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Enterrar los dientes blancos
Guillermo Barquero
Imaginar la figura dormida de Maria José y ver el perro  muerto a orillas de la calle sucedieron tan simultáneamente que a Ernesto no le  quedó más remedio que borrar las dos cosas con el dorso de la mano, que apenas  tapó un bostezo seco.
Había pasado una semana en Puntarenas, reuniéndose cada dos  días con los mismos aburridos inversores —no había esperado gran cosa, de todos  modos; una invitación escrita a mano, con orlas que querían representar enredaderas  Art Nouveau, jamás augura grandes diversiones—, bañándose en una piscina cuyo  limo y descuido no correspondían al resto del lugar metido en la costa,  reluciente y lleno de voces profesionales y muestras de un servilismo que a  Ernesto terminó por hartarlo de la playa, de los negocios y de las llamadas dos  veces al día a Maria José; quería verla, besarla y contarle los pequeños  detalles que ni a él le interesaban, los pequeños entretelones del comercio,  las pequeñas negociaciones y sus absurdos entresijos.
Llegó a la casa. Le costó abrir el portón negro —la  ansiedad, las llaves que se vuelven una gelatina gruesa. Entró en la cocina:  Maria José estaba de espaldas, lavando algo en la pila, cantando una canción  sin mucha forma, con una entonación temblorosa. Ernesto le tocó la espalda y  llevó de inmediato las manos a los senos pequeños y sin brasier de Maria José.  Se besaron y alguno de los dos dijo algo de la distancia ilógica y enorme que  parecía separarlos en las llamadas —uno en Costa Rica, el otro en alguna montaña  de Nepal—, en el ruido incómodo de la línea telefónica que se suponía que, en  estos tiempos, debía comunicarlos a la perfección. Maria José le preguntó por  el negocio; trato hecho, dijo Ernesto, sardónico, simulando seguridad; esta  gente tiene mucha, mucha plata, agregó. Se besaron de nuevo.
—Vi un perro, de camino —dijo Ernesto, después de tomar vaso  y medio de agua y quitarse la camisa, como si estuviera todavía en la costa. 
—Un perro.
—Un perro, sí.
—Un perro cómo.
—Muerto, hecho una desgracia.
—Ah, un perro aplastado —dijo Maria José, con una mano en  la cintura, sabiendo que el terreno podía tener minas ocultas. Preguntó por el  lugar exacto (después del puente ése, el que pintaron de amarillo y que antes  era verde), por el color del animal (como café, claro, iba rápido y me costó  ver gran cosa), por el carril (a la derecha).
—Mi amor, juraría que era Toby.
—Ernesto…
—Yo sé, yo sé.
Ernesto había visto a Toby con la lengua afuera y los ojos  transformados en dos luciérnagas mojadas. Alguien lo había envenenado; era un  bicho tieso cuando lo encontró en el jardín interno, aplastando las violetas. Ya  habían pasado casi dos meses desde el hallazgo.
Quedaron de acuerdo en que había muchos Cocker Spaniel que  podían verse igual a Toby, que podían lucir sus mismas orejas largas, que  podían representar su misma efigie cansada y anciana. 
—Pero, bueno, vos sabés, siempre está la posibilidad.
Los dos sabían que no había posibilidad de nada, y Maria  José se lo dijo. 
—Ernesto, cielo, dormite un rato y te olvidás del perro  ése. Quién sabe a cuántos perros aplastarán por día por ahí. Salen de la casa,  se pierden y cuando se dan cuenta…
—Dos mil al mes en el centro de Chepe.
—¿Tantos?
—No, mi amor, son pocos, más bien se la juegan de lo lindo.
Ernesto tomó un vaso más de agua. Ya no se sentía en la  costa: el frío de San José, cerca de las seis de la tarde, obligaba a  cualquiera a olvidarse de sus vacaciones paradisíacas en Puntarenas, o Limón, o  Cancún, o donde fuera. Se acostó para descansar media hora, antes de comer —recordó  el bendito buffet del hotel, nada más salir del cuarto; sacar un plato blanco  de una pila brillante y pedir una serie de guarniciones cuyos nombres eran tan  escurridizos como la mezcla de sabores; tomar un trago exótico; sentirse  borracho después de tres cervezas; negociar o pretender hacerlo inmerso en la  niebla del licor— y bañarse. 
