Marco Antonio Campos. La noche de los lápices

campos-marco-antonioUn lúcido recuento de la barbarie que representaron las dictaduras militares en Sudamérica, particularmente la argentina, caracterizada por su virulenta cacería de las ideas y la libertad de pensamiento. Terminó el autoritarismo, la libertad se defiende.

 

 

A 35 años del hecho

LA NOCHE DE LOS LÁPICES

Marco Antonio Campos

marco-antonio-campos
Marco Antonio Campos
El pasado es un hoy, que en el caso de las dictaduras sudamericanas, no deja de sangrar. Quizá no haya habido décadas más terribles en Sudamérica en el siglo pasado que la de los ’70 y ’80 en Argentina, Chile, Uruguay, Brasil y Paraguay. Aun si fue la más breve, ninguna dictadura fue más sangrienta que la de las Juntas Militares en Argentina: siete años (1976-1983). Si en buena medida las fuerzas armadas argentinas quedaron manchadas por los crímenes de lesa humanidad, es inevitable resaltar varios nombres de militares que ya pertenecen a la historia universal de la infamia y de la demencia aniquiladora, y quienes continuaron al extremo la tarea letal que realizó la Triple AAA en el brevísimo y caótico régimen de Isabelita Perón. Ante todo, esos militares pertenecieron al ejército y a la marina: Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Jorge Eduardo Acosta (El Tigre), Guillermo Suárez Mason, Ramón Camps, Miguel Osvaldo Etchecolatz, Luciano Benjamín Menéndez, Antonio Bussi, Alfredo Astiz, y los miles de militares y policías que trabajaron en allanamientos, secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones, el robo de más de 500 bebés, la apropiación de los bienes de las víctimas… Ninguno de los nombrados dejó nunca en el decurso de las décadas de enorgullecerse del terror implantado en el periodo funesto y vieron la lucha como una “guerra” contra las “subversivos apátridas”, donde ellos eran los héroes; querían engañarse –querían olvidar- que en esa “guerra” el enemigo fue en desproporción más débil y numerosas veces indefenso e inocente y que la diferencia de armas era al menos de mil a una, y que un amplio porcentaje de detenidos o detenidas ni las tenían ni sabían usarlas. Más que guerra, fue una tarea sistemática de exterminio. ¿Guerra? Baste recordar que los muertos entre militares y policías, según el informe de la Comisión Nacional de Desaparecidos (CONADEP), llamado también Nunca más, fue del 2.5%, la mayoría entre los mismos represores: por deserción o por negarse a colaborar. Vaya paradoja irrisoria y despreciable: cuando las fuerzas armadas argentinas tuvieron que enfrentarse con una potencia, en este caso la inglesa, para recobrar la soberanía de las islas Malvinas, al llegar la armada enemiga, el general Luciano Benjamín Menéndez y Alfredo Astiz se rindieron sin disparar un solo tiro.

La dictadura militar de 1976 a 1983, llamada del Proceso de Reorganización Nacional, o simplemente Proceso, tuvo como base, para la vida diaria que querían imponer, el lema “Dios, Patria, Hogar”, es decir, la religión católica, el nacionalismo argentino y la familia. Para sus crímenes, las Juntas, de las cuales la infinitamente más cruel fue la primera, contaron con el apoyo y/o la complicidad de los Estados Unidos (Kissinger y Nixon a la cabeza), del Vaticano (aun Juan Pablo II las legitimó más con tarde su visita), del clero local (un buen número de sus miembros asistían a las sesiones de tortura para que los detenidos, guerrilleros y no, confesaran sus actividades subversivas y denunciaran a sus cómplices), de la casi totalidad de los medios de comunicación, y de la clase alta y de amplia parte de la clase media que pedían aun a los militares que “no  aflojaran” ante los que consideraban enemigos de la Argentina.

De los más de 30,000 muertos y desaparecidos que hubo, quienes pusieron más fueron obreros y estudiantes: 30% aquellos, 20% esos. Quizá por su injusticia extrema, por ser una repetición desconsoladora de la bíblica matanza de los inocentes, el caso más dramáticamente emblemático entre los estudiantes fue la llamada Noche de los Lápices. Sucedió exactamente hace 35 años en la ciudad de la Plata. La madrugada del 16 de septiembre de 1976, fue secuestrado por medio de un operativo conjunto de fuerzas del ejército y la policía de la provincia de Buenos Aires, un grupo de siete adolescentes próximos entre sí (cinco muchachos y dos chicas); al octavo, que sería en los juicios a los militares en 1984 el gran testigo (Pablo Alejandro Díaz), se le aprehendió la noche del día 21. No fueron en ese momento los únicos. Ese día y días antes y días después secuestraron al menos una decena de adolescentes. Por orden jerárquico, los principales responsables y culpables de esta operación, fueron el Comandante en jefe del Ejército, general Jorge Rafael Videla, el jefe del I Cuerpo del Ejército Guillermo Suárez Mason, el jefe de la policía bonaerense, el psicópata general Ramón Camps, y el director de investigaciones, Miguel Osvaldo Etchecolatz. Luego de la caída de la dictadura castrense en 1983, se empezaron a reconstruir los hechos, gracias principalmente al testimonio de Pablo Díaz, el cual fue en alguna medida la base de la novela de no ficción de María Seoane y Héctor Ruiz Núñez y del estremecedor filme de Héctor Olivera (ambos –libro y filme- titulados La noche de los lápices). El filme de Olivera, salvo detalles, es en general muy fiel a la investigación de Seoane y Ruiz Núñez. Ambos no pueden dejar de seguirse sin una angustia triste, sin un dolor que dobla el cuerpo: el libro, desde que comienzan las capturas de los muchachos; el filme, de principio a fin.

