La Ciudad de México;
El mito de la Babel familiar.

Mi primer pensamiento de México, no es el águila devorando una serpiente encima de un nopal, ni los colores verde, blanco y rojo ni siquiera el himno nacional, ese es el país de los libros de texto, la instrumentalización de lo que somos impartida desde la infancia en las escuelas, la visión nacionalista -siempre reducida- del gobierno en turno, mi país no inició desde lo general, desde unas estatuas inexistentes; México es mío por la intimidad de mi cuerpo y ciertos espacios a los que pertenezco, pertenecí y me pertenecieron, mi primer pensamiento de mi país y de mí mismo, lo encontré en el primer cuadro de la ciudad.
Para mí, el país, antes que nada, tiene su inicio en la Ciudad de México, porque allí nací y me desarrollé, para otros podrá ser Zacatecas o Durango o Chiapas o Chihuahua, y tendrán toda la razón del mundo. Mi país comienza por esta urbe porque me es familiar, es parte de mí, me pueden aventar en cualquier calle de la capital y no tardaré en orientarme y seguir mi camino. Me pasa lo mismo que a los bebés, quienes reconocen a su madre por el olfato, yo llevo grabado los olores de Azcapotzalco o de la Guerrero, los sentidos de mi cuerpo llevan la marca de sus muros, de sus rejas, de sus jardines, de sus mercados, del metro y demás transportes públicos.
Mi primer encontronazo, sin embargo, de lo que soy, sucedió, como dije al inicio de este escrito, en el primer cuadro de la ciudad, no fue en la Plaza Mayor, mucho menos en Palacio Nacional; porque una ciudad tampoco se encuentra en el grito multitudinario, ni en los grandes espacios históricos que no habitamos más que en la fiesta y en el turismo: el Zócalo, por ejemplo; o en la tragedia y en la soledad de nuestros muertos: Tlatelolco y la Plaza de las Tres culturas… La ciudad que nos pertenece fuera de estos espacios carnavalescos o de excepción responde a un sentido más íntimo, incluso monótono (no por ello despreciable), pero confortable, la urbe debe sentirse igual a esos zapatos viejos y cómodos, a esa playera gastada que tanto nos acomoda.
La ciudad también es la cicatriz o cicatrices que deja en nosotros, son esos fragmentos de luz que depositamos en sus calles a través del tiempo. Unos hombros desnudos, unos muslos formando un verano dentro de una caribe Volkswagen, 1980, quizá naranja, tal vez fue roja, mi último recuerda de ella viene en azules. La ciudad es fragmentaria como nuestra propia existencia, ya no es una totalidad como lo era en épocas de Balzac, no es un gran friso con una verdad que se nos va dando de novela en novela, no es un proyecto que se construye cuyas partes van unidas y son coherentes entre sí. A veces nos encontramos dentro de episodios febriles o algunos inexplicables y no nos queda más que seguir, porque hay eventos que nunca tienen un final, ni siquiera un desarrollo como lo tendría un personaje en una novela decimonónica.
Para mí, la ciudad de México se abrió como una tortilla calientita, fue al comer mis primeros tacos de canasta, junto con un vaso de agua de caña recién exprimida. En resumen, comencé a sentir la urbe a través de mis tripas, fueron ellas quienes me guiaron y lo siguen haciendo. Ser chilango o regiomontano o de donde se sea responde a una cuestión de intestinos más que de sesos. La razón poco sabe de querencias, pero siempre es el estómago el que conoce nuestros pies de Aquiles, porque siempre hay más que uno en la vida.
Mi abuelo fue quien me inició en los ritos de la capital. Robusto, su rostro pertenecía a la época dorada del cine mexicano, y compartía los valores morales propios de esas películas, desgraciadamente. En casa sólo había un retrato en sepia de él: sombrero, corbata de pajarita, bigote recortado, como si perteneciera a un trío musical, o a un galán de cine que nunca pudo destacar en su época.