Se despertó en la madrugada. Pensó que estaba debajo del  chasis chirriante de un carro destrozado, por breves segundos, antes de ver el  cuerpo de Maria José dándole la espalda, dormido; sintió una punzada en alguna  parte del vientre o en varios puntos del abdomen que le recordaron que se había  dormido sin comer. El viaje al baño fue un trámite penoso de golpes en los  tobillos, un portazo en el hombro derecho, unos dedos inmanejables intentando  encontrar la maldita dirección hacia la que había que mover un botón para  encender la luz del baño. Orinó en sueños y volvió a la cama. El perro muerto se  le vino a la cabeza, sin eufemismos en el recuerdo, desintegrado a medias,  eviscerado por el golpe seco de algún carro. Y sí era Toby. Maria José y él no  se habían decidido a tener hijos; Toby era el niño de la casa, el de las  monadas, el que hacía cosas que daban risa. Y él lo había visto muerto,  envenenado.
Fue al baño de nuevo. Tropezó solo una vez con una de las  patas de la cama. Vio el cuerpo ladeado de Maria José moverse con cada  respiración. Sintió arena bajándole por la oreja —esos restos que van saliendo  días después de regresar de la costa, del salino ambiente de arena, ese despojo  lento y moroso—; vio sus ojeras azuladas. Sintió más frío; le fue inevitable no  pensar en el cuerpo tieso de Toby, en su lengua que no parecía una mucosa que  alguna vez estuvo viva, sino una excrecencia sucia de muerte. 
Antes de encender la luz del cuarto, Ernesto buscó en la  oscuridad una cobija como quien busca un arma: protección cuando se presiente  un hueco o un plomo impensado. Se sentó en una silla que estaba a metro y medio  de Maria José, arrebujándose, esperando. Maria José no se movía. Ernesto tosió;  la boca le supo a arena o a sal. Maria José no se movía. Ernesto pateó  torpemente con un pie la alfombra de pelos gruesos y sintéticos que estaba debajo.  Maria José se incorporó lentamente; tardó unos largos segundos en despertarse.  Ernesto le dijo que el perro no lo dejaba dormir. 
—Toby no, el de la calle
—El de la calle.
—Cielo, el que estaba de camino.
—Mi amor, no es Toby, dormite.
—No es Toby, yo sé. Pero…
—¿Pero? —dijo la voz de Maria José, opaca. 
Ernesto apagó la luz del cuarto, se acostó e intentó  dormirse. Pensó en la cama del hotel —una enorme parcela para dos o tres  personas—, en las cenas al arrullo de los gritos borrachos, en la arena.  
Ernesto supo que no había dormido ni una hora cuando  despertó súbitamente, acuciado por el perro. Se sentó en la cama. Adivinó el  cuerpo de Maria José ascendiendo y descendiendo con el compás del sueño. Creyó  reconocer la forma de su ropa en la oscuridad, en ese interregno que marcaba el  paso de la arena al cemento, de la costa al cuarto manchado de sudor de una  pesadilla de tripas salidas y dientes muy blancos.  Tropezó con varias cosas invisibles, antes de lograr  vestirse y planear el recorrido que tendría que hacer para llegar al punto  exacto a un costado del puente pintado de amarillo —le sería imposible dar una  dirección exacta—, a una hora negra, sin cifras. En la oscuridad buscó las  llaves de la casa. Los dedos eran apéndices de crustáceo que se metían en telas,  oquedades, papeles, anillos, relojes, puertas, persianas, pelusa de alfombras y  un grifo de tubo abierto. Encontró el llavero; era un racimo de bananos que se  resbalaba y se resistía: el sudor frío, la arena, los dientes brillantes del  perro. La maldita cerradura tenía el tamaño de un microbio, como el de la peste  negra: medieval, abigarrado y necio. Ernesto trataba de dar vuelta a la llave  convertida en espada o en pellejo sucio que no conseguía resbalar. 
Cuando logró abrir la puerta principal, escuchó en el fondo  el cuerpo de Maria José, incorporándose torpemente en la oscuridad. “Dormite”,  dijo Maria José o su voz, en el cuarto, gangosa. Ernesto pisó el suelo áspero  de la entrada, dándose cuenta de que no llevaba zapatos. Regresó al cuarto:  Maria José sentada en la cama, frotándose los párpados con el revés de las  manos, farfullando insultos o preguntas. Ernesto tardó dos minutos en encontrar  y lograr ponerse bien los zapatos de gamuza, endurecidos por el miedo. 