En la primera página del libro, Seaone y Ruiz Núñez dan la lista del grupo de amigos, su edad y su condición de aparecido o desaparecido: Francisco López Montaner, 16 años, María Claudia Falcone, 16, Claudio de Acha, 17, Horacio Ángel Húngaro, 17, Daniel Alberto Racero, 18, María Clara Ciocchini, 18, Pablo Alejandro Díaz, 18, es decir, todos entre 16 y 18 años y todos alumnos que en Argentina serían secundarios o entre nosotros preparatorianos. El único reaparecido fue Pablo Díaz. Todos estudiaban en colegios de la ciudad de La Plata: Bellas Artes, Nacional, La Legión, Normal. Prácticamente todos eran miembros de la UES peronista (Unión de Estudiantes Secundarios).

Las vidas de los ocho fueron uniéndose, menos o más, sobre todo en los años 1975 y 1976 y podría quizá dividirse en cinco partes: la lucha en 1975 hasta la consecución del boleto estudiantil secundario (BES), que consistía en un descuento del 20 % a los estudiantes para los colectivos o camiones urbanos; el golpe de estado del 24 de marzo de 1976, que en poco tiempo militariza la ciudad, la universidad y los colegios y cambia del todo las reglas educativas; la aún activa pero ingenua lucha por conservar el boleto estudiantil; el secuestro del grupo entre el 16 y el 21 de septiembre; la semana que pasan hacinados en las celdas del Campo de Arana en La Plata y los meses en los calabozos infectos de la cárcel o Pozo de Banfield, y por último, la puesta a disposición del PEN (Poder Ejecutivo Nacional) de Pablo Díaz el 28 de diciembre. A partir de ese mismo día no se supo más de la vida de los otros siete.

Además de Pablo Díaz hubo tres adolescentes que habían sido secuestrados o en la Noche de los Lápices o en esos días de septiembre, quienes estaban en el Pozo de Quilmes, que fueron más tarde reaparecidos: Emilce Moler, Gustavo Calotti y Patricia Miranda (quien nunca perteneció a una organización de izquierda ni luchó por el boleto estudiantil). Escribe Héctor Olivera al final del filme que en la última dictadura argentina hubo 232 adolescentes desaparecidos.

El grupo de los ocho adolescentes pertenecían a organizaciones juveniles de izquierda o simpatizaban con ellas (guevarista, peronista, socialista y uno comunista); ninguno era guerrillero. Por demás, en la Argentina de entonces el 30% de los adolescentes y jóvenes eran miembros de una organización. Más que la lucha por el boleto secundario (que sin embargo los hacía más visibles a los infiltrados y espías), fue su pertenencia a esta suerte de organizaciones juveniles lo que influyó en su captura, como se evidenció en los interrogatorios, donde había siempre preguntas y exigencias habituales: por un lado, cuáles eran sus actividades en sus agrupaciones, a cuál organización guerrillera pertenecían y dónde estaban las armas, y por otro, que denunciaran nombres de compañeros activistas. Es decir, querían verlos, o los veían, como gérmenes de guerrilleros  y en algunos casos como guerrilleros. Económicamente los ocho adolescentes eran de clase media o clase media baja o pobres. No eran distintos a lo que fueron en los años setenta a muchachos de cualquier país de América Latina. Admiraban al Che, a Evita, a Perón, a los cantantes de la época (Los Beatles, Pink Floyd, Viglietti, Charly García-Sui Generis), leían poemas de Neruda, Gelman y Benedetti, les gustaban las fiestas, las bromas alegres, empezaban a conocer el amor, creían en la solidaridad con los más pobres… Pero ¿qué pasado puede haber a los 16 o 18 años? ¿Qué historia puede haber donde apenas hay historia? El reaparecido Gustavo Calotti, quien sufrió igualmente como ellos cárcel y espantosas torturas, quien merece un gran respeto por su valor y dolor, declaró en una entrevista en 2006: “En ningún interrogatorio se mencionó el boleto. Nos detuvieron por militar en organizaciones populares; lo que queríamos era hacer la revolución”. A la verdad, en la cuestión de “hacer la revolución”, el problema era de Calotti, él anhelaba hacerla, pero esto apenas toca o roza a los otros, a menos que se confunda, o él confunda a la revolución con repartir volantes, hacer pintas en escuelas y calles y colgar mantas pidiendo el regreso de profesores despedidos. ¿A quién de los ocho en el allanamiento a las casas le encontraron siquiera una pistola o un libro de Marx o Lenin (si los hubieran entendido, claro, a esa edad, y si eso era prueba para una acusación legal)? ¿Quién de los ocho había matado, herido, secuestrado o extorsionado en nombre de la revolución? ¿Quién de de los ocho había tenido antes siquiera un arresto preventivo? ¿O la revolución se hace llevándoles comida y enseñando a leer a los pobres de los pobres de las villas miseria? ¿Por qué, si querían hacer la revolución, estaban todos esa noche en casas de los padres y de familiares y no en la clandestinidad como lo estaban los miembros de las dos guerrillas (ERP y Montoneros)?

