La colombiana, una antología necesaria en Italia. Emilio Coco

emilio-coco-con-il-fuocoDe reciente aparición en Italia, en el idioma de Dante, la antología de poesía colombiana, cuya selección y traducción es del poeta e hispanista Emilio Coco se suma a las que ya ha dado a conocer de México, Ecuador, España, República Dominicana. Aquí el libro completo… y la presentación en español.

 

 

 

Emilio Coco
Emilio Coco

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La colombiana, una antología necesaria en Italia
Emilio Coco

Mucha gente opina que Colombia es un país de poetas, igual como otros afirman que el Festival de Poesía de Medellín es el más importante del mundo. ¿Cuánto en realidad conocemos los italianos de esa poesía? Nada o casi nada. Aparte de las pocas noticias de poetas colombianos que aparecen en revistas on-line italianas o las raras o valiosas traducciones de algunos autores por cuenta de pequeñas casas editoriales, cuyas publicaciones son inencontrables, incluso en las grandes librerías, no existe en Italia un trabajo de cierto espesor que informe sobre la realidad poética contemporánea de este maravilloso país sudamericano, de mala fama en Italia, sobre todo por el número de casos de violencia y por sus famosos carteles de la droga.

Un lugar común que se repite a menudo es que en esa nación se habla el mejor castellano de América Latina por su pronunciación y su fidelidad al sentido original de la palabra. Otra afirmación típica es que la poesía que se escribe en Colombia es superior a cualquiera de ese continente, incluso de la mexicana. Si el lector curioso desea investigar personalmente la verdad de tales aseveraciones de quienes gustan comparar, hay una amplia muestra de poetas mexicanos en la antología realizada por mí tres años antes que la colombiana: De la palabra antigua a la palabra nueva. Veintidós poetas mexicanos de hoy, en la misma casa editorial Raffaelli de Rimini.

Dejando atrás estas polémicas fútiles, estoy convencido que la poesía que se escribe hoy en América Latina es la mejor del mundo y esto intento demostrarlo a mediante diversos florilegios que he venido compilando desde el 2008 de poetas argentinos, ecuatorianos, nicaragüenses, de la República Dominicana, Mexicana y esta última de poesía colombiana. El lector puede dejarse llevar de la mano de estas publicaciones. Por no abundar en las numerosas publicaciones en libros o en revistas de poetas chilenos, peruanos, uruguayos, paraguayos, cubanos, venezolanos, bolivianos y centroamericanos.

Mi interés por la poesía sudamericana ha tomado cuerpo definitivamente a partir del 2008, precedido desde luego por la traducción breve de algunos poetas que había conocido en festivales de poesía en España. Menciono por todos al poeta peruano Arturo Corcuera. Recuerdo con viva emoción mi primer viaje a México, en octubre del 2008, cuando fui invitado al Festival de Poesía del Mundo Latino. Con la presencia de poetas latinoamericanos, pero sobre todo de poetas mexicanos como es de suponerse. La espléndida localidad de Morelia y Patzcuaro y mi inmersión en la ilimitada y caótica Ciudad de México. Me honró con su amistad el gran poeta argentino Juan Gelman, que habitaba en esa urbe, y la sellamos con un abrazo sofocante, seguidos por la escalinata bajo el flash y la cámara del incansable y generoso Pascual Borzelli. No he visto nunca más tanto interés y amor por la poesía en la gente común como en México. En Morelia, en el espléndido teatro citadino, con un lleno inverosímil, escuchábamos los aplausos entusiastas para los poetas en el escenario como se tratase de grandes divas y divos del cine, de la canción o del deporte.

Cuando salía del teatro, la noche de mi lectura poética, se aproximó una pareja de jóvenes, con voz partida por la emoción me pidieron una autógrafo;  se declararon mis fans y me regalaron el libro de un poeta local. Me conmoví hasta las lágrimas y los estreché a ambos en un solo abrazo. En el hotel hojee el libro y encontré un papel con un mensaje: “Gracias por escribir palabras que vuelven más sensibles a las almas de este mundo”, Natalia y Adal, Morelia, Michoacán, 2008. Podrían tener 16 años. Fue también cuando conocí a Marco Antonio Campos, quien acompañaba la lectura de sus textos y de otros poetas con gestos lentos y dibujando con las manos el sentido de sus palabras, como queriendo subrayar su intensa musicalidad. Estreché amistad con el mexicano José Ángel Leyva y los colombianos Juan Manuel Roca y Jotamario Arbeláez.

