Lluvia es una palabra difícil de entender
La leí en un poema de As-Sayyab,
un poeta iraquí del que nada sé.
Pero él, con cada letra, abre una puerta en el alma,
donde le cae sobre la memoria,
y los suspiros cargados con una añoranza que no se va.
Lluvia, esa palabra que suena extraña,
como una llave a una ciudad dormida bajo las arenas,
o una ventana que da a historias viejas,
sus callejones mojados con una tristeza continua,
donde los niños repiten los nombres de los lugares
como se repite el sueño en una mañana brumosa.
As-Sayyab, ese poeta que nadie conoce,
pero yo lo conocí en su poema,
cuando jugó con lluvia y sus ligeros toques,
y cargó el peso de la tierra en sus palabras.
Un poeta que no necesita traducción,
porque sus penas viajan de un corazón a otro,
más allá de las lenguas,
en un idioma que entienden los ojos y las almas agotadas.
Nadie sabe nada de As-Sayyab,
pero conocen el dolor de la espera,
las calles que reflejan los rostros de los emigrantes,
las voces que vienen desde lo profundo
y cuentan historias sin fin.
Y lluvia, oh compañero, no es solo lucerna,
es teatro para los sueños,
y secretos que buscan el viento en las noches de la ciudad.
Y aunque el mundo no lo sepa,
tu espíritu puede habitar en cada rincón,
en cada verso, en cada suspiro perdido,
en cada espera larga.
As-Sayyab, un poeta iraquí que nunca conocí
pero cada noche me despierta de mi sueño,
llega con su voz suave, como el viento entre viejos balcones,
y me cuenta sobre lluvia,
sobre los callejones envueltos en sombras de palmeras,
sobre la que avanza en el silencio
llenando las calles de historias que no se agotan.
As-Sayyab, con su sombra larga y su rostro cansado,
se sienta junto a mí, como un espectro tenue,
hablándome de su lejana ciudad sureña,
de las ventanas cerradas con secretos de despedidas,
de las almas que vagan sobre el agua del río,
buscando un regreso, un encuentro que nunca llegó.
Lo veo con ojos agotados, pero con un alma despierta,
esparce sus palabras como gotas de lluvia,
me habla de una espera sin fin,
de noches vacías de sueños,
de sueños perdidos en las esquinas de antiguas casas,
y de una nostalgia como sal en heridas abiertas.
As-Sayyab, su tristeza crece en mi corazón como un árbol,
como si yo viviera su soledad cada vez que me susurra,
como si me viera a mí mismo en sus ojos cansados,
llevamos el mismo anhelo, el mismo peso en los hombros,
miramos al mañana como un puerto lejano,
al que solo llegamos a través de tormentas,
o de canciones desgarradas.
Cada noche, me despierto con el eco de sus pasos,
como si hubiera vivido al lado,
como si yo también fuera de su color, de su destierro,
llevando en mi alma su lluvia,
y en mi corazón,
una palabra que nunca termina.
Morir cada día
Morir cada día
significa cortar todos los excesos de tu vida monótona,
es decir, la poesía antes que los cabellos rebeldes,
el significado antes que las uñas ostentosas,
y la intuición antes que la piel dura.
También,
los deseos desbocados, como un caballo salvaje.
Y aprender a seguir las líneas de las cosas más pequeñas,
ni más pequeñas que eso ni más grandes que lo demás.
Seguir las sombras de estrellas muy lejanas
y no lamentar el misterio de sus secretos.
Y contemplar también el cielo,
que siempre ha sido tu destino claro en el lecho de la noche.
Y adivinar el significado de esos pequeños puntos
que no tienen relación con las estrellas,
que tienen un color rojizo, pero que no es exactamente rojo.
Y respirar profundamente.
Todas esas exhalaciones que provienen de algún lugar,
cercano, pero no tan cercano.
Sentir la muerte cada día
significa ajustar tu reloj al horario habitual
en los colores del momento que pasa.
Y gritar a todos para que despierten de su letargo,
se bañen, desayunen y salgan uno tras otro
de la caja de la casa hacia otras cajas similares.
Y esforzarte al máximo para proteger sus espaldas
del milagro de inclinarse ante el viento polvoriento.
Cada día
significa sentarte solo en el balcón de la existencia
y no encontrar a nadie que te escuche,
que suspire por la maravilla de tus historias,
o que se entristezca por los detalles de tus atuendos antiguos,
o que escriba estas palabras que deletreas con total libertad.
