José Ángel Leyva
José Ángel Leyva

Presentación La Otra 124


Ahora, a estas alturas de agosto del 2017, cuando el Festival Internacional de Poesía de Medellín ha concluido con llamados a la paz y a construir el país soñado por la mayoría de los colombianos, desde el Parque de los deseos, en Medellín, miramos no sólo con optimismo y anhelo el futuro de ese país hermano, sino convencidos de que ha llegado el momento de poner fin a la hemorragia de este verde país, para comenzar a colombianizar a otras naciones que se desangran y ven caer a pedazos sus instituciones. La cultura es finalmente la única fuente creíble de coherencia y porvenir de nuestros pueblos, el único modo plural de comprender el valor de la vida y la presencia inevitable de la muerte. Recupero este modesto reportaje que aún mantiene vigente sus miradas, aún después del No a los acuerdos de Paz de una parte mayoritaria de la sociedad colombiana.

 

 

Mientras Gabriel García Márquez discutía la sucesión presidencial en Colombia con sus compatriotas escritores y argumentaba a favor de Álvaro Uribe, en la terraza de un hotel, éstos miraban con incredulidad el despliegue obrero en las calles del Centro Histórico. La multitud, que la prensa capitalina había calculado en más de cien mil manifestantes, se desgañitaba gritando consignas contra el régimen de Vicente Fox que amenazaba al movimiento sindical de los electricistas. La masa se apoderara del espacio público sin brotes de violencia y de manera ordenada circulaba alrededor de las instalaciones de la Feria del Libro en el Zócalo, 2003, para desembocar pacíficamente en la Avenida Pino Suárez donde tendría lugar la concentración y los discursos.
Bogotá y San Cristóbal de las Casas, Chiapas,  eran las ciudades invitadas. Días antes, en la víspera de su viaje a México, el alcalde de la capital colombiana, Antanas Mockus, había tenido una amenaza de bomba. El tema de las autonomías de los pueblos indígenas y la defensa de sus lenguas se entreveraba con la narrativa y la poesía colombianas que, de manera inevitable, rezumaban el drama de la guerra y el crimen organizado en su país. La violencia no era un tema ajeno a los mexicanos, que teníamos fresca la memoria de la masacre de Acteal, en 1997, por grupos paramilitares; el narco y la delincuencia comenzaban a mostrar sus fauces. Pero México aún aparecía en la escena internacional como una nación de instituciones sólidas y de libre circulación para la ciudadanía. Colombia, en cambio, era un país desconocido, oculto, estigmatizado por su tragedia. Lo mejor de su cultura estaba en la magia garciamarquiana, en el imaginario lírico de Álvaro Mutis, en las obesidades de Botero, no obstante también teníamos la mirada de Fernando Vallejo con La Virgen de los Sicarios y El desbarrancadero, o la novelística de Jorge Franco Ramos con su Rosario Tijeras y Paraíso Travel, y un tanto la de Laura Restrepo, quien se consagraría en 1994 con Delirio, premio Alfaguara. El mayor éxito editorial lo ocupaba la narrativa que los intelectuales colombianos denominaban la «sicaresca».

Las armas de la paz
El poeta Juan Manuel Roca, crítico también de las FARC, publicó una antología de poemas que tituló La casa sin sosiego para evidenciar la «crisis de la palabra» en tiempos aciagos y de oscuridad de la razón. En su presentación Roca apunta: «En la más reciente poesía colombiana aparece la violencia al unísono con los cambios del tramado social. Así se filtra el tema de los sicarios; de esa forma pérfida de la guerra, ya no sólo en el campo, sino en las ciudades. Algo que me hace recordar el fragmento de un poema escrito por un niño de Medellín: ‘el mundo es grande para la guerra y pequeño para la vida’.» No obstante, esa lucidez en medio de la descomposición de los sentidos y de la percepción de la realidad mantiene en ruta al barco ebrio. Numerosas iniciativas artísticas y culturales emergieron desde la base social en medio de esa parafernalia sangrienta, como los festivales Internacionales de Poesía de Bogotá y de Medellín; especialmente este segundo se convirtió en un referente de la ciudad con asistencias espectaculares: más de seis mil personas escuchando durante horas, y a veces bajo la lluvia, a poetas de numerosas nacionalidades. Presencias que han motivado el aprendizaje de idiomas para traducir e interpretar la poesía escrita en diversas lenguas. «El Festival de Poesía de Medellín es el evento cultural que más ha insistido en señalar la paz como algo prioritario para el país. Lo ha hecho a lo largo de varios gobiernos, en varios períodos presidenciales afectos o no al tema. Esto es algo innegable, por ello mereció el Premio Nobel Alternativo de la Paz», recuerda Juan Manuel Roca.

