosos. Uno de ellos traía una liga y empezó a disparar pedacitos de cáscara de naranja a sus compañeros. La respuesta no se hizo esperar, se desató una guerra sin cuartel dentro del camión.

Advertí que la batalla campal no era entre ellos, los impactos iban dirigidos a los otros pasajeros. Un proyectil me golpeó en la cara y no me aguanté. Yo soy un hombre apacible, pero todo tiene un límite. Saqué la pistola y también empecé a disparar. Así pudimos continuar el viaje en paz.

 

Vida conyugal

Se conocían a las mil maravillas; lo que uno pensaba, el otro lo sabía. Habían nacido para estar juntos. Eran la pareja perfecta. No tenían mejor diversión que lastimarse. Nadie entiende por qué se separaron. Eran tan felices.

 

El último suspiro

Andrés había sido un hombre de pasiones desbordadas. A lo largo de sus 75 años, su vida había sido un mosaico de amores fugaces, miradas cómplices y noches que nunca parecían terminar.

Más de cien mujeres habían pasado por sus brazos, cada una con su propia historia, su propio aroma, su propia huella en su memoria. Había sido un seductor incansable, un hombre que vivía para el placer.

Pero el tiempo, implacable, había hecho su trabajo. Las arrugas en su rostro contaban historias que sus labios ya no podían pronunciar con la misma elocuencia. Sus manos, antes firmes y seguras, ahora temblaban levemente al sostener un vaso de vino.

Y las miradas que antes se clavaban en él con admiración o deseo, ahora lo evitaban, como si su presencia fuera un recordatorio incómodo de la fugacidad de la juventud.

Hoy, Andrés caminaba lentamente por las calles del barrio que lo había visto crecer. El sol de la tarde se filtraba entre los edificios, iluminando su figura solitaria. Se detuvo frente a un antiguo café, donde solía llevar a sus conquistas. Entró, esperando encontrar algún consuelo en el aroma del café recién hecho.

En una esquina, una mujer joven lo observó con curiosidad. Andrés intentó sonreír, pero su gesto se desvaneció cuando ella desvió la mirada, indiferente. Ni siquiera las puta, aquellas que antes lo recibían con una sonrisa cómplice, parecían interesadas en él.

Sentado en su mesa, Andrés recordó. Recordó a Clara, la primera mujer que lo había hecho sentir que el mundo era suyo. A Marta, la que lo había dejado por otro, enseñándole que el amor no siempre era eterno. A Luisa, la que lo había amado en silencio, esperando algo que él nunca pudo darle. Y a tantas otras, cuyos nombres y rostros se mezclaban en su mente como un sueño lejano. De repente, una voz suave lo sacó de sus pensamientos.

—¿Puedo sentarme aquí? —preguntó una mujer mayor, de cabello plateado y ojos llenos de vida.

Andrés asintió, sorprendido. La mujer se sentó frente a él y comenzó a hablar. Habló de su vida, de sus sueños, de sus pérdidas. Y Andrés, que había pasado décadas siendo el centro de atención, descubrió el placer de escuchar.

Por primera vez en mucho tiempo, se sintió vivo. Cuando el café se enfrió y el sol comenzó a ocultarse, la mujer se despidió con una sonrisa cálida. Andrés se quedó allí, mirando su taza vacía, sintiendo que tal vez, después de todo, aún había algo porque vivir.

Esa noche, al regresar a su casa, Andrés se miró en el espejo. Las arrugas seguían allí, pero ya no le parecían tan profundas. Y en sus ojos, por primera vez en años, brilló una chispa de esperanza.

 

Final del juego

En mis aventuras de la mano debajo de la mesa me ha pasado de todo: bofetadas, insultos, besos.

Sin embargo, hubo una vez que quedé sorprendido. Puse la mano con suavidad en el muslo de mi vecina y ella me la tomó y se la llevó directo al sexo.

Me quedé frío, no supe qué hacer ni cómo interpretar aquel gesto. Era como decirme que no me anduviera con rodeos. Fue excitante. Sin embargo, también una manera de terminar el juego.