Cuando volví a Italia, después de esa primera e inolvidable experiencia, propuse algunos textos de estos cuatro poetas mencionados al director de la revista Pagine, Vincenzo Ananìa, otro grande y generoso amigo que nos abandonó hace ya algunos años, quedó hechizado por esa poesía que encontró impetuosamente fresca, ágil, genuina, no viciada, como a menudo la italiana, por un estéril y narcisista exhibicionismo verbal. No me ocurre a menudo tener hallazgos felices que me compensen de la larga y paciente fatiga de búsquedas entre las muchas decenas de volúmenes que día tras día aumentan las pilas de libros en mi estudio. Cuando eso sucede, me genera gratitud como si fuera un regalo inesperado y muy valioso. Lo hermoso es que estas consoladoras iluminaciones me vienen no tanto de los poetas italianos, que sin embargo leo y hago conocer en el extranjero a través de mis traducciones, sino de textos de autores latinoamericanos, a menudo mal conocidos o completamente ignorados en Italia y que están escribiendo, a mi parecer, una poesía que los tantos promotores de nuestra literatura se obstinan en no tener en debida cuenta. Es así que luego de más de 30 años dedicados a traducir a poetas españoles mis intereses se reorientan hacia otras sendas, como digo en un poema de Escúchame señor: “Es mejor concentrarme en algún mexicano,/ chileno o uruguayo/ de un año hacia acá ya no me intrigan los poetas castellanos.” Una explicación a este brusco cambio podría darla en estos términos: me he enamorado profundamente de la poesía latinoamericana y el amor, como bien se sabe, requiere una dedicación absoluta y exclusiva. Ella, la poesía latinoamericana me ha absorbido el alma, me ha drogado. No sé aportar derivaciones críticas a todo esto, incluso porque, como he dicho varias veces en trabajos precedentes, me siento enormemente incómodo en el papel de crítico y dejo voluntariamente este ingrato oficio a otros, que a menudo obliga a nadar en una agua pantanosa, llena de trampas, sobre todo cuando se trabaja sobre una materia incandescente como es la poesía, que se construye día  tras día sin sedimentarse aún. Conlleva el peligro de la apuesta, pero también de la búsqueda y del descubrimiento. Ha escrito el poeta español José Hierro: “La poesía es magia y cualquier explicación es como querer justificar el milagro recorriendo los procedimientos de un ilusionista.”

En el 2014 fui invitado al Festival de Poesía “Las líneas de su mano” en Bogotá, Colombia, del 2 al 6 de septiembre. En ese país la amabilidad de la gente es una distinción cultural, la sonrisa es espontánea, el abrazo envolvente. En Europa, y sobre todo en Italia, estas formas de comunicar las hemos perdido desde hace tiempo. Y yo esta gentileza, esta alegría de conversar con el amigo, esta intimidad de personas que acaban de conocerse, pero se comportan como si se frecuentaran desde años, la he vivido plenamente, en estos pocos días transcurridos en la capital colombiana. De esta experiencia nació la idea de fijar en papel algunas de las voces escuchadas en el acogedor espacio del Gimnasio Moderno, junto con otras que he ido descubriendo gracias a la ayuda de viejos y nuevos amigos.

Más allá de las proposiciones doctrinarias, me urge subrayar la ambición de este trabajo. En primer lugar quiero ofrecer al lector italiano la posibilidad de acercarse a una poesía poco conocida por nosotros, y partir de allá para ampliar y profundizar, si uno tiene el deseo de hacerlo, su conocimiento. En segundo lugar ha constituido para mí la ocasión de un renovado encuentro con algunos nombres consagrados que había tenido ya la ocasión de apreciar, y que se establecen, gracias a su fuerza y su originalidad creativa, como modelos insustituibles del quehacer poético. Junto a ellos otras voces, voces de poetas jóvenes y menos jóvenes, que reclaman justamente su espacio de atención. La mía ha sido una lectura apasionante, e incluso entusiasmante. Al final tuve que elegir 32 poetas. Una selección condicionada sobre todo por mi gusto personal, por mis particulares convicciones. Todo antólogo tendría que admitir honestamente que en cada operación suya existe una buena dosis de subjetividad. Se equivoca quien pretenda haber elegido entre lo que hay más representativo o más consolidado sin dejarse llevar por influencias, por sus preferencias, por su personal “poética”. Pero actuará de mala fe quien no haga una elección de calidad. Con base a ésta debe expresar siempre su propio consentimiento o su rechazo.