Ángela García, una de las poetas fundadoras del Festival de Poesía de Medellín, al lado de Fernando Rendón y Gabriel Jaime Franco, opina desde su residencia actual en Malmö, Suecia, que el festival de poesía nació en 1991, como otras iniciativas culturales, no para instrumentar consignas políticas o ideológicas, incluso estéticas, sino para conjugar la esperanza concitando la rebeldía contra el miedo o la sumisión y para desnudar la impunidad. Los antídotos se obtienen de los mismos venenos, «de la experiencia de nuestros males debemos extraer nuestro remedio; no sé si contra los males crónicos, pero sí contra las picaduras conocidas», sentencia Ángela para subrayar la importancia de la memoria, la lectura crítica y honesta de la historia.
Los «Alzados en almas», convocados desde Casa de Poesía Silva por su directora, la poeta María Mercedes Carranza, en el año 2000, junto a escritores e intelectuales aglutinados en «Descanse en paz la guerra», en el 2003, concurrieron en un acto multitudinario en la Plaza de Toros de Santa María. Foro más oximorónico no podían encontrar. El poeta Roca rememora: «Participaron desplazados, familiares de desaparecidos y asesinados que daban sus testimonios de víctimas, al unísono con algunos poetas colombianos y grupos musicales de la escena del rock bogotano.»

Las opiniones divergen en visiones menos optimistas. Samuel Vásquez, quien también estuvo en los inicios del Festival de Medellín considera que las FARC fracasaron hace muchos años y el reconocimiento de su derrota se convierte hoy en un pacto burocrático; no obstante, acepta que un solo cuchillo que se guarde para no herir a otro es un triunfo o un avance, y arremete, la paz no es una sola, hay muchas, pero la oficial, sin justicia social, es la peor. Intelectual y artista polifacético, nativo de Medellín, artista plástico, poeta, ensayista, dramaturgo, músico y profesor de las mejores generaciones antioqueñas de pintores argumenta, sin renunciar a sus divergencias, pero firme: «opinar en contra de este proceso de paz es favorecer el uribismo.»

Entre los escritores que celebraron alguna vez la subversión armada y desde hace años se han proclamado como defensores de la paz, está Jotamario Arbeláez, poeta nadaísta y promotor vigente de un movimiento lírico y social de finales de los años cincuenta y sesenta. Para él las FARC no están débiles, pero han reconocido la inutilidad de la lucha fratricida y la oportunidad de convertirse en fuerza política dentro de un marco democrático. Jotamario ha polemizado con el novelista Fernando Vallejo, quien descree de la viabilidad de esos acuerdos de La Habana. «En la paz que se avecina habrá que estar vigilantes para que no liquiden al ala insurgente que se repliega, poniendo sus condiciones, pues no han de cejar los francotiradores contra la paz. No sobra repetir que ya las FARC, en unión con el ELN, ante el clamor popular e institucional, una vez se dieron la pela de conformar un partido político con alcances electorales y con la mira puesta en la paz, pero la mafia paramilitar le barrió a plomo a 3500 de sus militantes, en holocausto político sin precedentes.»