La verdad, es que nunca los vimos así en casa, pero sí reconocíamos en esa foto un dejo de: Pedro Armendáriz, Arturo de Córdova o Emilio Tuero. La fotografía era un ideal, lo sigue siendo hoy más que nunca. Habitamos un mundo donde la imagen ha sustituido casi en su totalidad lo que somos. Los celulares con cámara, la proliferación de contenidos audiovisuales en las diversas redes sociales han facilitado banalizar la imagen, los iconos, ha hecho la síntesis de lo que anhelamos ser, nunca de lo que somos en realidad. Aspiramos a la portada del álbum de nuestras vidas, pero ese one hit wonder termina por perderse en “el mundanal ruido” de la posmodernidad.
Mi abuelo podría ser el abuelo de cualquier capitalino, podría ser cualquier pariente con una leyenda negra que preferimos ocultar, nació pobre y murió igual, tuvo momentos de brillo, pero en mí se imponen los negros, los brutales. Él conocía el primer cuadro de la urbe como nadie, como el más avezado capitalino, que no chilango, esa etiqueta les correspondió a sus hijos y a los hijos de sus hijos ―o sea, nosotros―, primero fue un insulto venido de provincia ―según mi madre―, y ahora forma parte de nosotros, es nuestra denominación de origen porque si algo exporta el chilango son más chilangos.
Mi abuelo conocía las calles no por su nombre, sino por los negocios donde encontraba más barato los materiales para construir una casa cada vez más monstruosa, en constante expansión. Todo padre de familia chilanga, y pienso que todo latinoamericano que se respete, tiene un sueño: construir un rascacielos para albergar a toda su prole; aunque no sepa nada de arquitectura ni de los sueños de sus vástagos, que por lo general son muy distintos a los de los progenitores.
La capital guarda esta misma relación con los que viven en ella, es monstruosa, una pesadilla en constante expansión que no suelta, que por algún motivo no nos deja ir. Para el que llega de fuera es una bestia indómita, una pesadilla cuyo rostro nunca se conoce, pero un hogar para el que se le entrega, para el que acepta su monstruosidad porque se ha visto reflejada en ella. También los monstruos son tiernos, verdad Victor Hugo.
La ciudad posmoderna es una Torre de Babel a punto de caerse, la única diferencia es, que a pesar de esas variantes idiomáticas, dialectales, etc., uno termina comunicándose de alguna u otra forma, pues hay un lenguaje universal: el dinero. Éste logra homogeneizar esas paredes de la torre, esos espacios, pero también la vestimenta y las costumbres de chinos, mexicanos, franceses, colombianos, brasileños…
Bauman escribió que podemos conseguir una hamburguesa en Tokio o en Estados Unidos, lo único que necesitamos es una economía robusta para cumplir nuestros sueños, también indicaba que el mundo gira en torno a conseguir la plata, la guita, el varo o baro, da igual, lo importante es la marmaja. Él dividía la sociedad en turista y vagabundos, los primeros tienen la harina, y por ello viven como si estuvieran de vacaciones, cumpliendo sus deseos efímeros, pero inacabables, pues en el fondo lo que importa es gastar e incrementar el poder del Mercado; mientras los segundos, los vagabundos, son todas aquellas personas que migran tratando de ser un turista, es decir, tener dinero y vivir esa vida.
Cuando iba a la calle con mi abuelo, y después con mi tío Jorge, un MacGyver mexicano, deambulábamos a veces como turistas y otras como vagabundos, a veces teníamos para los tacos y otras no; con mi madre siempre salí en plan turista (o eso creía en mi niñez). Ella no me llevaba a comer tacos o fritangas, prefería la comodidad de un restaurante, aunque éste fuera de hamburguesas; sacaba de mi menú la proletaria comida de albañiles, tinterillos, plomeros, recepcionistas, secretarias, vendedoras y modelos en las tiendas de ropa, manicuristas…, todos reunidos alrededor de una bicicleta cargada de una gran canasta de tacos, algunas pedían de frijoles refritos con manteca (si era bueno el cocinero o cocinera llevaban un poco de epazote o de hoja santa, “porque” oaxaqueños) o de chicharrón aprensado en una salsa de chile morita y pasilla (los mejores desde siempre) o de papa (no muy buenos la verdad). Pero era allí donde el pueblo se hermana, donde artesanos y oficinistas, niños mocosos y estudiantes, un poco menos mocosos, nos sentíamos en paz, nos reconocíamos como mexicanos, como herederos del ombligo del mundo.
