María Meleck, Argentina (1931-2010). Jorge Boccanera

meleckNuestro amigo y colaborador rescata la voz de su compatriota, ya desparecida, la poeta María Meleck para hacer notar la importancia de su obra en el contexto argentino y latinoamericano. Una invitación a su lectura.

 

 

María Meleck Vivanco, poeta de la videncia.

Jorge Boccanera

 

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María Meleck
La poeta argentina María Meleck Vivanco, que participó en el Congreso Internacional del surrealismo realizado en Roma y recibió en Nueva York el Premio UNICEF, es rescatada con la publicación de su libro Mar de Mármara/ canciones para Ruanda.
El volumen editado por Ediciones la Mariposa y la Iguana, recoge dos momentos de la autora: el inédito Mar de Mármara y Canciones para Ruanda, éste último con una edición exigua en 1999.
Nacida en Córdoba Vivanco (1931-2010) vivió la mayor parte de su vida en Buenos Aires donde publicó entre otros libros: Rostros que nadie toca, Los infiernos solares y Balanza de ceremonias, más una antología de su obra editada en por el Fondo Nacional de las Artes.

A partir de su llegada a Buenos Aires en 1945 quedó enrolada en el surrealismo vernáculo; esa “tribu maravillosa” que se reunía -según narró en una entrevista- “todas las noches a cenar en un modesto restaurante como el Robino de Corrientes y Ángel Gallardo o piringundines cercanos al puerto”.
En esos lugares, agrega: “Recitábamos nuestros textos, se hablaba de los famosos manifiestos de Bretón, como si se tratara de la Biblia. El grupo más representativo lo formaban: Aldo Pellegrini, Francisco Madariaga, Juan José Ceselli, Oliverio Girondo, Carlos Latorre, Enrique Molina y Juan Antonio Vasco”.

Esta bohemia que sitúa entre 1945 y 1955 se enmarca en un momento de auge del surrealismo argentino con el surgimiento de sus revistas más importantes –Ciclo, A partir de Cero”, Letra y línea– y los libros iniciales de Madariaga, Vasco, Pellegrini, Ceselli y Latorre, mientras Molina da pasos firmes con su libro Pasiones terrestres.
La filiación surrealista de Vivanco se revela en una escritura vuelta presagio y desvarío: “Escribía como en trance”, acota su hija Juana, también escritora, y sigue: “como hilvanada por una coherencia intuitiva”; algo que la misma Vivanco definió en una línea: “Cierra sus ojos, que encadenan de llama en llama, lo invisible”.
En las páginas de Mar de Mármara resplandecen paisajes exuberantes y devastados donde el amor y la muerte –dos ejes cruciales en la poesía de esta autora- abrevan en la misma poza.

Con  hilachas del bosque y fulgores que duran un parpadeo, la poeta arma una y otra vez la historia de una niña que posa sus enormes ojos en las “huellas carnívoras” de la noche. Podría decirse que cada verso suyo la representa por entero; dos ejemplos: “todo respira incendio” y “ella se pudre en sueños”, en una poesía que 
La vigencia de su poesía reside en un imaginario propio, esquivo a premisas lógicas y razonamientos lineales; ese imaginario que incorpora paisajes astillados, naufragios, cacerías, pesadillas, pero también la vehemencia del erotismo, la exaltación de lo vital y un amor que es vocación y esmero.
Aparte de los poetas franceses, entre las influencias de Vivanco se percibe la obra del poeta de Martinica, Aimé Cesaire, sobre quien ya se había expresado en su momento el poeta Aldo Pellegrini, difusor del surrealismo y director en 1929 de la revista Qué, pionera de esa escuela en el ámbito latinoamericano: “Cesaire nos ofrece el espectáculo de una naturaleza en ebullición, donde las cosas se metamorfosean bajo la ley de lo imprevisible, animándose, adquiriendo vida”.

Esa caracterización le calza como anillo al dedo a Vivanco, quien comparte con Cesaire un tejido verbal en el que adquieren relieve las escenas de destrucción, lujuria, ferocidad y desenfreno. Ambos poetas trabajan el verso eslabonado en una respiración desbocada y continua; una acción en cadena animada por enumeraciones caóticas.
En un diálogo apócrifo Vivanco dice: “Color de noche su piel, seda que hoy flota luminosa, como abanico sangrando en la faena de los toros”; le responde el autor de Cuaderno de un retorno al país natal: “…abrirás tus párpados que son un abanico muy bello hecho de plumas enrojecidas de tanto mirar como late mi sangre”.
Otros pasajes de Canciones para Ruanda, en contigüidad con el poeta de Martina, presentan imágenes contundentes: “Busco el secreto manuscrito de Ruanda Su memoria discriminada al cielo polvoriento”, “En la costa quemada El suave balanceo de palmeras Y el contorno invisible de un animal violento”, “Piratas como dioses sellan la última puerta”.

Curiosamente, un poeta de la negritud que reconoce una patria de origen, África,  y una poeta americana que escribe sobre la lejana Ruanda, se reúnen en un lenguaje de paisajes alucinados, pero también con una mirada crítica hacia la prepotencia de las políticas coloniales.
Lo político nunca le fue ajeno a Vivanco quien, según cuenta su hija Juana, estuvo entre las fundadoras del Partido Comunista de Córdoba y se casó con el socialista Luis Guaraglia: “De la línea de Alfredo Palacios”; y aunque ya en Buenos Aires el matrimonio estuvo lejos de una militancia orgánica, “siempre apoyaron las revoluciones de América”.