—Ernesto.
—Mari, acostate, tranquila.
—Ernesto, ¿qué pasó?
—Nada. Dormite. No pasa nada.
—¿Qué hora es?
—No sé. Tengo que salir. Vengo en un rato —la voz de  Ernesto bajaba de volumen, volviéndose aceitosa y torpe.
Maria José se volteó; se podían adivinar sus ojos rojos en  la oscuridad, su cansancio extremo. Ernesto contó una historia que incluía  elementos vistos en la playa, expresiones retorcidas de los inversionistas, retazos  de las llamadas telefónicas que habían sido no más que un continuo de  interrupciones que los habían mantenido en un estado de incomunicación  disfrazada de palabras tiernas, de eficiencia matrimonial. Maria José no se  movía. Le preguntó a Ernesto qué le pasaba. Cuando él le contestó que era el  perro, lo hacía afuera de la casa, debajo de la luz de un  poste. Ernesto pensó en la distancia que lo  separaba del animal, de la figura amenazada por las llantas de los carros: menos  de dos kilómetros, algunos minutos a pie. Sudaba. Se dio cuenta de que se había  puesto la ropa con todas las piezas que antes llevaba: el celular, la caja de  fósforos, el paquete arrugado de los cigarros. No era Toby. Pero el hocico, el  lomo marrón.
Caminando, casi se traga un cigarro al tratar de  encenderlo. Sudaba como un mono. Era un animal sin nombre en la madrugada, reproduciendo  mentalmente, con torpeza, la forma del animal muerto, la figura derruida del  Cocker Spaniel que enseñaba su puntiaguda boca de calcio. Pensó en Maria José  acostada en la noche, atisbando en el sueño la forma de un perro rabioso, de  Toby que le chupaba la mano porque no había un bebé con sus papilas en los  senos suyos, en los senos blancos.
El celular vibró en su bolsa: algo vivo en la noche. Vio el  número de su casa en la pantalla —fondo gris, chillón; letras redondas; los  ocho dígitos—, imaginó a Maria José perdida en aquel cartílago de sábanas,  zapatos, persianas, paredes y el agua corriendo por un grifo abierto. Ernesto  no contestó. Caminaba sin posible detención, con el arresto de un lomo  esperándolo, de una pelambre que pide ser acariciada por una mano trémula.
Atravesaba cuadras sin detenerse, encendiendo cigarros con  las partes aún fulgurantes de los anteriores. El teléfono vibró de nuevo; el  silencio de la calle —falta kilómetro y medio, pensó, convertido en quinientos  por el efecto que la soledad le da a la topografía— hacía que el sonido se  amplificara o se convirtiera en un insoportable gritito ahogado.
Vio el número de la casa en la pantalla, otra vez. Buscó la  forma de poner el celular en modo silencioso; el aparatito lo dominaba. No  pensó en botarlo en alguna alcantarilla ni en apagarlo, solo buscaba el maldito  modo silencioso. Sonó una vez más, hasta callarse. Imaginó los dedos lentos de  Maria José sobre los botones del aparato negro de la casa, resistiendo el sueño  que le imprimía el agotamiento. Ernesto, por primera vez desde su llegada de  Puntarenas, se preguntó por la hora exacta. No tenía reloj. No saber la hora lo  llenó de huecos silenciosos. No era miedo ni espanto ni desazón, solo un hueco  sin forma en un punto a mitad de camino entre el pecho y el ombligo.
Cuando recordó que el celular tenía reloj y lo tomó para  sacarlo del bolsillo, el aparato vibró de nuevo, dando apenas unos pequeños  golpes sin sonido: un mensaje de texto. “Ernesto, no”, decía el mensaje; Maria  José lo había escrito. No pudo contener la risa al pensarla dentro de una nube  tóxica de muchos sueños acumulados —en medio de una llamada en la que hablaban  de los inversionistas, después de una pausa obligada por la señal desastrosa,  ella le dijo que la clínica la estaba dejando sin vida—, medio dormida o presa  de un cansancio sobrenatural, un sueño atroz. Inmediatamente, una nueva  vibración. “No, los venenos”, decía el mensaje. Ernesto sintió miedo. Por  primera vez reparó en que caminaba por calles y en horas en que no había ni una  sola persona afuera, un tiempo marginal en el que ocurren todos los asesinatos  y los robos y los envenenamientos. “No, los venenos no”, decía un tercer  mensaje. Ernesto no supo si Maria José había apretado el botoncito de enviar  muchas veces, dormida, o si quería recalcarle algo que él estaba imposibilitado  para entender.