 

Cuenta cancelada

Daniel se encerró en el baño, acompañado por una taza de café, una cajetilla de Popular, un cenicero y el teléfono móvil. Dio dos largos tragos al café, se fumó un cigarrillo y entró a Twitter:

«Sólo quiero comunicarles que me voy a suicidar.»

Nadie respondió a su mensaje.

Consumió toda la taza de café, apagó el quinto cigarrillo e insistió.

«No es broma, me voy a suicidar.»

Media hora y doce cigarrillos después, alguien se apiadó de él:

«¡Oye, cabrón! Métete un tiro y deja de joder.»

Daniel canceló su cuenta.

 

Amor secreto

Él no quería que ella supiera que la quería. Ella deseaba ser querida, pero no lo decía.

 

Él

Él la acosaba y ella se encendía de placer. Un día le abrió la puerta y él ya nunca se fue.

 

Efímera felicidad

El corazón palpitaba de alegría, cinco minutos antes del infarto.

 

La verdadera historia del lobo feroz

En un pequeño pueblo rodeado de densos bosques vivía una joven llamada Elena. Era conocida por su curiosidad y su amor por la naturaleza. Un día, decidió adentrarse en el bosque para recolectar hierbas medicinales que su abuela le había enseñado a identificar. El sol brillaba entre las hojas de los árboles, y el canto de los pájaros acompañaba sus pasos.

Sin embargo, mientras se adentraba más y más en el bosque, comenzó a oscurecer. Las sombras se alargaron, y el aire se volvió frío. Elena, distraída por su búsqueda, no se dio cuenta de que había extraviado el camino de regreso.

Pronto, se encontró completamente perdida, rodeada de árboles que parecían susurrar advertencias en un idioma inentendible.

Caminó durante horas, intentando encontrar una salida, pero cada sendero se convertía en un laberinto. El miedo comenzó a apoderarse de ella, y el sonido de ramas quebradas y pasos pesados la hizo detenerse en seco. Desde la espesura, surgieron tres maleantes de mirada torva y sonrisas crueles. Sabían que ella estaba sola y era vulnerable.

—¿Qué hace una chica tan bonita perdida en el bosque? —preguntó uno de ellos, acercándose con malas intenciones.

Elena retrocedió, pero tropezó con una raíz y cayó al suelo. Los hombres se rieron, disfrutando de su angustia.

Justo cuando uno de ellos extendió la mano para agarrarla, un rugido ensordecedor resonó en el bosque. Todos se quedaron paralizados.

De entre los árboles emergió una figura enorme y peluda: era un lobo feroz, de ojos brillantes y colmillos afilados. Los maleantes, asustados, intentaron huir, pero el lobo se interpuso en su camino, gruñendo con ferocidad.

Uno a uno, los hombres cayeron al suelo, aterrorizados, y finalmente huyeron.

El lobo se acercó lentamente a la joven, para no asustarla. Ella temblaba, pero poco a poco sintió una extraña calma con la presencia de aquel imponente animal.

El lobo la miró como si comprendiera su miedo, y luego se dio la vuelta, indicándole que lo siguiera. Elena, sin entender por qué, confió en él.

El lobo la guió, evitando peligros y mostrándole el camino de regreso a casa. Cuando finalmente llegaron al borde del bosque, el lobo se detuvo y la miró una última vez antes de desaparecer entre los árboles.

Elena nunca supo si aquel lobo era una criatura mágica o simplemente un animal salvaje que se había apiadado de su desesperación.

A partir de ese día, la historia de Elena se convirtió en una de las leyendas favoritas de aquel lugar.

 

 

Juan Manuel Valero Charvel nació en la Ciudad de México, el 24 de abril de 1949. Es profesor, periodista, divulgador de la ciencia y escribidor. Escribió el libro de cuentos “La rata de la Merced y otras pequeñas atrocidades”, ADN Editores, 1993. El libro obtuvo mención en el premio Casa de las Américas, Cuba, 1984. Es autor del libro inédito “Rojo fugaz y otros cuentos”. Coautor del libro «Voces y ecos del 68», Editorial Miguel Ángel Porrúa. Coautor de la antología “Minificcionistas de El Cuento”, Ficticia, 2014. Actualmente, dirige la serie radiofónica semanal de literatura, donde los escritores son más sabrosos En su tinta.