La muerte llega,
y tiene tus ojos, como leí una vez en un poema de un poeta suicida.
Pero no ha llegado aún,
y nunca tendrá mis ojos.
Más bien, la muerte llega cada día,
la encuentro en mis viajes diarios.
Llega,
poco a poco,
segura de sí misma,
y pausada.
Y aparecerá sin duda en la yema de tus dedos,
un dedo tras otro,
apoyándose en una verdad
que dejará de existir con el tiempo.
Sin distinguir las direcciones
Sin distinguir las direcciones en el juego de mi tránsito,
equilibro mi peso lejos de las esencias tentadoras,
y no recuerdo el descanso de las sillas.
Un juego perdido
que cometemos
y olvidamos su silencio inquietante
siempre.
Nos dispersa y mueve nuestra hoja
con su viento,
y nosotros, que no nos cansamos
de repetir su paso.
Ahora, por ejemplo,
cargo mis pies
y me balanceo en el peso de sus direcciones,
buscando su insomnio o algo que lo señale.
Ahora…
como suele suceder.
En el último momento
En el último momento
vísperas de tu viaje,
de retorno a la ficción,
deseas no ser advertido.
En tu último momento
de ir tan lejos del umbral de la aventura,
no sabrás con qué mano
debes machacar el ritmo de la hora.
También se aconseja ir armado
de un tambor gigantesco,
de sonoras carcajadas
para evitar el desgaste.
Aunque no dejarás de pensar mucho,
porque aún anhelas aquella rosa
-única y silente –
en el jarrón torcido de tu casa.
Mientras las piernas batidas
Mientras las piernas batidas
intentan evadir las trampas
que te acechan;
Su faz de silencio
se quiebra de suspiros
y no habrá salida;
Presa fácil
en su estampida
que lame
y aprieta;
Bocas idénticas
se devoran mutuamente.
Cerrar los ojos
al desliz;
Irrepetible.
Por el exceso de nostalgia hacia ti
Por el exceso de nostalgia hacia ti,
hacia ti,
hacia ti,
afino las palabras
con la esperanza de que lleguen desnudas
y completamente elevadas,
para tejer algo mejor que mis expresiones
y mi ansiedad,
una alfombra del verdadero significado
que fluye como agua tibia
desde el río hasta las lluvias torrenciales.
Y por el exceso de nostalgia,
incluso desconozco completamente
las palabras que te diré en un momento,
porque son palabras que quizás no se parecen a ninguna otra palabra
que haya dicho
o que otros hayan dicho.
Por el exceso de nostalgia hacia ti,
incluso me debilito ante tus pequeños detalles,
ante el brillo de tus ojos
que me cuentan secretos
que no puedo traducir,
y que no puedo olvidar.
Aparto las expresiones pesadas,
y a veces me ayudo del silencio,
para que el silencio lleve
todo lo que no pude cargar
con mis palabras, que fluyen sin restricciones,
como un lenguaje diferente que no necesita sonido
ni movimientos nuevos de mi lengua.
Por el exceso de nostalgia,
hacia ti,
hacia ti,
me encuentro sembrando en el aire entre nosotros
deseos que se abrazan,
que acortan la distancia
entre mi corazón y tu rostro.
Hasta tal punto que temo el encuentro,
no por miedo a que termine la distancia,
sino por ese momento, desnudo,
en el que estaré frente a ti
y me daré cuenta de que todas mis palabras
parecerán insuficientes,
todas mis expresiones
parecerán incapaces,
y todos mis intentos de llegar a ti
serán solo una gota
en el mar de esta nostalgia
tan profunda.
Abdul Hadi Sadoun (Bagdad – Irak, 1968). Escritor e hispanista. Actualmente es profesor de lengua y literatura árabe en la UCM. Es autor de una larga lista de libros, tanto en árabe como en castellano, entre sus últimas publicaciones en castellano se destacan: Siempre Todavía (2010) Campos del extraño (2011), Memorias de un perro iraquí (2016), Todos escriben sobre el amor menos tú (2018), Informe sobre el robo (2020), Sencillo equilibrio (2021) y Diván Trazmoz (2023). Es editor de las siguientes Antologías de poesía iraquí en lengua español: La Maldición de Gilgamesh (2004), A las orillas del Tigris (2005), Otros mesopotámicos raros (2009), y No son versos lo que escribo: El canto popular de la mujer iraquí (2018).
Lluvia es una palabra difícil de entender