carlos-andres-jaramillo

Carlos Andrés Jaramillo. Sucia Luz

carlos-andres-jaramilloCarlos Andrés Jaramillo, originario de Medellín, nos comparte su ensayo crítico sobre el libro Sucia Luz del poeta colombiano Luís Arturo Restrepo y una selección de poemas de dicho autor.

 

 

 

Sucia Luz
Carlos Andrés Jaramillo

En 1997 vio luz un libro en el que José Manuel Arango, tomando prestada una imagen de Lezama Lima, definió la poesía como una bailarina sonámbula. Era una definición inane, tardía. Después de la segunda guerra mundial, de las carnicerías atómicas o de los campos de concentración, el único baile posible es el que recuerda a los heridos o a los muertos; a los espectros trémulos que deambulaban por las calles de las ciudades devastadas por la radiación. Tal danza se llamó Butoh y tuvo su origen en el Japón de los años cincuenta.
        El butoh es una representación oscura, que recuerda, por sus movimientos dislocados y sus gestos agónicos y de pavor, el horizonte calcinado de la vida, el sinsentido de la existencia (cuyos fundamentos y anhelos han sido arrasados), los cuerpos lacerados de los supervivientes. En ella, lo que queda de la vida, sus restos, se ponen en movimiento, y la esperanza que guardan los espectros es, como en el libro de Luis Arturo Restrepo (1983), una luz que no alumbra lo suficiente, una luz difusa, sucia, que no permite columbrar una salida, que no sirve para vivir o morir.

Luís Arturo Restrepo
Luís Arturo Restrepo

        Quien habla en el libro de Luis Arturo, también ha sido herido por la realidad de otras guerras. Y, todavía más, por el lenguaje, que es una sustancia y un arma cuyo filo y corrosión abre surcos profundos en la carne y el espíritu del poeta. Endechas en donde prolifera la ira y la compasión. Esas heridas hacen de él una conciencia exacerbada de su propio cuerpo, de su carnalidad prometida a la putrefacción, y de la materialidad ajena, de gesticulación grotesca e igualmente mortal. El lenguaje es herramienta de comprensión, juicio y castigo.
        Sin embargo, la esperanza en el libro se alimenta de la paradoja. El poeta no es un simple negador, porque la esperanza no le pertenece, porque no depende de él perderla o deshacerse de ella. Es una posesión que nace con el hombre (acaso con la habilidad del lenguaje de hablar del futuro), acaso de su incorregible necesidad de engaño. Ella es algo que se estrecha entre las manos, con rabia, con impotencia, hasta hacerse daño, porque no sirve para nada, porque la evidencia está en su contra. Es como llevar una enfermedad o miembro gangrenado, que no puede cortarse. El poeta, antes que tenerla, sufre su esperanza, la padece en su carne consiente y lúcida. De ahí que la maldiga. De ahí que lance una mirada furiosa sobre el mundo, sobre esa contradicción: ni siquiera la maldad es capaz de apagar para siempre la espera, la confianza. Es la misma sospecha que albergó Nietzsche. Cuando el filósofo interpreta el mito de Pandora, el momento en el que la mensajera cierra la caja y la esperanza queda encerrada, no ve en ello un consuelo, sino una treta urdida por Zeus. Si los dioses dejan a los hombres la esperanza, es para que no busquen el suicidio, para que sigan adorándolos. Si el poeta, a pesar de todo, escribe, si ve renovada su sed de dicción es porque la poesía le preserva de un acto desesperado y definitivo. Tal es el obsequio que les han dado los dioses: padecer sin sucumbir al dolor.
        De esa imposibilidad de deshacerse de la esperanza, es que la palabra del libro extrae su rabia. Desnuda la realidad circundante con saña. Nada soporta su escrutinio implacable. Ni los gestos, ni los ritos, ni las convenciones que permiten la vida, ni la opacidad de la carne, ni la poesía, ni la trascendencia con la que negamos a la muerte. Todo es exhumado, expuesto bajo una luz lacerante, en donde dientes, huesos, carnes tumefactas, músculos, fluidos, risas, efervescencias y efluvios mortales son arrojados a la vista del lector, para que sienta el mismo asco del poeta.
        A medida que leemos, descubrimos que el poema dedicado a Goya es, sobre todo, una clave de lectura del libro. Antes que una narración o descripción de los cuadros, el texto nos abre a la idea de que pintura y poesía surgen de una idéntica necesidad y de que, en el camino, se reconocen como hermanas. Son dos medios distintos, pero que tratan de aprehender lo mismo. Goya no es Tiniers el Joven. Sus cuadros no son, como en el belga, motivo de risa, de complicidad con personajes ebrios que hacen el ridículo, sino de rabia, de repugnancia. Entre el pintor de Amberes y el español se instala una barrera ontológica. Su burla se transforma en sátira, en rencor que hace justicia al exponer los bajos fondos de sus contemporáneos. Sus personajes celebran el mal, se complacen en su naturaleza animal, en su ferocidad, en su complicidad con la muerte, la rapiña y el odio. No en vano sus rostros están deformados por muecas que atizan el rechazo. Ese es el mismo asco que está presente en el libro.
        No obstante, esa rabia no es tan grande en el poeta, como para que renuncie a su humanidad completamente. Si denuncia las muertes, las masacres, si cuenta las balas, los actos infames de los hombres, es porque lo conmueven las víctimas. Las generaciones perdidas, los niños, los desaparecidos. Eso acrecienta su indignación. El amor, por paradójico que parezca, aumenta la repugnancia que le inspira su especie. Pero su sentimiento no es fácil. No cede al panfleto, a la queja fácil, a las distinciones pueriles de términos morales. También él se incluye entre las fieras que tienen dientes. Pero acaso excuse su ferocidad como Gómez Jattín: «[…] tranquilos / que sólo a mí / suelo hacer daño». Basta leer algunas páginas de sus libros anteriores, asistir a sus clases, estar en la órbita de su conversación erudita o casual, para entender hasta dónde la infamia de los hombres le preocupa y le descompone, hasta dónde el dolor del mundo le conmueve. Aquí emprende un juicio necesario contra la especie, contra un país adormilado, que todavía vota por los hombres que los arrojaron a la guerra. Ataca la buena conciencia que permite a la gente vivir impávida, ignorante y cómoda ante la desgracia de sus semejantes.
        A su vez, esta rabia tampoco hace que el poeta renuncie a la palabra. No se encierra en el silencio indignado, complaciente o estúpido de los que ignoran la vida o son demasiado sabios para volver sus ojos al mundo. Su poesía surge, a pesar suyo, de la indignación, de la acumulación de experiencias, aún si ella misma se sabe transitando una delgada línea entre el ridículo y la rabia; aún si adivina una incapacidad para expresar las cosas y una imposibilidad de sentir saciada su intención; aún si está al frente de la pudrición de los vocablos. En esa precaria conciencia, encuentra, sin embargo, su justificación: el poeta es un oficiante delante de un altar vacío. Esto es, que no espera recompensa o trascendencia por su arte. Sino que obedece al hambre de sí mismo que es él.
En el libro, el cuerpo y el espíritu del poeta están lacerados. La realidad es grotesca. Y el poema es imposible: sólo renueva el hambre de sí mismo, de devorarse y de alcanzarse, como un Tántalo moderno que tuviera a su alcance todas las palabras y las literaturas del mundo y, sin embargo, padeciera sed. Las palabras son carnales, se descomponen al sol. Es un libro que pudo llamarse, como en su primera versión: «Maldita la esperanza» o, incluso, «Padecer la esperanza». Un libro sobretodo necesario en esta época de banal optimismo.