Otro punto que anhelo destacar es que no se trata de una antología en el sentido tradicional de la palabra. No es una historia, un recuento más o menos exhaustivo y fiel de todo lo que ocurrió en Colombia en estas últimas décadas en el campo poético. No informa sobre las estéticas, las tendencias más fuertes, no traza un mapa generacional. Historias semejantes, conjugadas en fórmulas distintas, circulan y han circulado muchas, algunas buenas… otras no tanto. Esta “antología” es una resistencia a la tentación de catalogar, etiquetar, producir cánones, por más que piensen de manera distintas algunos críticos que juegan a eliminar o a incluir nombres según que entran o no en sus esquemas preconstituidos. La lectura, para que sea tal, debe ser libre, plural, y más que encajonar o encuadrar es preferible presentar a los poetas en carne viva, cada uno con su exasperada vitalidad e individualidad, con su voz inconfundible.

32 poetas vivos, cuya producción lírica ocupa un arco de tiempo de poco más de 50 años, si se considera la publicación de los primeros poemas de Jaime Jaramillo Escobar (el más anciano de los poetas expuestos) publicados por Gonzalo Arango, en la antología 13 poetas nadaístas, 1963, y el más reciente trabajo del más joven de los poetas, Luis Arturo Restrepo, publicado en 2014, titulado En el fuego, la mirada. Pienso que es un número suficiente para un primer acercamiento a la poesía colombiana de hoy. Es una antología que se caracteriza por su total apertura y dispersión de voces. El escritor, en este caso el poeta, es un solitario que se dirige a otro solitario (el lector), que busca un interlocutor con quien compartir su mundo y sus preocupaciones. Por más ambiciosa y vasta que pueda ser una antología (y esta no lo es), queda de cualquier manera una obra fragmentada, una selección de nombres.

En 1997, Rogelio Echavarría, seleccionó a 219 poetas del siglo XX, en su antología de la poesía colombiana encomendada por el Ministerio de Cultura. Estoy seguro de que también en esta faltan nombres. La fuerza del antólogo radica precisamente en la precariedad de su elección. El poeta mexicano José Ángel Leyva nos recuerda el caso emblemático de Volodia Teitelboim, quien junto a Eduardo Anguita, a sus 19 años de edad, se lanzaron a la aventura de clasificar a los grandes poetas chilenos excluyendo olímpicamente a Gabriela Mistral, quien luego daría a su país y a América Latina el primer Premio Nobel de Literatura, en 1945. Volodia llevaría consigo hasta sus últimos años de vida el peso de aquella decisión visceral o surgida de su juvenil ignorancia.
Quizás los márgenes de error hubieran sido más estrechos su hubiese optado por una antología temática de esas, por ejemplo, de los poemas más bellos de amor, sobre la madre, la patria, la violencia, etcétera, pero de  esta forma se afectaría al lector dándole una visión parcial de la realidad poética de aquel país. Una antología ideal podría ser la generacional, que toma en consideración a grupos bien definidos, movimientos y estéticas, pero también en esta muestra los grupos de poetas son más una expresión de una corporativismo mafioso, de una asociación de mutuo socorro y beneficios que de una identidad estética. Poetas que se agrupan lo hacen a menudo para sentirse seguros y protegidos, incluso si son diferentes sus éxitos estilísticos y sus dinámicas.
Por otro lado, no debemos callar el hecho de que en este tipo de antologías se repiten continuamente los mismos poemas y los mismos nombres que adquieren visibilidad, justamente gracias a operaciones como las referidas. Es suficiente hojear las varias antologías publicadas en los últimos años en Italia, para confirmar lo que acabo de señalar.

Mencionaba antes que mi trabajo toma en consideración la obra de 32 poetas que se hicieron visibles en buena medida, y con una diversidad de resultados, pero siempre con su peso y su significación en los últimos 50 años. Fueron años marcados por una violencia inaudita a todos los niveles que han hecho decir a alguien que la “democracia” colombiana causó mayor número de muertos que cualquier otra dictadura de otros países latinoamericanos. Como escribe Luis Eduardo Celis: “La violencia de los narcotraficantes, de los latifundistas y de las élites regionales que confluyeron en el paramilitarismo de los años 90, hizo posible la más grande operación de distorsionamiento de la democracia, a través del control de las instituciones estatales, a todos los niveles”, a lo cual hay que añadir una nueva forma de violencia puesta en acción por la izquierda radical en varias operaciones de guerrilla. De esta terrible realidad se encuentran referencias más o menos explícitas en más de un poeta. Léase “La estatua de bronce” de Juan Manuel Roca, o el poema “Los muertos” de Guillermo Martínez González: “Quienes amanecían en la calle con la rostro / de espanto alterado por las moscas / O que descendían al pueblo en el lomo de las mulas / suspendidos como animales de sacrificio /…/ mientras la violencia / se paseaba con su tambor
de medianoche por las aldeas.” Millares de difuntos y millares de desaparecidos sobre los cuales baja una capa de silencio casi obligada en “La maligna Bogotá” donde “brillan inútiles las estrellas en el cielo,/ con sus crímenes ocultos, sus jóvenes asesinos / que conspiran en los bares.” Pero es sobre todo en los textos de Horacio Benavides donde el clima de violencia es más palpable y donde la muerte impregna el aire con su aleteo por todas partes. Es una sucesión de horridas visiones de cadáveres y cuerpos amputados que flotan en los ríos y que transforman la frescura del agua clarísima en un siniestro espejo de muerte. Entonces escuchamos el bramido del monstruo oscuro, los gritos de los torturados y el chacualeo de los caimanes que se disputan los cadáveres, mientras la noche desciende sobre los muertos huérfanos y los asesinos duermen borrachos en las mesas de los bares. Compartimos la banca con un paisano  que espera en vano a sus hijos porque nadie regresó nunca. El poeta describe esto con levedad y sencillez en el lenguaje como si fuera una fábula de miedo. Con la pequeña esperanza de que todo esto termine para que un día el mar lave el horror y los cuerpos regresen a tenderse al sol como brillantes y robustos leones marinos.