Los Ejércitos
Evelio Rosero, autor de novelas como Juliana los mira, una historia desde la mirada de una niña que relata su vida en el seno de una familia de narcotraficantes, publicaría, en el 2007, una de las novelas más reveladoras de la situación colombiana, Los Ejércitos; radiografía escalofriante de la situación no de las ciudades centrales del país, sino del campo y la provincia, como la de Nariño, donde vivió el autor. La escritora y narradora oral Amalia Lu Posso Figueroa me expresaba que su natal Chocó, la zona negra del Pacífico colombiano, era presa de todos los ejércitos y grupos violentos porque el río Atrato une los dos océanos y contiene grandes recursos naturales, también el mayor número de desplazados del país. Como en el San José de la novela de Evelio, en esa población se cebaban narcos, paramilitares, guerrilla, soldados del Ejército Nacional y ladrones de poca monta.
No es desconocido el activismo del ex presidente Álvaro Uribe contra el plebiscito para apoyar o rechazar los Acuerdos de la Habana. Esa apasionada entrega nace, según una versión popular, de su sed de venganza por la muerte de su padre a manos de un grupo relacionado de manera turbia con las FARC. Santiago Uribe, el hermano menor de la familia, fue detenido y acusado de homicidio y de tener vínculos directos con el paramilitarismo del grupo conocido como «los 12 apóstoles», que habrían asesinado o mandado matar de manera selectiva a personas relacionadas con la guerrilla. En una entrevista, en el 2010, con el entonces senador por el Polo democrático, Jorge Enrique Robledo, destacaba el papel de mayordomo del entonces presidente Uribe, quien entregaba el territorio para la instalación de siete bases militares a los Estados Unidos, con el supuesto de una amenaza de invasión por parte de Venezuela, cuando en realidad significaba una presencia militar vigilante e intimidatoria para los gobiernos de la región y un enclave para los intereses económicos y políticos estadounidenses. Concluía: «Colombia le entrega siete bases militares al único país que puede invadirlo, ninguno más puede hacerlo, y ese país se llama Estados Unidos. Entonces, si puede invadir Colombia, ¿qué no puede hacer con los demás?"

Para Robledo la violencia en Colombia es un nudo de mucho nudos. «Hemos recorrido días en años, llegará el momento en que recorramos siglos en unos cuántos días. Hace algunas décadas muchos colombianos se desesperaron y se fueron al monte, a la guerrilla, y se equivocaron, hemos tenido que pagar mucho sufrimiento por ese error.» En ese sentido es oportuna la frase de Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño y asesor del gobierno colombiano en el proceso de paz con las FARC: «En las condiciones actuales, la lucha armada dejó de ser una forma de lucha para convertirse en una forma de vida.»

Resignificar la paz
La literatura colombiana se aleja poco a poco de la sicaresca para enfilarse hacia una narrativa honda, que dejará marca en la memoria de futuros lectores, como lo hace la poesía sin concesiones al mercado. Podemos poner de ejemplo obras como El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolinde; El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez, Migas de Pan, de Azriel Bibliowicz, que nos coloca ante el secuestro no solo de personas, sino de las palabras, de una sociedad envilecida y enferma que opta por nombrar los sucesos con términos inútiles, simuladores de significados ajenos a los hechos.

Aura María Puyana, socióloga especialista en drogas y pueblos indígenas, comenta: «Si no se ataca de fondo el tema de la desigualdad, difícilmente Colombia saldrá de esas espirales de violencia; tal vez no sean en forma de lucha armada contraestatal, sino de modalidades que nacen de sectores corruptos que ven con avaricia los territorios que dejará la guerrilla desmovilizada. Hay otras fuerzas guerrilleras que no han negociado la paz, y están vivas las larvas del paramilitarismo y el narcotráfico, las células del crimen organizado.

«No se puede soslayar que los seis puntos de negociación de La Habana tienen una raíz campesina, el primer punto Reforma Agraria, el segundo Participación política, el tercero sobre solución al problema de las drogas ilícitas; tres puntos estructurales, los otros sobre víctimas, desmovilización y condiciones de refrendación son más operativos. Hubo mucha resistencia del gobierno para aceptar la expropiación de latifundios improductivos, señal clara de que el problema agrario no se va a resolver a fondo, y es la solución estructural que le hace falta en primer término a este país. Otra observación es que el gobierno colombiano no cuenta con los recursos necesarios para resolver el post conflicto y espera que la comunidad internacional lo haga. Pero los recursos provenientes de la Unión Europea y de Estados Unidos no serán suficientes. Lo sabemos, la paz no llega con la entrega de las armas, con la desmovilización de la insurgencia, es necesario transformar los significados de la vida cultural para construir la paz desde la paz. Además, la izquierda tiene que reinventarse.»