Presentación La Otra-Gaceta 26

Alfredo FressiaNO, SEÑORES, LA POESÍA NO SE VENDE
Alfredo Fressia

Hace poco tiempo una revista brasileña (Sambaquís, São Paulo) les pidió a los poetas locales que respondieran a la pregunta “Qué es la poesía?”. Personalmente, me negué a dar una respuesta ontológica, digamos, porque esas preguntas gigantes –qué es la vida, qué es el mundo, para qué existe el hombre- parecen condenadas a recibir respuestas incompletas.

 

LA OTRA – Editorial mayo 2009

NO, SEÑORES, LA POESÍA NO SE VENDE

Alfredo Fressia

 

Alfredo Fressia
Hace poco tiempo una revista brasileña (Sambaquís, São Paulo) les pidió a los poetas locales que respondieran a la pregunta «Qué es la poesía?». Personalmente, me negué a dar una respuesta ontológica, digamos, porque esas preguntas gigantes -qué es la vida, qué es el mundo, para qué existe el hombre- parecen condenadas a recibir respuestas incompletas. Y lo mismo ocurre con las respuestas fenomenológicas. En cualquier caso, me pareció mejor dar esta respuesta asumidamente incompleta, a saber: la poesía es el mejor, más profundo y más denso espacio de reflexión de la experiencia humana.

Por eso mismo no es simpática al capitalismo, según decía un verso de Juan Gelman («toda poesía es hostil al capitalismo«). Sin duda, ignoro si pensaría lo mismo si viviera en un país nórdico, bajo un capitalismo vigilado de cerca por un pacto social bastante avanzado. Pero soy un uruguayo que vive en Brasil, es decir, mi experiencia es de creación dentro del espacio que logramos crearnos contra viento y marea los latinoamericanos bajo un capitalismo dependiente -en sus confines meridionales en mi caso-, sometidos sin previo aviso a la «globalización» (de la crisis). En los tiempos que nos tocaron -Latinoamérica, siglo XXI-, regidos por la prisa, por la desaparición del hombre en las multitudes, el sufrimiento neoliberal, la devastación del Continente como única lógica productiva y por las manipulaciones mediáticas (lista larga, perdón, y sé que me quedo corto), la poesía es sabidamente peligrosa y rebelde, una terca mosca en la sopa, obstinada en dar la palabra al individuo y aun a todos los que no tienen acceso a ella, puente todavía abierto entre el hombre y sus dioses.

Es en ese sentido que se dice habitualmente que «la poesía no se vende porque no se vende». Es una formulación con aspecto de boutade que oí por primera vez en boca de un académico uruguayo, después la vi atribuida a un poeta argentino y finalmente la he visto y oído en Chile y en México (dicha por un fotógrafo en este último caso). Debe figurar entre las ideas más consensuadas de casi todos los poetas. El doble uso del verbo «vender» recupera dos de sus acepciones. Por un lado, los libros de poesía no se venden en el sentido que no convocan un público numeroso que los compre en librerías. Por otro lado, eso ocurre porque la poesía no hace concesiones al mercado -es la segunda acepción del verbo venderse-, no abandona sus eventuales principios, digámoslo así, los autores no renuncian a hacer de ella un modo de expresión, en fin, es un género que no se intimida frente las exigencias de las grandes editoriales, las que de hecho venden masivamente otros géneros literarios.

No, señores, la poesía no vende, ¿y entonces? No pienso que se trate de una señal apocalíptica, ni siquiera pienso que el tema sea una novedad. Más bien podríamos preguntarnos así: ¿vendería si hiciera esas concesiones al gusto de las grandes editoriales, incluidas las españolas ahora instaladas en el Continente? Imagínese una violenta simplificación de su discurso, una banalización de las formas y los contenidos, la reescritura, es decir la repetición de lo ya dicho, la obediencia a lo que se esperaría que dijera -y no la anárquica originalidad que es casi definitoria, su crítica y su revitalización del lenguaje anquilosado en la prosa. Imagínese una poesía sin rebeldía, siempre lista para confirmar lo que el lector ya leyó antes, ¿vendería?

Creo que no. Esa poesía degradada -que existe, por cierto, y es bueno recordar ciertas letras de canciones populares, y no las peores, al contrario, son a veces muy bellas y están legítimamente integradas a ciertos tipos de folclor-, esa poesía obediente tendrá un público enorme -todos formamos parte de él-, pero tampoco brilla por las ventas editoriales. En todos los casos debemos entender que la unidad de la poesía no es el libro, y que por eso mismo no depende de la industria editorial, ríe en sus barbas, se niega a «venderse».