Frente a la terrible virulencia social, ¿cómo reaccionan los poetas? Ellos viven y sufren su tiempo atormentado e inquieto, y su poesía, en más de un caso, ha dado prueba de un elevado espíritu cívico. Está presente en muchos de ellos un fuerte sentimiento de esperanza y determinación de construir la paz, no con la fuerza de las armas sino con la inteligencia de las palabras. Pero es también verdad que nadie puede sugerir los temas a los poetas. La vieja idea romántica de que la poesía pueda cambiar al mundo entró, desde hace tiempo, en crisis. La fuerza del poeta podría consistir en denunciar e indicar posibles soluciones, a sabiendas de que toca a los políticos ponerlas en marcha para el bien de la comunidad. Pero los políticos, ya se sabe, no leen poesía. El poeta desde hace tiempo ha dejado de ser la voz de la tribu, la voz de los que no pueden hablar. La poesía solo puede cambiar al poeta, y al posible lector que a ella se aproxima. Todo el resto es demagogia.

El tema de la violencia, como el lector podrá verificar, no es el único presente en esta antología. La poesía colombiana de estos últimos decenios, se caracteriza por una explosión de voces, de formas, de estéticas, de registros, de temas, en continua ebullición y enriquecimiento. Es decir, una poesía que se está haciendo. Así, al lado de Jaime Jaramillo Escobar y de Jotamario Arbeláez, dos entre los más activos y dinámicos representantes del nadaísmo, encontramos la poesía de Juan Manuel Roca en la que la realidad más evidente se colorea de una magia onírica que nos invita a vivirla como se vive una pasión. No puede faltar en esta antología Giovanni Quessep quien nos canta la belleza de un mundo perdido, hecho de leyendas y de fábulas de castillos y jardines, que nos emociona de igual manera en el ámbito humano y en el dominio estético. Juan Manuel Roca y Giovanni Quessep son dos gigantes de la poesía colombiana de hoy, que han producido obras de altísimo valor estético y moral, contribuyendo de forma determinante a definir las elecciones de escritura de tantos jóvenes poetas, no desdeñando confrontarse con ellos en una leal y fecunda competición. No se puede pasar por alto la obra de otro grande de la lírica colombiana, Darío Jaramillo Agudelo, con su poesía autoirónica, que opta por un lenguaje conversacional del que se sirve para narrarnos su experiencia de hombre inmerso en el universo urbano; pero son sobre todo sus versos de amor impetuosamente frescos los más leídos por los lectores de poesía y que han encontrado en Fabio Volo uno de sus más entusiastas divulgadores. No podemos  hacer menos la presencia de Luis Aguilera creador de inquietantes atmósferas de rara belleza. O la poesía de Rómulo Bustos, sutil, precisa y elusiva al mismo tiempo; o el insinuante erotismo de Raúl Henao pleno de surrealismo,  la poesía de Piedad Bonnett con la transparencia de sus emociones y perturbaciones que se resuelven en la serena posesión de la palabra poética, o para terminar la obra de Armando Romero, cuya vocación narrativa recurre a inusuales asociaciones que revuelven los órdenes de la visión real, creando situaciones de alto potencial poético.
Aquí me detengo y dejo al lector que tiene la paciencia y el gusto de la literatura voluntariosa, no prevenida, para que haga sus propios descubrimientos y consideraciones. Luego llegarán los académicos y los críticos de oficio a diseccionar, a integrar, a recomponer, a confrontar poéticas y personalidades, a buscar y a pedir explicaciones, entre tanto, el lector se deje guiar, llevado de la mano por los poetas en el fascinante y caleidoscópico mundo de la poesía colombiana de hoy.