Ernesto marcó el número de su casa, en el acto de pensar si  no era mejor devolverse.  
—Aló —dijo la voz de otro mundo de Maria José, su telaraña.
—¿Qué son esos mensajes?
—Mensajes.
—Sí, qué son esos mensajes.
—¿Qué hora es, Ernesto?
—Pensé que vos sabías. —La imaginó en el cuarto, buscando  la carátula de letras rojas del reloj de alarma, el que los despertaba con una  horrenda bulla de animal desangrándose, todas las madrugadas.
—No sé, Ernesto, en serio —dijo la voz gangosa de Maria  José. El cigarro se le escapaba de los dedos, hinchados por los nervios.
—¿Qué fue ese mensaje de los venenos?
—¿Qué hora es, Ernesto? —La voz salía de un nudo de saliva  seca y cobijas todopoderosas que atrapan.
—Decime qué fue ese mensaje —dijo Ernesto, con una voz  apenas audible.
—Ernesto, no es ese maldito perro —espetó Maria José.  Ernesto sintió que la sangre se le convertía en una cosa opaca y pastosa. Maria  José siguió diciendo que el maldito perro de la calle no era el otro maldito  perro, que todos los animales son iguales y todos son estúpidos y merecen que  se los envenene como bichos—. No digás que no te has dado cuenta de cuánto  hemos ahorrado desde que no está Toby —continuó. Ernesto no supo si se lo decía  a él o si hablaba en un continuo del sueño interrumpido de súbito.
—No entiendo —respondió, fingiendo que era otro. Su voz le  sonó chillona e infantil.
—La comida Ernesto. Las vacunas —dijo, sin inflexiones en  la voz. “Los venenos”, recordó Ernesto. Y también la mano de Maria José sobre  el lomo de Toby, su cara que era la expresión de la más absoluta neutralidad,  una imitación de muñeco de madera moviendo su brazo seco sobre la pelambre  color ocre, cada vez que el perro se le acercaba y movía su cola oscura. El  niño de reemplazo con sus monadas.
—¿Dónde estás, mi amor? —preguntó Maria José. A Ernesto le  pareció absurdo que lo llamara “mi amor” en esos momentos.
—Maria José, explicame eso del ahorro.
Maria José dijo algo confuso. A Ernesto le pareció que  fingía estar dormida. En el sueño se pueden justificar las palabras más  atroces, los actos más soeces  
—¿Vos envenenaste al perro, María? —preguntó, sintiendo la  cara enrojecida y enorme, un fruto granate sobre los hombros.
Maria José contó una historia que parecía salida de las  profundidades de un intenso coma: incluía el arrullo fantasma de un bebé no  nacido en el que usaba sus brazos morenos y cortos, una disertación sobre  barrios residenciales y el pago mensual del gimnasio. Y el alimento, Ernesto, y  los gastos que no se notan hasta que estamos hasta el cuello.
Ernesto colgó. Siguió caminando, sintiendo la vibración del  aparato en la palma de la mano y evadiendo la bulla de la musiquita tonta—el  maldito modo silencioso que no aparecía—, hasta que fue vislumbrando el cuerpo  a un lado de la calle, a poco menos de dos cuadras. Estaba dentro de un rectángulo  imperfecto bañado por una luz amarilla. El teléfono vibraba y sonaba,  palpitando, creciendo en la hora sin nombre. Ernesto fue reconociendo la figura  acostada y tiesa, las patas inertes, el cuello peludo y la boquita calcificada.  Lanzó el teléfono o un diablo se lo tiró a una parcela de zacate humedecido. Aparecían  los ojos huecos, la cara, el lomo que exigía ser acariciado, los dientes blancos  que pedían ser enterrados, que no le dejaron a Ernesto otra opción, como no  deja opción ningún veneno.
Guillermo Barquero nace en 1979 en San José, Costa Rica. Ha publicado La Corona de espinas (cuento, 2005) y El diluvio universal (novela, 2009); compiló, junto a Juan Murillo, el volumen Historias de nunca acabar: Nuevo cuento costarricense, en preparación por la Editorial Costa Rica. Relatos suyos han aparecido en la revistas Voces (España) y Letralia (Venezuela).
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