Relatos Costarricenses

Alfonso PeñaCuatro narradores: Adriano Corrales, Jessica Clark, Alexander Obando y Alfonso Chase, nos llegan vía su colega Alfonso Peña.

 

 

 

M E N U

Adriano Corrales

Jessica Clarke

Alexander Obando

Alfonso Chase

 

 

EL ATELIER
Adriano Corrales Arias

 

 

                Me gusta almorzar en el restaurante El Británico. El ambiente es fresco y tiene esa atmósfera tipo cava del siglo XIX que solamente ofrece una mansión de nuestro pasado cafetalero convertida en hotel. Rodeada de toneles y multicolores botellas de vino una se siente regia, fuera de la grosera cotidianidad. Además, el trato es familiar y, lo mejor, no se atiborra de comensales como los demás restaurantes del barrio Amón a la 1 de la tarde. Allí lo conocí.

 

            No voy todos los días, porque a veces llevo mi almuerzo preparado. Pero cuando me gana la pereza, cada ocho días digamos, me encanta bajar a ese sótano mágico y permitir que el salonero nos trate con la confianza de un amigo, mientras nos ofrece un tempranillo español, o chileno. Quién sabe si estos depósitos se comunican con la red de túneles y catacumbas que, según se dice, atraviesan esta parte de la ciudad. Voy con mis compañeras y compañeros de la oficina. Pero a veces suelo ir sola, me encanta. Especialmente la primera vez que lo miré.

 

            Por esa razón empecé a ir hasta dos veces por semana. Hube de improvisar pretextos, mentirillas piadosas, para convencer a mis compañeros que iba a otro restaurante, al apartamento de mi madre, o hasta mi propia casa en Lagos de Lindora, donde me esperaba mi marido. Luego inventé el cuento de un amigo lejano recién llegado, excompañero de la Universidad. Era difícil mantener la misma coartada.
            Fue a la segunda ida que él me abordó. La primera nos habíamos comido literalmente con los ojos. Estaba con unos amigos bulliciosos, celebraban el cumpleaños de alguno de ellos. Vino directamente a la mesa y me espetó: ¿podríamos compartir el almuerzo esta tarde? Me pareció bastante atrevido, pero a la vez audaz; pues eso es justamente lo que yo esperaba. Una voz interior me jalonó y luego de trastabillar y sin salir del asombro le dije: está bien, sí claro, está bien…

 

            Empezamos a salir. Me pareció un tipo interesante, refinado, con muchos viajes a su haber. Era pintor. Su trabajo, de un hiperrealismo insolente en el cual predomina el desnudo masculino, escondía, sin embargo, una especie de velo prohibido. Quiero decir que sus retratos y su animalística parecían tener una suerte de máscara por detrás, algo que servía de sombra y escenografía a los muchachos desnudos, a las chicas besándose y a los cerdos y gallinas destazadas. Para ser sincera, no me gustó mucho. Pero luego de sus explicaciones teórico-estéticas sobre la nueva sensibilidad, me convencí de que era una obra muy seria.

 

            En su atelier, como acostumbraba llamarle, fue la primera vez. Estuvo delicioso. Allí mismo en el piso, entre lienzos, pinceles, tubos de pintura y almohadones, me hizo ver las estrellas y recorrer todo el cosmos con un largo orgasmo. Hacía mucho no me asomaba al éxtasis del amor de esa manera. Lo repetimos con una fogosidad descocada que no sabía si    podía albergar en mi interior. Nos desatamos con demencia y lo disfruté intensamente.

 

La clandestinidad fue lo siguiente. Almorzábamos en diferentes restaurantes y pronto en su apartamento/estudio donde preparaba unas recetas orientales de chuparse los dedos. Luego vinieron las cenas y mis excusas de reuniones ejecutivas por la noche. Y las visitas más asiduas a los moteles. Pero él insistía en su atelier, que era como la guarida perfecta en las tarde-noches de ése verano que ya presagiaba las primeras lluvias sobre barrio Amón. Sospechaba que otras habían estado allí, o seguían visitándole. A pesar del incienso y los bálsamos exóticos, se percibía un tenue efluvio promiscuo. Pero, en mi condición, no estaba para exigirle nada.

 

            Mario de seguro sospechaba. Al menos eso suponía yo. A veces preguntaba por mis reuniones nocturnas con cierta ironía. Para entonces yo improvisaba visitas de clientes internacionales y cenas con la administración, o con la competencia. Me iniciaba en el severo arte de dar rienda suelta a la imaginación y a la inventiva. Sin embargo, no era nada serio, sospechas leves, celos normales de una pareja mal avenida. Él, por supuesto, aprovechaba esas noches y regresaba de madrugada con olor a alcohol y otras hierbas. Acaso también tendría una amante.

 

            Aquél miércoles insistió en que almorzásemos en El Británico. Era una especie de celebración porque hacía cinco meses nos habíamos conocido. Según sus creencias, los múltiplos de cinco son los que traen la buena suerte. Así que nos citamos, una vez más allí. El pasmo fue grande cuando divisé a Mario, con un par de amigos, en una mesa del fondo. Saltó inmediatamente a mi encuentro. Zigzagueé. Decidí venir sola a almorzar porque estaba muy estresada con algunos contratos en mi trabajo, le dije. Y de repente, apareció él. No sabía qué hacer, dónde meterme.

 

            Mi confusión derivó a súbita sorpresa al advertir que ambos se saludaban efusivamente. ¡Se conocían! Mario me lo “presentó”, predicando maravillas sobre sus retratos y qué suerte tenemos, andaba precisamente detrás de uno para adornar la sala. Él replicaba que era una verdadera extrañeza, que desde un encuentro en la universidad no se miraban. La maraña y el estupor aumentaban. Decidieron que debíamos almorzar juntos. No pronuncié palabra. Solamente ellos platicaron con una pasión desbordada.