Cuando salía con mi madre visitaba el espejismo de una ciudad que nunca pude habitar del todo. Esperanza, mi madre, se empeñaba en “darle lo mejor a sus hijos”, aunque “lo mejor” era un modelo impuesto por el Mercado a través de la televisión, el mayor medio de comunicación de mi infancia. Lo aceptaba, por supuesto, también me gustaban las hamburguesas.
Los tacos de canasta, en cambio, me hacían sentir de una forma más íntima la ciudad. Recuerdo en especial unos tacos en la calle Corregidora. Los hombres que transitan por ésa y por calles parecidas se parecen mucho a ese platillo. En primera, parten de la misma entraña: del maíz; en segunda, los dos están empapados de grasa, en aceite o manteca los tacos, y los comensales con las excrecencias propias del oficio: grasa para bolear los zapatos, para lubricar puertas o tuercas, pintura para los artistas de la brocha gorda, tinta para los que confeccionan invitaciones, títulos, tesis en la plaza de San Juan de Letrán, los que se encargaban de hacer letreros para las rutas de los camiones (como lo hacía mi tío Fernando), barniz de uñas… En tercera, ambos, los tacos y los hombres se apretujan unos con otros, codo a codo a lo largo de la urbe; y por último, son el sincretismo de sabores y colores: el rojo del chicharrón, la palidez avainillada de la papa, lo negro de los frijoles, el canto del náhuatl del que vende ropa al lado del taquero, las sílabas graves del español con que mi tío y yo nos comunicamos, los saltitos del mixteco de dos panaderos que por comunidad se hablaban en su lengua, el rap chicano del que viene a darle color a los muros y al idioma, o el que se sentaba a su lado con sus pantalones aguados y sus latas de pintura, el tepiteño alebrestando y alargando las vocales mientras se sirve temerariamente la salsa o el galopar armonioso del norteño que siempre se queja de la falta de una buena carne en la ciudad de México, pero bien que le entra a su cuarta orden de tacos…
Texturas, colores, sabores, olores, todo mezclado con la velocidad, con el apuro de que hay que llegar a otro lado, pues Corregidora, como tantas calles del primer cuadro de la ciudad, es un puente y un encuentro y una esperanza para aquel hombre preso en el sueño de una construcción tan grande como la propia Ciudad de México; tan variada como los cuartos pensados para cada uno de los hijos de ese padre-arquitecto en potencia; imagen del propio mundo posmoderno construido de retazos, de fragmentos, de verdades relativas, de una multiculturalidad cada vez más deseada y que va de la mano por los avances tecnológicos y por la voracidad del capitalismo desmedido.
El mexicano del siglo XX y XXI construye un sueño infinito que parece no tener fin, y que desgraciadamente termina como tantas casas a medio hacer, como tantos sueños que no se levantan del todo; por aquí vemos una casa en obra negra o unas columnas sin losa o las puntas de unas varillas coronadas por botellas de plástico -para no herir a nadie-, que anuncian un piso próximo a construirse, el cual nunca se edificará, porque estos anhelos de crear un Macondo familiar, una Santa María personal, una Comala construida por el amor del padre, terminará cuando éste se dé cuenta que el amor, los anhelos, los deseos no son compartidos, es entonces que sólo quedará constancia de su Babel en esas ruinas que vemos y nos ven a lo largo de la ciudad, en ese reflejo del mexicano y latinoamericano por crear un edificio tan alto como esos peces altísimos de nuestros sueños, pero siempre, siempre, nos quedarán los tacos o el pozole para sentarnos en familia y sonreír, porque “barriga llena, corazón contento”.

 

Roberto Acuña