La envida, José Ingenieros y Colombia. Juan Manuel Roca

El poeta Roca nos coloca ante las reflexiones de José Ingenieros sobre una debilidad humana que duele sobre todo a quien la padece, más que al destinatario de su causa.

 

 

                                                Esquirlas que dialogan con José Ingenieros

Juan Manuel Roca

…Y sí, los envidiosos asedian. Y no solo en las artes que proveen a sus ejecutores de buenas sumas de dinero, como en la plástica o la arquitectura, o como en la ciencia y en la remota “envidia medicorum”, sino aún en el lánguido botín de la gloria que aguarda a la poesía. Son legendarias las pugnas envidiosas entre músicos, compositores, historiadores e inventores a lo largo de la historia. Y es triste. En el caso de los poetas es doloroso ver entre el magma de la medianía poética a unos Yagos de sainete extendiendo la escudilla en busca de algunas migajas de aplauso.

Juan Manuel Roca
Unas páginas ejemplares en la psicología de la envidia a las que siempre vale la pena volver, están impresas en el agudo libro del argentino José Ingenieros, “El hombre mediocre”. Ingenieros es un viejo maestro de la juventud latinoamericana al que vale la pena regresar por su claridad meridiana. En su libro sienta el aserto de que “la envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito por la mediocridad… Es el grillete que arrastran los fracasados… El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno”.

Es cierto. Los envidiosos ladran al paso del que brilla. Hermano siamés de la envidia, el odio hace yunta con la bajeza de espíritu. El odio es, como dijera Ingenieros, un asunto propio de los viboreznos, de rapiñeros que rondan en manada. El pensador argentino recuerda, de otra parte, que el envidiado recibe un rango de altura inesperado por parte del envidioso, pues este, sin darse cuenta, le erige un pedestal como si fuera su sombra canina, su esclavo irredento, la puta de su espejo. Cuando Ingenieros narra la fábula del sapo que rabia de envidia tras ver fulgurar a la luciérnaga y cómo se le echa encima con su panza blancuzca para cubrir la envidiada luminosidad, en su inocencia la volátil lámpara de los campos le preguntó al batracio por qué la cubría. “Y el sapo, congestionado de envidia solo asertó a interrogar a su vez. ¿por qué brillas?”.

El envidioso, reitera don José Ingenieros, “siembra la intriga entre sus propios cómplices, y, llegado el caso los traiciona”. Por acá, en los recodos mefíticos de Colombia lo hemos visto pasar, a veces disfrazado de crítico o de histrión, otras veces de bedel de las aulas o de pomposo académico, pero ya todos lo reconocen a leguas por el olor a impotencia que destila. Por eso busca entre las hordas resentidas y rastacueros a sus pares.
“A pesar de sus temperamentos heterogéneos el destino suele agrupar a los envidiosos en camarillas o en círculos sirviéndoles de argamasa el común sufrimiento por la dicha ajena”. El envidioso es un “roedor de la gloria”. Es la lapa del que no pide permiso para ser. O, como diría en otro contexto Cioran, “una puta sin aceras”.
Que el talento es el tesoro más envidiado entre los hombres, resulta claro al leer “El hombre mediocre”, un especímen que muchas veces es el hombre postergado, el que no termina por hacer lo que sueña por estar asediando y ensuciando los sueños ajenos.  Ese Golem de sí mismo es capaz de perdonarlo todo menos “al que sale de las filas dando un paso adelante”. Por eso se le ve espiando lo que supone una gloria ajena, un pequeño reconocimiento, un festejo de alguien o de algo, unas palabras que conciten admiración y hasta una precaria consagración de barriada.

El envidioso es alguien incapaz de la admiración y cuando lo hace es solo para poner de su parte a un poeta frustrado, a un periodista desdeñoso, a unos muchachos lelos, a la secta de los cobardes y a la cofradía de los deshabitados. Con ellos hará sus ajustes sicariales, con ellos caminará un tramo del camino hasta que los utilice y exprima y entones ya pueda arrojarlos como a un papel arrugado. Suele repartir uno que otro elogio, eso sí, entre los más segundones, entre los lugartenientes de su sombra. En mi país a estos próceres de la academia bífida de la lengua los aplauden algunos obtusos, que por fortuna son pocos, y que como sus también oportunistas voceros son corifeos de la enfermedad política de un caballista oscuro que supone que Establecimiento viene de Establo.
A todas estas, en “El hombre mediocre” el autor dialoga con Temístocles, alguien que pensaba que no había realizado nada brillante o notable pues todavía nadie lo envidiaba. “No ser envidiado es una garantía inequívoca de mediocridad”, agregaba Ingenieros. También decía que Dante “consideró a los envidiosos indignos del infierno. En la sabia distribución de penas y castigos los recluyó en el purgatorio, lo que se aviene a su condición mediocre”.
Almácigos de rencores, rumiando odios y calumnias en medio de un gallinero, algunos de la secta de estos comensales del prójimo viven esperando el turno para ejercer la calumnia que compran al menudeo en el mercado de las miserias.  Pueden inventarse o tergiversar citas o sucesos, acusar a alguien de plagiario, aunque no digan a quién demonios plagió su víctima de turno, pues todo está en sus testas de viejas calabazas. Y bien, aceptando que el purgatorio es el círculo dantescco en el que deben arrebañarse los envidiosos, ¿qué tal si proponemos que este país deje de llamarse Colombia y empiece a llamarse Purgatoria?

 

 

2 comentarios

  1. MARTA ELVIRA PUELLO