Con los años vendrían los detallados testimonios de los reaparecidos, sobre todo del propio Calotti y de Emilse Moler, pero en el principio fue gracias al testimonio de Pablo Díaz ante la CONADEP (1984), a la investigación de Seoane y Núñez Ruiz (1985) y al filme de Olivera (1986), que pudimos saber lo que el grupo de los ocho padeció, primero en el Destacamento Policial de Arana, en La Plata, y luego en los infiernos del Pozo de Banfield. Es difícil leer o ver la crueldad calculada y minuciosa contra los muchachos: vendados todo el tiempo, recibieron al principio en Arana palizas salvajes y sesiones agotadoras de “picana” eléctrica para que “soltaran todo lo que sabían”, y aun en el caso de las chicas, violaciones continuas. En el Pozo de Banfield, en frías celdas mínimas, blanqueadas de cal, casi desnudos, atados y vendados casi todo el tiempo, con escasa alimentación, sin cambiarles los guardias nunca los escasos andrajos, dejándolos bañarse sólo una vez en tres meses, en el extremo del debilitamiento, su manera de defenderse contra el desamparo y el horror, era, en la triste solidaridad, hablarse, darse ánimos, cantar juntos, sostener la vaga luz de que tal vez pronto saldrían…
    El 28 de diciembre a Pablo Díaz lo “largan” –lo “blanquean”- de Banfield. A gritos los muchachos le desean suerte y le piden que no los olvide. Gracias a un guardia compasivo (“yo no te torturé”), pudo despedirse de María Claudia Falcone, de quien probablemente ya estaba enamorado. Le pidió que cuando salieran se hicieran novios. Ella sabía que saldría muerta; sólo pidió a Pablo que la recordara los 31 de diciembres. Hasta el 19 de noviembre de 1980, Pablo estuvo en la cárcel de la  comisaría de Valentín Alsina en Lanús. Salió con la condición de que nunca contaría nada. Pero no olvidó la promesa dada el 28 de diciembre de 1976 y fue de los primeros en dar su testimonio ante las CONADEP en 1984. Pablo se siguió preguntando con los años por qué sólo a él de los ocho no lo mataron.

Suele darse que un libro o un filme, sirvan para recuperar momentos terribles de la historia inmediata y despertar la indignación; este fue el caso de La Noche de los lápices. En el libro todos ocupan un lugar más o menos destacado, pero en el filme quienes sobresalen son Pablo Díaz y María Claudia Falcone, tal vez porque Pablo fue el único testigo y porque intervino en el guión, y porque entre ambos se fue creando, como contraste a tanto horror, en ese tiempo sin tiempo de la cárcel, un amor a la vez muy próximo y tristemente lejano. Baste citar el fragmento de un poema donde Pablo la evoca en 1985: “La voz es un reclamo de amor y un instante duro./ Pero las manos no pierden el momento de tus manos./ ¿Dónde estás, en qué tiempo, en qué mundo te encuentro?/ ¿Hasta dónde estiro la mirada para verte?/ Si me dieras una señal, el próximo 31 de diciembre llegaría hasta vos. (…) Pero no dejes de volver a lo que soñamos”.  Todo eso, y desde luego sus brevísimos 16 años, su destellante inteligencia, su compromiso social y la actitud de los padres, en especial de Nelva Méndez de Falcone, hace de María Claudia la figura más dramáticamente querible del grupo. No puede soslayarse asimismo la actuación de Vita Escardo representándola en el filme de Héctor Olivera.

No sabemos exactamente cuándo, al parecer principios de enero de 1977, pero los siete adolescentes del grupo que quedaron en el Pozo de Banfield –lo averiguó la señora Falcone- fueron fusilados en “el subsuelo de la Jefatura de la Policía Bonaerense”, situada en calle 2 entre 51 y 53; de sus cuerpos no volvió a saberse.
   En los muros de los colegios donde estudiaron existen ahora placas que los conmemoran. Desde el 16 de septiembre de 2006 hay un mural en el bachillerato de Bellas Artes de La Plata donde están pintados los rostros de los adolescentes.

 

 

5 comentarios

  1. Ing Anibal Julian Bernal