No resulta entonces para nada extraño que a Vivanco la haya estremecido el genocidio de Ruanda de 1994 contra la población tutsi,  con un saldo de casi un millón de personas asesinadas.

Concluye Juana señalando que su madre –incluida en la antología Un Nuevo Continente, que recoge la poesía surrealista de América- dejó inéditos los libros Plaza prohibida,  La moneda animal y Los regalos de la locura.

 

 

El viaje

 

     Lozano y perverso, el desatino del amor acaricia los abedules  Con pequeñas manos de ambrosía, zambulle el aire su tufo cotidiano de sombras
Me hallo cubierta en los atardeceres remotos que destilan su cólera de almizcle  Dulcemente por encima de los escombros del monte
No habrá deslumbramiento final para los héroes  Ni discursos del olvido que reconozcan su propia iniquidad  Ni espadas entre cubas de agua ardiente que enderecen rumbo a la sordidez  Ni palpitaciones y pestañas vibrátiles en los exiliados del infierno
No habrá furia ni arrebato cabalgando su espacio de ceguera  Ni signo privado contra las imprevistas apetencias del alma  Ni porfiadas veletas adversarias del viento  Ni amantes recostados sobre mares encendidos
Vagabundos, si

     Payasos de carne enamorada  Y respiración de puro fuego blanco

 

 

Quemados por la luna

     Amor de ojos vendados  Tiembla en el desván de la cordura  De infinitas orillas su rumor contra el cielo  Caída en los cristales anémicos y tristes  Su rosa del nacer, con los núcleos amargos en una sola vuelta entretejidos
Las catedrales madre de vientre abovedado, sangran gota por gota sus placentas  Cotidianas lisonjas que bordean la sed  Y siglos retorcidos en la guerra 
Miro aquí al niño solo  Al infante de piel envejecida, perdido en la ciudad de su aliada la sombra  Los metales muy blancos quemados por la luna  Y el vellocino de heno que prefiere el silencio
Susto a susto el iridio anda por los rincones  De a poquito nos tocan sus pestañas de pluma  Sus faisanes de garras bordadas en el hueso 
El ocaso se duerme sobre mi pecho  Masticando la  nada

Teje y desteje la araña, su red de seda fúnebre  Para el suplicio de la mariposa

 

 

Por el vértigo

     La urdimbre  Los avisos, que son los mismos nombres que reflejan conjuros  Las pruebas insensatas de placer  Las flores, como arterias dormidas en el aire  Donde hay que estarse quietos, esclavos del respirar profundo
De nuevo las urdimbres, con galgos de lavanda y cerros distraídos  La boca de locura, intencional ardida  Los ojos del viajero mojados en las nubes
Frágil algarabía con sus plumas doradas  Monigote de sal arrojada a las piedras  Y el topacio del diablo en tan hermosa axila  Los mares transparentes en el otro espejismo que la alabanza amaba
Licores dolorosos que fermenta la noche

     Noche de rey  Amantes  Jinetes infinitos

 

 

Papeles amarillos húmedos de oscuridad  
Destiñen de a poco las galas del reino

En remolino de menguados ojos  Entro en el laberinto de la guerra  
El delirio flamea junto a una nube extraña  Con una agorería  de
gallo bataraz  De ave gloriosa incursionando en causes de zozobra 
Bajo un aura salvaje donada por las flores más lujosas  Atraigo  mi deriva
de ser en el  lago Kivú  En los fértiles sueños jubilosos  Rodeados de azahares que junio resucita
La dimensión del luto es hálito inocente  Como un padrillo en celo
descarrila sus ángeles  En cavidad de piedra desollada  
Nadie le salva el corazón a nadie  Nadie le salva el beso la herencia la memoria el trino  Que de olvido y de brasa son los pueblos que entregan sus ovejas Y corolas en duelo desesperan a los ríos ocultos  Madres rituales que desgranan fábulas  En un recodo de aquietada guerra
Lagrima mía  Efigie de medalla oxidada reconocidamente muerta  Desgajada en la rama

Ya nadie cuida el oro fuera de la tierra
Ya nadie nombra el llanto

 

 

Siempre la muerte abstraída y vibrante  En torno a un molino
que asedian los pájaros

Ya no más las señales  Los uniformados de otra latitud sortean las fuentes de Ruanda  Como enmohecidos retratos que convierten en polvo sus lamentaciones
Creo aún en la anatomía fugitiva de los besos seráficos  De los besos que arrasan espejismos y arenas del insomnio
Y descubren el calendario nefasto  Y son consecuentes con los objetos del candor  Ellos hipnotizaron mis juguetes de virgen  Y también la negligencia de los cometas errabundos
Declinaría yo a desaparecer  Cuando mi lengua se ahogue en los remansos de otras lenguas  Y pueda arrojar mi corazón desde el acantilado de otra desaforada geografía
Cuidado  Las baratijas de Lucifer ruedan sonando por mis ingles  Y hacen sollozar los tulipanes que oscurecen el sol  Y los escalofríos tan cotidianos de mis fantasmas terrestres

Como cuando era niña  Caminaré dormida por las cornisas del cielo

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Jorge Boccanera