Una cierta narrativa se pone en movimiento cada vez que compramos una novela, por ejemplo. Imaginamos entonces cuántas horas de entretenimiento, eventualmente de placer extraeremos de esa lectura, consideramos el precio, evaluamos si vale la pena el gasto y muchas veces hacemos la compra, sobre todo si el autor nos confirma aquello que ya sabíamos, y nos agrega detalles, es decir, informaciones que podíamos desconocer pero nos asegura de nuestra inteligencia. Un thriller de cierto tamaño y con algunas verdades generales aceptadas, por ejemplo, puede acompañarnos en las horas vacías de una semana de veraneo, durante un cierto número de ratos de lectura en la playa o en los aeropuertos.

No quiero reducir la ficción al thriller (por más esfuerzos que en este sentido hagan las grandes editoriales), es decir, quiero admitir que hay lugar en la prosa de ficción para algunas cuestionadoras obras de arte, pero en todos los casos volvemos a este hecho: el lugar de la prosa es normalmente -se diría «naturalmente»- el libro, es lo que compramos, es lo que mueve los capitales, sean latinoamericanos o españoles. Ocurre que la poesía no tiene nada que ver con todo esto. Su unidad es el poema, o hasta el verso, y en ningún caso el libro. La poesía puede existir en cualquier «medio», en páginas de diario, en cualquier paisaje humano (en las computadoras, por ejemplo), o hasta en ese soporte llamado memoria, fundador de metros y rimas. La poesía no depende del libro, por más que en él encuentre uno de los mejores modos de perdurar. La mencionada memoria es otro de los «mejores modos de perdurar», incluso porque es cambiante, idiosincrásico, creativo. Y es esa autonomía de la poesía lo que la vuelve un bastión de resistencia, siempre, y tal vez más aun en tiempos de neoliberalismo en crisis.

Nadie compraría un libro de poesía según la narrativa que nos mueve en la compra de una novela. Es cierto que los poetas, siempre ávidos de sentido, buscamos un plus en el objeto libro, un sentido nuevo otorgado por la eventual unidad que los poemas puedan conformar, los sentidos más o menos inesperados que la sucesión de las páginas pueda darle a cada poema -y hasta a algunos versos. Pero ese mismo carácter de plus es la prueba de que el libo no es su unidad natural, que el libro no es el Livre de Mallarmé adonde el mundo se dirigía (él usaba el verbo aboutir). El «libro de poesía», o poemario, o «libro de poemas» es un soporte más de la poesía, y reconozcamos que ni siquiera resulta especialmente práctico. De él podemos retener un único poema, una estrofa, un verso, a veces una imagen donde resurge, espléndida, una palabra que estaba naufragada en la prosa y que se nos aparece en todo su brillo y todos sus sentidos.

Sin duda, muchos motivos nos llevan a comprar un «libro de poesía».  –Menos mal…, dirán mis queridos editores de La Cabra, y la anterior Alforja, José Angel Leyva y María Luisa Passarge, dos artistas, directores también de esta fiel Gaceta, y que osaron dar la palabra a este colega dispuesto a desmontar el objeto libro, ese mismo que La Cabra crea y divulga. Ciertamente se trata de puntos de vista diferentes. La Cabra, como otras editoras movidas a ideales, busca divulgar poetas del Continente, principalmente en México, y viene teniendo un gran éxito en su labor (de público, es cierto, y de premios, tanto en México como en América del Sur). Porque, repito, hay muchos motivos que nos llevan a comprar libros de poesía. Según cada lector, puede ser decisiva la expectativa de ese poema o ese verso reveladores, que por sí solos valdrían todo el libro, el interés en conocer lo que hacen los poetas del resto del Continente, la adhesión que le otorgamos de antemano al poeta de quien un día leímos aquel poema donde cupimos enteros, y que podía figurar en una revista -imposible no pensar en la importancia de La Otra-, en una gaceta como ésta, o en un periódico, hojeado en una estación de trenes, o en una página web, o que simplemente oímos casi por casualidad en un encuentro con autores, o en la radio…

Pero la misma sucesión de motivos nos confirma que compramos el libro de poesía, cuando lo compramos, por motivos muy otros que los que nos llevan a comprar una novela, un ensayo, un libro de cuentos. El género más leído es el menos comprado. Hostil al capitalismo e indiferente a los dioses del comercio, la poesía vive desterrada del mercado y parece haber cambiado las subas y bajas de los gráficos por los peldaños de la escalera de Jabob. No, señores, la poesía no se vende, es irremediable. ¿Y entonces?

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