 

            Al día siguiente me participó y juró, con una gran cantidad de adobos, que no concebía que Mario fuese mi esposo. De haberlo sabido, jamás se habría involucrado. Que fueron compañeros de colegio, que en la universidad se veían casi diariamente, incluso habían compartido una novia, pues sus gustos por las chavalas eran similares. Pero le había perdido la pista hacía algunos años. Mario, a su vez, insistió en invitarlo a cenar e inmediatamente le telefoneó y que, por favor, llevara su catalogo. Que decidiéramos qué cuadro le iría mejor a la sala.

 

            Le recibimos un viernes. Fue algo tortuoso. Otra vez no sabía de qué hablar. Ellos acapararon la conversación y ya achispados, con tres botellas de vino y un pitillo de mariguana, se tornaron más que parlanchines. Parecían auténticos hermanos. Se abrazaban y brindaban con excesiva alegría. Yo terminé lavando la loza mientras Mario le mostraba la casa y la posibilidad de colgar un par de cuadros más. Negociaron precios cómodos y quedamos en que devolveríamos la visita a su apartamento en quince días.

 

            Ingresé a cierto paréntesis donde el pánico me ganaba. No sabía si continuar con una relación que de alguna manera se convertía en doméstica. Había soñado con una aventura así hacía mucho tiempo, era una de mis ensoñaciones y perversiones, por llamarla de alguna manera. Pero siempre quise que fuera al margen de mi vida rutinaria, que no se inmiscuyera en mis asuntos. Sin embargo, casi por inercia y, por qué no reconocerlo, por un deseo desmedido e ingobernable, seguía visitándole en el atelier.

 

            Hacía una semana me había entregado las llaves a la hora del almuerzo para que llegara a las cinco de la tarde mientras regresaba de realizar un trámite con un cliente. Le trastornaba que le esperara en ropa interior. A mí también me enloquecía. Sin decirle, aproveché para hacer unas copias. Me carcomía el antojo de estar desnuda junto a él. Me eriza el cuerpo con su lengua y sus labios, se detiene en mis pechos, lame, juguetea, lentamente baja, me abre los muslos y se prepara para penetrarme con esa fuerza casi animal que me enardecía. Estuve a punto de ir al baño a masturbarme. Pero decidí algo más audaz. Solicité la tarde, aduciendo náuseas y me marché ansiosa al atelier. Sería un encuentro lúdico y prolongado.

 

            Amenazaba llovizna, sin embargo, a través del estambre de niebla se divisaba, incipiente y muy temprano, el aro de la luna llena. Abrí el portón primero y luego la puerta con sigilo. No quería que me oyese entrar. La impresión debía ser completa. En la antesala, en el pequeño zaguán, empecé a desvestirme. Quería sorprenderlo en plena luz. No lo escuché en el estudio. De puntillas, y ya completamente desnuda, atravesé la sala e inicié el ascenso por la escalera de caracol. Un frío vientecillo endureció mis pezones. Iba ya humedecida. Me acerqué quedamente a la habitación. Fue entonces cuando percibí un espasmódico jadeo. ¡No podía ser! ¿Estaría con otra?

 

Esa posibilidad, en vez de amilanarme, me excitó más. Mi turbación iba de la mano con un deseo al rojo que percutía en mi pecho como un atabal. Ardía tanto que no me importaría incorporarme con ellos en un menáge á trois. Me acerqué más. El jadeo y la respiración acelerada de ambos aumentaban. Escuché un grito salvaje. La voz estentórea me recordó a la de Mario. Volvió a resoplar con una palabrota que se clavó en mi cerebro. No había duda, era la voz de Mario, confundiéndose con el sudoroso sofoco de él.

 

adriano-corrales

 

Adriano Corrales (Costa Rica, 1958). Ha publicado: Tranvía Negro (Poesía, Ediciones Alambique, San José, 1995; Ediciones Perro Azul, San José, 1999); Los ojos del Antifaz (Novela, Ediciones Perro Azul, San José, 1999; Ediciones Piel de Leopardo, Buenos Aires, Argentina, 2001; EUNED, San José, 2007); La suerte del Andariego (Poesía, Ediciones Perro Azul, San José, 1999); Hacha Encendida (Ediciones El Pez Soluble, Caracas, Venezuela, 2000); Profesión u Oficio (Poesía, Ediciones Andrómeda, San José, 2002); Caza del Poeta (Poesía, Ediciones Andrómeda, San José, 2004); El jabalí de la media luna (Cuento, Ediciones Arboleda, San José, 2005) y Balalaika en clave de son (Novela, Editorial Costa Rica, San José, 2006). Como compilador ha publicado Poesía de fin de siglo. Antología de poesía nicaragüense y costarricense (Ediciones Perro Azul, San José, 2000); Antología del cuento masculino costarricense (Ediciones Letra Negra, Guatemala, 2007) y Sostener la palabra. Antología de poesía costarricense contemporánea (Ediciones Arboleda, 2007).
Es profesor e investigador del Instituto Tecnológico de Costa Rica donde dirige la revista FRONTERAS y el Encuentro de escritores centroamericanos y del Caribe. Ha sido antologador de poesía y narrativa costarricense y centroamericana y ha participado en múltiples festivales y encuentros de escritores nacionales e internacionales, entre ellos los Festival Internacionales de Poesía de Medellín y Bogotá en Colombia. También escribe teatro y ensayo y colabora con varias publicaciones nacionales y latinoamericanas.